El Brasa Viva es, por su buena relación calidad-precio, tal vez la brasería más popular de la capital de Moquegua. Su valoración en redes sociales es alta y suele estar lleno durante las horas punta restaurantiles, pese a su orientación comercial un poco al estilo de los fast-food, con una limitada oferta de platos, una atención y servicio rápidos (salvo horas punta) y una filosofía tipo “llega, come, paga y márchate”: al cliente le toman la orden nada más sentarse y, en poco menos de diez minutos, le traen lo que haya pedido. Pero como el local no tiene más allá de una docena de mesas y son muchos los moqueguanos que, sobre todo por la tarde, acuden a cenar allí, con frecuencia hay cola de clientes esperando en la puerta a que otros acaben.
Como su nombre sugiere, se especializa en carnes a la parrilla y, aunque los cortes no son los mejores del mercado, por regla general son aceptables, las porciones generosas y los platos vienen acompañados con buenas papas fritas y ensalada. Sirven, además, vino cosechero del país en jarras, que no está mal de sabor y no sale caro. Un buen lugar, en fin, para ir varias veces a tantear los platos cárnicos más populares del Perú sin dejarse la cartera en el intento: por menos de 40 soles se come uno una parrillada de res, chancho, cordero o anticuchos, más el choricillo de propina, incluyendo la guarnición y la bebida.
En una mesa junto a la de un servidor hay dos mestizos jóvenes que parecerían, por sus rostros y el color de su piel, descendientes de Manco Yupanqui, sólo que recién salidos de la barbería You-punky: las sienes afeitadas al estilo punk o “perroflauta”, piercings y zarcillos varios, uñas pintadas de negro. No puedo evitar preguntarme si es una manifestación de la política identitaria, de la diversidad cultural, la interculturalidad o ninguna de ellas. Debo admitir que me pierdo en el tupido bosque del vocabulario y la semántica ideológica liberal-progresista. Y no se crea que describo esta escena por deslucir a esos jóvenes: los quechuas tienen tanto derecho como los íberos a desfigurarse con elementos de la degenerada estética occidental; pero resulta doblemente llamativo ver tales ornatos en esta gente, cuyas costumbres y tradiciones parecen casar muy mal con una moda que, desde aquí, es difícil no percibir como extemporánea y fuera de lugar; una moda importada a fuerza de intromisión cultural mediática y proveniente de un hemisferio sin relación alguna con la herencia folclórica precolombina que había perdurado en Hispanoamérica hasta hace muy poco.
Me asombra la habilidad de los titiriteros mundiales para compaginar el fomento del identitarismo y de la diversidad con la promoción de una alienante homogeneidad cultural, aparentemente contradictoria con lo anterior; y me pregunto por la posible finalidad de llevar a cabo ambos programas simultáneamente. Quizá se trate de conseguir el máximo de heterogeneidad imaginada y, a un tiempo, el máximo de homogeneidad real; o sea: que los pueblos, creyénsose muy diferentes unos de otros, sean en realidad muy similares y se conduzcan, piensen y sientan del mismo modo. Puede que el tan cacareado multiculturalismo se reduzca precisamente a esto.
Pero más jodido que los varones para copiar a Occidente lo tienen aquí las hembras, quienes, por mucho que se adornen a imagen y semejanza de sus congéneres europeas o norteamericanas, seguirán teniendo caderas masculinas. Al fenotipo no se lo puede engañar. Me resulta curioso percibir este tipo de rasgos raciales. Por lo que vengo observando, los ejemplares del sexo débil en estas etnias andinas tienen casi menos caderas que los del sexo fuerte. Todo lo contrario, por ejemplo, que las caribeñas (de Venezuela, Cuba, Colombia) que tanto están emigrando en estos últimos años hacia el sur del continente: unas mujeres grandonas con unos traseros superlativos que apenas pasan ¡de lado! por entre las dos filas de asientos de un autobús (y esto no es ninguna exageración: un servidor lo ha visto con sus propios ojos). Al hilo de estas observaciones, me pregunto por qué la variabilidad genética hembruna es mayor que la machuna en el aspecto físico, cuando en los demás aspectos sucede justo lo contrario. “Doctores tiene la Santa Madre Iglesia que os sabrán responder”, decía el catecismo del padre Astete en 1608.
