Desde Olite hasta Jaca sólo hay ciento quince quilómetros, pero me llevó todo un día recorrerlos. Viajo despacio y me detengo allá donde mis ojos y mi corazón me indican. O, bueno, más o menos: son tan hermosos los pueblos y rincones por los que voy pasando que cada uno merecería un capítulo aparte en mi cuaderno; me resultan un regalo para la vista y un verdadero bálsamo para el espíritu; y son, además, tantos estos lugares que, si me parase en cada uno hacia el que mi vista vuela, no me alcanzaría la vida para conocerlos ni describirlos.
A poco de alejarse el viajero hacia el nordeste desde Olite, empieza el terreno a ondularse, la moto se alegra con algunas curvas y cambios de rasante, y da comienzo el muestrario de pueblos navarros y aragoneses por los que he tenido la suerte o el tino de pasar.
Ahí está San Martín de Unx, lugar de fuerte herencia románica, construido en piedra sobre la piedra, en lo alto de un otero y dominando una vistosa campiña; con sus tres iglesias, sus escudos y sus fierros castellanos. Lugar de buenos vinos.
Ahí está también Lerga, modesta aldea de la que poquísima gente habrá oído hablar aparte sus parroquianos, pero que puede rivalizar en atractivo con la mejor. Encantadora es su modesta iglesia, anchas y luminosas sus calles, recias sus casonas blasonadas y primorosa la plaza del ayuntamiento.
O Eslava, trepando por una colina y asomándose al sur.
Sangüesa es ya localidad más conocida, y con título de ciudad, por ende; municipio grande de la zona, bañado por el río Aragón y varias veces inundado por él. Ahí me detuve a tomar unas tapas y algún vino en uno de los muchos y atractivos bares que hay a lo largo de su animada calle Mayor, peatonal, así como en las calles aledañas, dentro del casco antiguo. Había ese día un mercadillo bajo los umbríos arcos del ayuntamiento que parecía un cuadro medieval.
Pero, con diferencia, el que me ha cautivado esta jornada ha sido uno de esos sitios que no vienen ni en los mapas: por una carretera de tercer orden, y aun así escondido y a trasmano, apenas sin señalizar, al tomar un desvío que pasaría desapercibido al conductor más atento, se encuentra un extraño lugar llamado Javier. En la ladera de un monte, frente a un delicioso valle arbolado, surge gallardo entre el verde del paisaje el castillo de Javier, llamado así porque fue la cuna de San Francisco Javier. En las proximidades, dos conventos, una basílica, un restaurante cerrado y un hotel. Eso es todo. Un conjunto llamativo y sorprendente, por lo bonito y perdido. Como una pequeña Arcadia divina, que lo mueve a uno preguntarse: ¿qué hace esto aquí? Quizá tenga su pequeño secreto… o quizá no, pero es mejor no saberlo porque así conservará en mi memoria el encanto de lo incógnito y remoto.
Al salir de aquel valle y volver a la “civilización” se desemboca a la altura de Yesa en la pintoresca carretera N-240, el llamado Eje pirenaico, que ahí empieza a bordear un embalse abundantísimo en preciosas vistas, de las que no tomé ni una foto porque me dediqué a juguetear con la moto en las curvas. Lo que sí hice fue apartarme por un camino y quitarme el pegajoso calor de ese día bochornoso dándome un baño en el agua del lago, que me dejó como nuevo.
En un entorno ya más terrenal y prosaico, entre tierras de cultivo y al borde de la carretera, se yergue imponente sobre una cresta rocosa, que ha resistido a millones de años de erosión, la localidad de Berdún. Estamos ya en Aragón, provincia de Huesca (suponiendo que Huesca sea Aragón, por lo que ya diré en su momento). Berdún es otro de esos pueblos que no tienen desperdicio, bonito desde abajo y desde arriba, de frente y de perfil, por dentro y por fuera: con sus restos de la muralla medieval, sus casas haciendo balcón sobre la llanura, sus calles estrechas comunicadas por cantones y pasadizos, o su pequeña plaza recogida y discreta. Tiene, además, una pequeña colección de casas escogidas distribuidas en una sencilla ruta muy fácil y agradecida.
Me demoré un buen rato descubriendo Berdún y haciendo fotos, y me habría quedado a dormir de no ser porque en la hospedería no quedaban habitaciones libres; así que hube de irme hasta Jaca, conduciendo entre dorados y esplendorosos campos de trigo, del que en alguna ocasión tengo dicho que no hay cereal más hermoso y noble.
Ya venía la tarde bochornosa y amenazando lluvia, y estaba yo entrando por la puerta del hotel donde me alojé en Jaca justo cuando descargaba la tormenta. Medio minuto más tarde y me calo. Después, cuando escampó, tuve ocasión de aprender lo bien que se tapea allí; un verdadero paraíso de los pinchos, y también del vino. Un final de jornada redondo. Regresé a la habitación del hotel bien satisfecho y, como diría mi madre, cantando baixiño.
Vaya con Javier, parece estar esperando a que alguien ruede en él una película medieval
Vaya con los navarros, diría yo. ¡Menudos sitios más de puta madre tienen por ahí escondidos!