Olderfjord, puerta de entrada al cabo Norte

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Porsanger es la más occidental de las grandes penínsulas de Finnmark y también la más conocida, ya que alberga el famoso Nordkapp o cabo Norte, que suele pasar por ser el lugar más septentrional de Europa, aunque la realidad es ligeramente distinta; primero porque Nordkapp no está, en estricto rigor, en el continente, sino en una isla al extremo de Porsanger llamada Mageroya, separada un kilómetro de la península por una estrecha lengua de mar; y además porque ni siquiera es el punto más septentrional de dicha isla, honor que le corresponde al cabo Knivskjellodden, una milla más al norte que el otro. ¿Por qué, entonces, recibió Nordkapp el nombre y la fama? Pues no sólo porque es un promontorio más alto e imponente que su vecino, sino porque quienes quiera que le pusieron nombre no disponían de instrumentos de medida tan precisos como en la actualidad, y entonces no era fácil determinar la latitud con precisión. Al fin y al cabo, una milla más o menos cerca del polo, que está a 2000 km de distancia, es una diferencia despreciable. Así que cabo Norte fue el que se llevó la carretera y el tinglado turístico, que incluye, quizá como nota más llamativa, un bar de hielo situado dentro de una cámara frigorífica, y donde vasos, mobiliario y otros elementos son de hielo.

O al menos eso es lo que me han contado quienes han llegado hasta allí. Por como yo ya estuve en faro Slettnes –que aún gana como punto continental más extremo– y como me desagradan las turistadas, decido obviar Nordkapp y, en su lugar, dirigirme hacia el suroeste ajustándome a la línea de costa en tanto la carretera me lo permita.

No llueve cuando me despierto por la mañana en la caseta del campamento Borselv, pero Rosaura está empapada porque ha estado lloviendo durante buena parte de la noche. Por suerte, las botas y toda mi ropa se han secado bien, y no tengo más que pasar un trapo por el asiento de la moto para empezar la etapa en condiciones; aunque el día, de momento, continúa nublado.

Lástima que no haya, desde Borselv, un ferry que salve las cinco millas escasas que separan ambos lados del fiordo Porsanger, pues ahorraría a los conductores el largo rodeo de casi cien quilómetros para bordearlo; pero se comprende, porque en zona tan despoblada resultaría antieconómico. Esta ruta 98 por la que vengo desde hace ya tres días no tiene apenas uso. Distinto caso es el de la E6, a la que me incorporo en Lakselv –al extremo sur del fiordo–, que casi monopoliza el tráfico de los cabonordistas. Por cierto que lo de circular por carreteras solitarias se me acaba ya: las etapas por las zonas más despobladas de este viaje, que empezaron hace una semana al desviarme en Inari por la 971, quedan atrás a partir de hoy.

Por otra parte, hoy también termino de cruzar el condado de Finnmark, la porción noruega del viejo territorio sami que se repartieron también con Suecia y Rusia (de la que Finlandia era parte). Se cree que los primeros pobladores de la zona se establecieron hace unos diez mil años. Mucho más tarde, a finales del s. IX, cuenta la historia que Ohthere de Hålogaland aseguraba vivir más al norte que todos los Hombres del Norte y que ningún otro hombre vive más al norte que yo. Y aunque originariamente fue el país de los sami, los norse (escandinavos) se establecieron también aquí hace siglos, principalmente en las zonas costeras, y durante muchas décadas han estado “norueguizando” a los sami para que abandonaran su religión y modo de vida, que eran vistos como inferiores. Sólo aquellos que habitaban las zonas más interiores preservaron su cultura casi hasta nuestros días, cuando el auge de las falaces políticas de “reconocimiento de la diversidad” ha invertido la tendencia y trata de rescatar –a menudo muy artificialmente– un modo de vida que, por desgracia, no tiene ya cabida alguna en el mundo global contemporáneo.

