Como auténtico ecologista que me considero desde la adolescencia -es decir, cuatro décadas antes de empezar a interesarme la política-, no creo que mucha gente pueda darme lecciones sobre qué significa amar la naturaleza y respetar el planeta. Salvo mi pecadillo venial de juventud, que consistió en haber llevado durante un tiempo una chapita de “anti-nuclear” (la recuerdo muy bien: un sonriente y resplandeciente sol colorado sobre fondo amarillo, con la leyenda “¿Nuclear? No, gracias”), y que espero me sea perdonado -pues por entonces era aún más ingenuo y no sabía que, aunque peligrosa, la energía nuclear es una de las más limpias que ha desarrollado nuestra civilización-, el resto de mi vida he adoptado los hábitos más respetuosos con el medio ambiente compatibles con un decente bienestar personal. Además, habiendo estudiado una buena cantidad de química, física, termodinámica y meteorología, creo que tengo una idea bastante aceptable sobre qué es lo que contamina más o menos y qué contribuye al balance energético de la atmósfera lo bastante como para provocar su calientamiento general.
Mucho antes de que el movimiento “verde” adquiriese la popularidad de la que goza hoy en día, yo había desarrollado mi conciencia ecológica de modo espontáneo, motivado por mi propio romanticismo, afición por la naturaleza y una preferencia por la vida rural. De hecho, en mi temprana juventud era tan naíf que, durante muchos años, abrigué la idea de convertirme en un Jeremías Johnson redivivo… ¡Pobre diablo! Pero esa es otra historia. Lo que vengo a decir ahora es que cuando la Agenda verde irrumpió en nuestra realidad sociopolítica yo olí enseguida el engaño y empecé a despreciar a los que, sin serlo, se denominaban ambientalistas. Y no es que piense que el lema principal de dicha agenda sea falso: por razones puramente técnicas (que no desarrollaré aquí), resulta que el calentamiento global es un hecho medido e indisputado entre los científicos libres; y además tengo el convencimiento de que, en su mayor parte, trae causa en la humanidad; pero esto no quita para que la Agenda verde sea un camelo. ¿Por qué? Porque no aborda el problema principal y porque entraña insalvables contradicciones. Para no hacer este artículo excesivamente largo, mencionaré sólo tres de las deficiencias por donde asoma el engaño.
1.- Producción. Para empezar, la Agenda verde nos acosa desde hace lustros con el mantra del “reciclaje”. ¿Y por qué digo “mantra”? Porque, como sabe cualquier conservacionista que se haya tomado un mínimo de interés, el reciclaje es el último de los Tres mandamientos del consumo ecológico, que por orden de importancia son:
- – Reducir el consumo
- – Reutilizar los bienes
- – Reciclar los residuos
Así, de esas tres medidas, reducir el consumo es, con diferencia, la más importante para una economía sostenible. No adquirir servicios ni bienes innecesarios (y prolongar en lo posible la vida y el uso de los que ya tenemos). Cuanto menos compremos, menos producirá el mercado, menos energía se gastará y menos basura se generará; y esto en la relación 1 a 1, que es la mayor que puede alcanzarse. Junto con la extracción de recursos naturales (materia en la que no entraré aquí), los billones de toneladas de residuos no degradables que esparcimos por nuestro maltratado planeta cada año se encuentran entre las primeras causas -si no son la primera- de contaminación del suelo y de las aguas. Sin embargo, la Agenda verde nunca ha considerado prioritaria esta práctica del ahorro y, de hecho, muy rara vez la mencionan. Y es que no conviene desincentivar el consumo porque, como usted sabrá, el consumo genera beneficios.
Reutilizar las cosas ocupa sólo un segundo lugar en los Mandamientos debido a que, por mucho que reutilicemos, siempre harán falta productos nuevos. Aun así, es una práctica muy “eco-eficaz” (y, en parte, se solapa con la anterior). Arreglar o remendar una prenda, por ejemplo, sólo requiere una aguja y un poco de hilo como materiales nuevos; por no hablar de comprar ropa de segunda mano: en las tiendas de ropa usada pueden encontrarse prendas en muy buen estado (a menudo aún con la etiqueta puesta) a un precio ridículo y con un impacto medioambiental virtualmente nulo (el que genera el primer lavado). Pero los arquitectos del Green new deal tampoco nos proponen casi nunca la reutilización porque, al igual que ocurre con el primer mandamiento, redunda directamente en un menor consumo y, por tanto, en menores beneficios.
