Cien habitaciones y una cena

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Al despertar, tardo unos instantes, como siempre, en saber dónde estoy. ¿En cuántos lugares diferentes he dormido ya durante este viaje? Tal vez cien, apenas una noche en cada uno. Cien camas distintas, cien mesillas y lámparas, cien techos, puertas y ventanas, también aseos; cien habitaciones extrañas, desconocidas, sin llegar a familiarizarme con ninguna. Supongo que eso, de algún modo, ha de pasar factura al espíritu y quizá también al corazón.

Esta vez es un hotel de Munster, comarca del Alto-Rhin, región de Alsacia. ¿Fue ayer cuando me caí de la moto? Ni siquiera un día ha transcurrido y me parece que haga una semana. Palpo el lugar de la contusión: ya me duele menos; sólo molesta al presionar la base del pulgar. Muy bien; podré continuar viaje.

Hago mis maletas en un santiamén. Creo que podría hacerlas con los ojos cerrados; de tal modo he mecanizado los movimientos, repetidos una y otra vez, puliendo la rutina durante cuatro meses. Me marcho la habitación -otra más-, saco a Rosaura de la cochera y me alejo del hotel… apenas cien metros, para venirme a un bar cercano (Hotel bar des Vosgues) y llevar a cabo mi ritual de las mañanas en Francia: tomarme un café con un croissant, que en ningún otro sitio los hacen como aquí. Cada vez me gustan más estos bares franceses de pueblo: normalmente sólo hay viejos; ocho he contado, y conmigo nueve; jubilados, supongo, y algún que otro desempleado. La única mujer es la camarera, también una señora mayor. El ambiente es agradable, típico mañanero, de ocio tranquilo y sin prisas. Quizá por esto me gusta estar en tal compañía: porque hacen las cosas con calma y no se apresuran. Unos conversan, otros leen el periódico, todos se conocen… Esta sociedad, entrañable y rural, me hace envidiar a quienes tienen un hueco en ella. Yo siento que no pertenezco a ningún sitio.

Entre los bosques otoñales de Alsacia

Entre los bosques otoñales de Alsacia

Continúa la lluvia de los dos últimos días y tengo la sierra por delante, así que ya veremos si no acabo empapado. Monto la burra y emprendo -ahora sí- la ruta de hoy. Esta comarca del Alto Rhin es preciosa. Más o menos gemela a la Selva Negra alemana, comparte con ella formación geológica, orografía y vegetación, sólo que al oeste del valle. La lluvia, aunque incómoda para la moto, es ideal para sacarle partido al otoño y disfrutar en toda su gloria la paleta de colores: del verde claro al oscuro, varios amarillos y ocres, rojizos y marrones… No falta un tono ni un matiz, y mire hacia donde mire el entorno es relajante. No había encontrado tanto paisaje digno de ser fotografiado desde que dejé Noruega. Pero la comarca no es muy extensa y pronto paso a la de Alta Sajonia, ya en el Franco Condado, que también tiene su carácter pero es menos bonita y menos ondulada.

Rosaura entre la hojarasca y los árboles

Rosaura entre la hojarasca y los árboles

Paso por Mélisey, un pueblín de nada, y me detengo en un bareto de hotel donde encuentro una curiosa escena costumbrista: es la hora del almuerzo y el local está lleno de hombres dando cuenta de su pitanza. Se advierte la familiaridad entre todos, clientes asiduos, trabajadores de por aquí. Me recuerda a aquella época de la academia en que solíamos un grupo de amigos comer en el Hórreo, regentado por un cocinero gallego, Moisés, que nos daba de comer como a sus hijos. Pido un kir -típico aperitivo francés- y, cosa rara, me ponen algo de tapa.

Al salir, la lluvia ha arreciado un poco, y así continúa todo el rato hasta que llego a Marnay, donde las nubes, cada vez más espesas, aconsejan que me quede a dormir. Pero el primer hotel donde pregunto ya no funciona como hospedería; el segundo, en mitad de la plaza, no abre hasta dentro de una hora; y un tercero que he encontrado callejeando abre aún más tarde. Es muy corriente en Francia que los hostales pequeños cierren varias horas a mediodía. No hay ni un bar abierto donde pueda esperar, así que continúo. Y es entonces, entre Marnay y Pesmes, cuando me cae el chaparrón definitivo que me cala hasta los huesos. Menos mal que -si bien se considera- el agua no hace daño; sólo es molesta. Tener que conducir con la ropa mojada fastidia, pero nada más. Al llegar, se desviste uno, se da una ducha reconfortante, se pone prendas secas y tiende las mojadas a secar, que al día siguiente estarán listas.

Ruta de hoy: de Munster a Pesmes

Ruta de hoy: de Munster a Pesmes

En Pesmes no ando con melindres y me albergo en el primer hospedaje que encuentro, el Hotel de France (nombre típico donde los haya). Está un poco retirado de la carretera, es tranquilo y silencioso. Soy el único huésped, creo. La señora es muy amable y la habitación, aunque muy básica, hace perfectamente su función.