La E6 es una ruta que cruza Noruega de extremo a extremo a lo largo  de casi tres mil quilómetros, desde Gotheburg en el sur hasta Kirkennes en el nordeste, ya frontera con Rusia; y Olderfjord es el cruce donde arranca la E69 hacia cabo Norte, punto inicial de todo su tinglado turístico: hotel, camping, tienda de souvenirs y un par de restaurantes. En este cruce yo continúo hacia el suroeste, dirección Alta, pero me detengo cinco minutos para comprar la prestigiosa pegatina de Nordkapp 71º N que –considero– me he ganado con creces. Por cierto, un dato interesante para quien tenga pensado ir: ya han eliminado el peaje que durante algunos años había que pagar para atravesar el puente de la E69 entre el continente y la isla Mageroya.

pegatinaNordkapp

Mas quiere la mala suerte que justo durante esos cinco minutos cortan el paso hacia Alta porque se está celebrando la vuelta ciclista del Ártico y precisamente, mire usted, pasa por aquí dentro de un rato. Un policía me dice que no la abrirán hasta dentro de tres horas al menos, así que tal es el precio que voy a pagar por una pegatina que, contra mi parecer, el destino considera que no me correspondía. Al mal tiempo, en fin, buena cara, y me planteo la posibilidad de cambiar de quedarme a dormir aquí, porque ni loco voy a volver y dar un rodeo que me supondría doscientos y pico quilómetros más. Pero al contarle la historia a la recepcionista del hotel y pedirle una habitación, me dice que seguramente restituirán el tráfico en menos de dos horas; así que, después de todo, decido esperar. No deja, por cierto, de sorprenderme la poca codicia de los noruegos, que con frecuencia anteponen los intereses del turista a los suyos propios; o quizá es que el sueldo de los empleados no depende de las ventas; no lo sé; pero me da igual: lo importante es que ya varias veces me han ayudado a ahorrarme unos buenos cuartos.

Dispuesto, pues, a esperar el paso de los ciclistas, pido una cerveza, me siento a una mesa del restaurante y aprovecho para almorzar una sopa calentita. Apenas ha transcurrido poco más de una hora cuando llega el pelotón, visto y no visto: en menos que se persigna un cura loco, casi sin darme tiempo a salir con la cámara en la mano, ya han pasado hasta los rezagados. Pues nada, me subo a Rosaura, recién engalanada con la pegatina de Nordkapp donde no he estado, y continúo mi camino.

Cien quilómetros más al sudoeste, al otro lado de la península Porsanger, llego a Alta, que con sus 20.000 habitantes es la ciudad más poblada de Finnmark. Pero, comoquiera que no le encuentro un atractivo especial y que el hotel más barato sube de cien euros, decido continuar, confiando en que encontraré alguno de esos camping donde alquilan cabañas, tan populares aquí. Enseguida la suerte recompensa mi decisión: a diez minutos de la ciudad, por una carreterita a la izquierda, el hotel y club de golf Kvenvikmoen ofrece una buena habitación, con desayno incluído, a un precio asequible.

Aun así, es un lugar raro este Kvenvikmoen, o un estilo al que no estoy acostumbrado. Quizá los clientes están todos jugando al golf, pero se me antoja que el ambiente es frío, vacíos de gente el salón y el comedor, e incluso el recepcionista se ha marchado después de atenderme. ¿Y qué hay del horario de desayuno entre cinco y siete? Claramente no apto para sibaritas; más bien alguna extraña costumbre de cazadores. Vale que a mí lo que me hace falta es que la habitación esté limpia, sea tranquila, cómoda y tenga una buena ducha; y a nada de esto puedo objetar. Pero un clima y una decoración más acogedores no creo que le estorbasen a ningún cliente.

No es tarde aún y me toca cumplir con mi cuota de ejercicio diario. Me doy un paseo por una ruta de senderismo muy bonita que se adentra y serpentea por un bosquecillo de abedules hasta un pequeño lago llamado Sáhkkobánjárvi. Sus aguas son transparentes y límpidas como el cristal, y no las perturba ni la más leve onda; parecería un estanque de cuento de hadas si no fuese por los ecos, sofocados por la espesura, de los cartuchos deflagrados en un campo de tiro cercano.

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