Y en último lugar, a mucha distancia de los anteriores hábitos, está el reciclaje de residuos, que es sin duda alguna el menos eficaz de los tres para contener el deterioro de la naturaleza; hasta el punto de que, a veces, puede resultar incluso más contaminante que la producción de nuevos bienes. De hecho, ¡constituye una industria en sí mismo!: se requieren plantas de reciclaje con su maquinaria, sus insumos de energía, combustible, electricidad, piezas, sus almacenes, puntos limpios, contenedores, mano de obra, productos químicos, transporte, legislación, inspecciones… todo un aparato industrial, además de social y administrativo. A menudo me pregunto, por ejemplo, si el papel reciclado no tendrá mayor huella medioambiental que el nuevo, pues de otro modo no se explica que sea más caro (a no ser que la industria del papel esté aprovechándose de nuestro “entusiasmo verde” para colocarnos, a mayor precio, lo que a ellos les cuesta menos). Nunca he estudiado el impacto ecológico del reciclaje, pero estimo que, dependiendo del producto, puede ser igual o incluso mayor que el de comprar uno nuevo. Y, sin embargo, pese a ser una práctica mucho menos eficiente que las otras dos, es casi la única que los predicadores de la cosa verde nos proponen, si es que no nos imponen. Y vaya una casualidad: el reciclaje genera beneficios.
2.- Emisiones de CO2. Después tenemos ese otro mantra del CO2, en torno al cual las contradicciones se apilan todavía más.
De cara a -supuestamente- reducir nuestras emisiones de CO2, la Agenda verde no escatima esfuerzos en imponernos la producción de energía “limpia” y, con ella, alterar de modo considerable -cuando no traumático- nuestros hábitos de vida; y sin embargo, mire usted por dónde, los apóstoles de lo verde, políticos, gobernantes y “empresaurios”, en lugar de usar los medios de transporte menos contaminantes posible que pregonan para el resto de nosotros, siempre viajan en jets privados (o, peor aún, pagados por el contribuyente), ¡incluso cuando acuden a sus “cumbres climáticas” con toda la cohorte de asesores! No sólo no predican con el ejemplo (que es lo que harían si creyesen en su propio evangelio), sino que además -y sobre todo- es muy discutible que el deterioro del planeta que produce esa supuesta energía limpia sea menor que el causado por los hidrocarburos. Todavía no he visto ni un sólo estudio serio que demuestre tal afirmación, y estaría encantado si mis lectores me ayudasen a encontrarlo.
Para empezar, las energías solar y eólica (que, salvo la nuclear, son las únicas alternativas dignas de tenerse en cuenta dada la técnica actual) precisan de placas y generadores cuya producción es, a su vez, lesiva para el medio ambiente y cuya eliminación -al final de su vida útil- es también contaminante y muy problemática. ¿Dónde acaba muriendo toda esa chatarra? Eso por no mencionar los millones de aves y murciélagos que matan las aspas de los aerogeneradores surcando el aire, o el deplorable deterioro paisajístico que éstos y las granjas solares ocasionan. No tengo nada claro que, en el plano ecológico, las ventajas de ambas fuentes de energía compensen los perjuicios. Pero ya ve usted: fabricar “molinos de viento” y placas genera beneficios.
Otro tanto ocurre con los tan elogiados coches eléctricos: al colocar desorbitados impuestos sobre los combustibles fósiles (y, con el tiempo, prohibirlos) para acelerar la renovación del parque automovilístico, nos obligan a comprarnos un coche nuevo quizá mucho antes de que el que tenemos alcance el final de su vida útil; lo cual conlleva un excedente de automóviles en el planeta, que a su vez se traduce en un incremento innecesario de la polución, ya que tanto producir los nuevos como “reciclar” los antiguos (¡aún útiles! Recuerde el primer mandamiento del consumo ecológico) son actividades muy contaminantes. Amén de que, dada su escasa autonomía y el tiempo que se tarda en “repostar” las baterías, no sirven para viajar, de manera que sólo los bolsillos pudientes se comprarán un coche eléctrico, y únicamente como segundo vehículo; así que donde antes había uno, ahora habrá dos. Otro lastre innecesario más para el medio ambiente. Y ya que he mencionado las baterías, está el problema aún no resuelto de su fabricación y eliminación o reciclaje, pues ambos procesos también contaminan mucho.
Pero, aun así, lo más insultante del cuento del coche “ecológico” es que, para propulsarlo, se requiere una electricidad que hay que generar de algún modo en alguna parte; y hasta que no seamos capaces de producirla por medios realmente limpios, ¡tenemos que quemar combustibles fósiles de todos modos! Dado que el lobby verde tampoco quiere energía nuclear, hoy por hoy el coche eléctrico sólo sirve para trasladar el lugar de polución desde las ciudades a las centrales térmicas; pero al final todo va a la atmósfera y contribuye de igual modo al calentamiento global. Así que es una falsedad perversa presentarnos el automóvil eléctrico como “respetuoso con el medio ambiente”. ¿Pero sabe usted qué? Que fabricar coches genera beneficios.