No me cansaré de alabar el temperamento francés: en general son corteses, amigos de saludar por la calle y de tratarse de usted, amables y serviciales con la clientela, sonrientes y afables en el trato. Aparte, Francia cuida sus pueblos y ciudades con esmero: se conserva lo antiguo en lo posible, preservando todo lo que no haya que reformar; y cuando reforman, lo hacen respetando el estilo tradicional tanto en interiores como en exteriores, sin caer casi nunca en el mal gusto: calles, casas, carpintería, mobiliario, etc. Por eso, entre otras cosas, resulta un país tan encantador.

Comparados con ellos, ¡qué catetos me parecen los españoles! Con nuestro pueblerino afán de renovación, cambiamos las ventanas de cálida madera por otras de frío aluminio, pero eso sí: nuevas; el suelo de noble baldosa por otro de vulgar terrazo, pero eso sí: nuevo; las tradicionales fachadas de mortero encalado por un alicatado del peor gusto… pero eso sí: nuevo. La belleza y la estética se rinden siempre a la novedad.

Un rinconcito cualquiera de Besmes

Un rinconcito cualquiera de Pesmes

Dando un paseo por Pesmes, entro a un bar llamado Du Centre y pido un vino blanco del país, que sea seco. Me pone el hombre un chardonnais de lo mejor que he probado. Hay tres o cuatro clientes y enseguida entablamos una amistosa charla. Buscando la convergencia, hablando de vinos y de países, de Francia y España, de los problemas de Vascongadas y otros temas afines. Al salir, me llega al olfato con intensidad ese inconfundible olor a pueblo, esa mezcla de aromas tan característica: el de la leña quemada, la tierra mojada, la vegetación y el ganado. Pese a la llovizna, no hace nada de frío.

He visto lugares bastante más bonitos, pero Pesmes tiene algo especial, algo indefinible; tiene esa calidez de lo antiguo, esa paz imperturbada que casi puede respirarse como el aire… Es como si estuviera sacado de una vieja película en blanco y negro; es -¡sí!- el encanto de esa sensación, casi subconsciente, de haber viajado atrás en el tiempo.

La cena en el restaurante del Hotel de France resulta ser una de las experiencias más folclóricas de todo el viaje, y no apta para pusilánimes. Es un negocio familiar en un comedor muy rural, con mesas de madera maciza y manteles a cuadros, sobre los que revolotean impertinentes moscas. Una señora algo entrada en años sirve los platos y un hombre ya mayor, casi un anciano, pasa por las mesas ofreciendo más pan a los comensales -por supuesto sin cobrarlo aparte, no como en España- y recogiendo la vajilla usada. Los platos del menú son recios y el servicio es genuinamente rústico: vieja loza descascarillada, recipientes de barro, suportes de madera… Hay cuatro mesas ocupadas por sendos matrimonios, todos mayores, que es la única gente que vive ya en el campo o que puede permitirse hacer turismo fuera de temporada.

De primero me ponen un foie-gras casero, basto de aspecto y fuerte de sabor, no muy de mi agrado pero interesante, servido en una bandejita con pepinillos de donde uno se echa al gusto. Esto ha de ser costumbre aquí, porque en una mesa vecina veo que también se sirven ad libitum de la mayor tabla de quesos que he visto nunca, en tamaño y variedad. El vino de la casa, bastante bueno, viene en pequeñas jarritas de vidrio que los franceses llaman pichet. De segundo he pedido algo sin saber bien lo que pedía, y que resulta ser un ave, paloma o codorniz, rica como he probado pocas, acompañada por dos sabrosas rebanadas de pan frito y, en bandeja aparte, dos cazuelas de guarnición: champiñones salteados la una, lentejas la otra. Además la vajilla está caliente para que no se enfríen las viandas al servirlas, un detalle que en muchos restaurantes de más postín no he visto. De postre, queso fresco natural, más casero imposible, con azúcar y una pequeña tarrina de crema.

Una cena formidable como pocas. ¿Y el precio? Quince euros.

Fuera ya es de noche; son las 9:30, algo tarde para los horarios franceses, aunque cierto es que no se trataba de un restaurante normal, sino más al estilo de las antiguas casas de huéspedes, en que la cena se servía a una hora y si querías comer más valía no llegar tarde. Lo mismo respecto al menú: aunque tienen una carta, es más bien un estilo ‘menú del día’, con pocas opciones para elegir.

Me doy una caminata por el pueblo para bajar la cena. Ha dejado de llover. Cuando paso por la plaza, el bar Du Centre está cerrando: una señora echa la llave a las viejas puertas de madera acristaladas y baja las persianas del cierre, de esos antiguos que ya no se hacen. Veo a la mujer alejarse cuesta abajo, de recogida. Habrá sido para ella un día más, una noche más en su tranquila rutina campesina. Ya no queda nadie por las calles, y la calma es envolvente, sedante. Un perro late desde algún corral lejano y un reloj de torre, muy quedo, da los cuartos. ¡Qué paz! Es un silencio que acaricia y abriga. Tras los vidrios de las ventanas se adivina aún el último, amarillo, calor de los hogares. La Alta Sajonia se dispone a dormir. Y yo, ¿sabré mañana en qué habitación estoy?

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Acerca de The Freelander

Viajero, escritor converso, soñador, ermitaño y romántico.
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Una respuesta en “Cien habitaciones y una cena

  1. julio dijo:

    Precioso el post, preciso el lenguaje.

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