Otro detalle que también me resulta chocante en Perú es el de los maniquíes. Tenemos que en Occidente -donde la población no blanca oscila en torno al diez por ciento- es cada vez más común ver, en las tiendas de ropa, maniquíes a semejanza física de las minorías raciales; y esto en proporción quizá superior a la de tales minorías en nuestras sociedades; lo cual difícilmente extrañará a nadie, ya que Occidente, como autor intelectual del multiculturalismo, está obligado a dar muestras de virtud y enviar al mundo su mensaje de tolerancia, pluralismo e “integración racial”; y sin embargo en esta región del Perú, donde la raza caucásica pura no llega ni al uno por ciento de la población, los maniquíes son todos incongruente e impecablemente blancos y tienen unos rasgos físicos (¡incluso el pelo rubio!) que aquí no se ven ni por el forro. Y esto, habida cuenta de que las consignas ideológicas del pensamiento único son universales y ubicuas, sí que pide alguna explicación. Podrá sugerirse, tal vez, que en este país no hay industria que produzca maniquíes y tiene por tanto que importarlos (cosa nada improbable, pese a que, después del bloque de cemento y la chapa corrugada, no se me ocurre otro producto cuya fabricación requiera menos tecnología); pero aun así, ¿importarlos de dónde? ¿Desde Estados Unidos? ¿Acaso no existe un sólo país al sur del Río Grande -y más cercano a Perú- que los produzca? Y en caso afirmativo, ¿acaso esa industria no ha recibido las pertinentes instrucciones de la élite globalista para que los fabrique masivamente en versión “orgullo étnico”? Alguien se merece un tirón de orejas en los think tank de Klaus Schwab, porque este detalle se les ha escapado. Y no es que un servidor se haya vuelto de repente partidario de la agenda ideológica del Foro Económico Mundial, pero incluso al más intransigente antagonista de tales doctrinas le resulta difícil no dar un respingo cuando, por entre el laberinto de pasillos de uno de estos mercados, atestados de mestizos color tabaco, rasgos incas y pelo azabache, se topa uno de pronto con cualquiera de esos rubios maniquíes de muñeca Barbie destacando entre la multitud como mosca en la leche (y a menudo vestidos, por cierto, con las prendas más espantosamente cursis que se hayan fabricado en la historia de la industria textil).
Y ya puestos a tocar el tema del adoctrinamiento cultural, me referiré a una escena presenciada en Copiapó (Chile) una tarde del pasado mes de julio: Un pequeño desfile (no muy numeroso, gracias a Dios) de jóvenes mapuches (dicho sea en sentido lato), muy progresistas y políticamente correctos, se manifiestan por la ideología LGBTQ exhibiendo las consabidas banderas multicolor. La marcha, es de suponer, habría sido convocada con ocasión del funesto “Día del Orgullo Güey” por alguna de las infinitas terminales globohomo extendidas por el mundo entero.
Debo consignar, una vez más, el aviso legal de rigor: los chilenos tienen tanto derecho como el que más a afirmar la existencia de 81 identidades de género. Pero esto aparte, nada parece más incompatible con la patriarcal y machista “identidad” étnica, religiosa y cultural hispanoamericana que manifestarse a favor de la homosexualidad; de modo que, nuevamente, me encuentro con una aparente contradicción entre dos de los varios postulados del mosaico ideológico globalista. Pero puede que en realidad no haya tal, sino que con los valores promovidos por los titiriteros mundiales ocurra igual que con la jerarquía de las leyes, y que la doctrina LGBTQ tenga, en el escalafón ideológico posmoderno, precedencia o prioridad sobre la diversidad cultural, la cual quedaría parcialmente derogada en todo cuanto se opusiera a aquélla. Es decir, que a lo mejor al ciudadano del mundo se lo exhorta y estimula a que cultive sus rasgos culturales propios e identitarios siempre y cuando éstos no entren en conflicto con ninguno de los principios de rango superior en el mismo corpus dogmático; lo cual equivaldría a reducir a su mínima expresión el margen de maniobra de la multiculturalidad, pues a ninguna sociedad le estaría permitido manifestar y preservar nada que se salga de los estrechos límites impuestos por los cuatro grandes pilares del pensamiento único; o sea: nada que vaya más allá de algunas artesanías, ropas o adornos propios, un poco de música étnica y algún que otro plato culinario típico, a ser posible vegetariano.