3.- Rutas comerciales. Las dos últimas contradicciones que voy a exponer se han puesto de manifiesto tras las sanciones económicas impuestas al régimen de Vladimir Putin con la excusa de la guerra en el Donbass.
Rusia proveía al occidente colectivo (principalmente a Europa, pero también a otros países) de una buena parte del gas natural (el hidrocarburo más limpio que existe) y las materias primas (sobre todo grano, minerales, fertilizantes y tierras raras) que necesitamos. Para compensar la pérdida de este proveedor, los ingenieros del Green new deal (los mismos, por cierto, que promovieron y prolongan esa guerra) nos vienen ahora con la más desvergonzada e insolente de las inconsistencias: “¡Quememos carbón para joder a Putin!” El carbón es la fuente de energía más sucia que hay; pero, al parecer, el que se quema para “apoyar” al régimen de Zelenski no emite CO2, azufre ni cenizas. ¿Qué tal si renombramos al programa como “Black new deal”?
Pero aún hay más: todas las materias que el bloque occidental, hasta ahora, importaba de Rusia y que eran transportadas a un coste medioambiental relativamente bajo (ya que venía o bien por tierra o bien por rutas marítimas razonablemente cortas) deben ahora transportarse en avión o en barco desde lugares del planeta mucho más alejados, aumentando así enormemente la polución. Habiendo trabajado de maquinista naval durante un año puedo afirmar de primera mano que un buque mercante es uno de los monstruos más contaminantes que ha creado el hombre: no sólo están propulsados por los combustibles más infames que salen de las entrañas de la tierra (a menudo puro alquitrán, cuando no carbón), sino que constantamente achican al mar sus asquerosas e inmundas sentinas, dejando un rastro nauseabundo de aceites y productos químicos de todo tipo. ¿Cuán ecológico y sostenible es duplicar o triplicar la distancia media de transporte de todos esos millones de toneladas de materias primas? Además, hay que construir nuevos barcos, otra actividad que poluciona y esquilma los recursos naturales. ¡Y los Señores de la guerra verde se han propuesto mantener estas nuevas e ineficientes rutas comerciales hasta que consigan, como planean, partir Rusia en quince micro estados! Que Dios nos asista.
Eso por no mencionar la guerra en sí, que no es despreciable fuente de polución: camiones, tanques, reactores y tropas que van de un lado a otro, explosiones, edificios, vehículos y depósitos de combustible en llamas, fabricación de nuevo armamento… todo muy sostenible, resiliente y seguro que también con perspectiva de género. Pero usted ya lo ha adivinado, ¿verdad?: la guerra genera beneficios… amén de coadyuvar a los verdaderos, diabólicos designios de otra agenda que nada tienen que ver con “salvar al planeta”.
Como último, y a modo de propina para el lector, voy a mencionar (sin extenderme) la tecnología de generación de energía más limpia y segura que se ha concebido hasta ahora: el reactor nuclear de sal fundida (MSRN), que usa torio (un elemento barato y ubicuo) como combustible. Este tipo de reactor fue desarrollado en Oak Ridge (¿recuerda?: el laboratorio de Los Álamos donde el amigo Openheimer desarrolló su juguete letal con el Proyecto Manhattan) durante la SGM más o menos al mismo tiempo que el reactor nuclear convencional de agua a presión, pero se abandonó porque no era útil para desarrollar la bomba atómica, ya que el torio no genera residuos radioactivos. Posteriormente el MSRN no se retomó, entre otras razones, porque habría proporcionado a la humanidad la fuente de energía más económica y accesible que nuestra civilización pueda imaginar; y los muchacos de la Agenda verde nunca nos hablan de él porque, como ya no necesito decirle, la energía barata no genera beneficios. (Por cierto: al parecer, China lleva ya varios años invirtiendo una buena cantidad de I+D en ese campo y tengo la esperanza de que algún día logren diseñar un MSRN totalmente operativo. Esa, y no otra, será la única revolución energética del siglo 21… Pero esto también es otra historia.)
Creo que el patrón ha quedado suficientemente claro: beneficios, beneficios y beneficios. Esta omnipresente conexión entre las pricipales “medidas para un desarrollo sostenible” y el BENEFICIO corporativo me lleva inevitablemente a concluir que la Agenda verde es un engaño colosal, y que sus propios creadores son los primeros que no se la tragan. Pero mientra usted, consumidor y votante, se la crea, todo marchará sobre ruedas para ellos.