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Mi primera impresión de L’viv fue bastante agradable, en buena parte gracias a que el recepcionista del albergue en que había de hospedarme me recibió con acogedora simpatía, ofreciéndome de entrada un té acompañado de una amplia sonrisa; y sin mencionar, además, para nada el pago del hospedaje. “De eso -me dijo al yo preguntarle- no te preocupes: ya nos pagarás cuando te marches”. Todo esto me hizo sentir sinceramente bienvenido.
La zona más céntrica de la ciudad, bastante asequible al turista de a pie, me resultó muy agradable: mis pasos me llevaron desde el elegante y entrañable parque Iván Franco, de otoñal aspecto frente a la universidad que le da nombre, hasta el casco viejo de polaco urbanismo, con sus lámparas de gas, sus calles adoquinadas y sus caducos edificios, pasando por la pintoresca y romántica plaza Rynok, el barroquismo de la católica iglesia Sagrada Eucaristía o el mercadillo librero de la plaza Muzeina; pero, sobre todo, me llamó la atención el aspecto pueblerino de un barrio al pie de la colina y parque Vysoki Zamok, un barrio con calles de tierra y casas individuales que, ubicado en el centro mismo de L’viv, hacía un contraste formidable con la ciudad: el pueblo dentro de la urbe.
El tráfico en L’viv es lento y pausado; no excesivo, pero suficiente para colapsar las estrechas calles que, atestadas de coches aparcados, no fueron diseñadas para tanto vehículo. Los conductores, por su parte, carecían de la agresividad a que yo me había acostumbrado después de vivir dos años en Polonia: en comparación, los ucranianos me parecieron, en general, más bien sosegados, sin dar muchas muestras de prisa, sin histerias circulatorias. De hecho, este pueblo se lamenta de su mansedad nacional y propia displicencia. Tal vez sea esta una de las razones por las que Ucrania parece estancada entre dos economías: la europea y la rusa, sin terminar de acercarse a ninguna de ellas; es como un país perdido, innortado, que no se dirije a ninguna parte. Sólo un pueblo así podía haber protagonizado la pacífica y abúlica revolución naranja.
Y poco más pude aprender y aprehender en aquella mi primera y corta visita a L’viv, ciudad de pacatos hombres y generosas mujeres. Contribuyó no poco a esta opinión algo que me acaeció la víspera de mi partida: la joven y jugosa recepcionista de turno en el albergue donde me alojaba aceptó mi invitación a unas cervezas cuando acabase su horario, así que por la noche me llevó a uno de los pubs más emblemáticos de la ciudad: Gasova Lampa (La lámpara de gas), donde estuvimos de charla hasta avanzada la noche; lo suficientemente avanzada como para que, al final, nos enganchásemos; y así, sabrosamente enganchaditos, pasamos largo rato y la acompañé todo el luengo camino hasta su casa, a cuya puerta -¡ay!- no me permitió más que decirle adiós, dejándome un agridulce sabor de boca.
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