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Me costó un gran esfuerzo terminar de abrir los ojos: desde hacía un buen rato los párpados me pesaban como si fueran de plomo; y en la lucha contra el profundo sopor en que me hallaba iba intentando discernir y comprender mi realidad inmediata, recomponiéndola -igual que un puzzle- con las piezas del presente que, una a una, iban llegando a mi consciencia -no directamente, sino como por osmosis- a través de los sentidos, y con aquellas otras que -como relámpagos que iluminan la noche- lograba rescatar del otro lado de la memoria: antes de coger el autobús donde me había quedado dormido.
Supe que viajaba a través de la ciudad. En el asiento notaba el ronroneo del motor, que acentuaba mi modorra; percibía también los cambios de marcha, las paradas y los acelerones, las curvas, e incluso me parecía escuchar, como desde muy lejos, las voces de otros pasajeros. Durante un fugaz segundo que logré apenas despegar los párpados, vi el piso pardo y poco iluminado del ómnibus. Era uno de esos metropolitanos dobles, articulados, y yo iba junto al acordeón de goma negra que permite el giro.
No sabía a ciencia cierta desde cuándo, pero tenía la sensación de llevar ya muy largo rato viajando; no podía faltar mucho para el final del recorrido. Pero ¿cómo había llegado hasta allí? En pugna con la pesada somnolencia en que me hallaba inmerso, como si estuviera bajo el efecto de un potente somnífero al que iba ganando terreno con trabajosa lentitud, fui recordando que había escapado precipitadamente, empujado por un repentino desasosiego, de un piso donde se celebraba algo, quizá un cumpleaños; pero la memoria, entremezclada aún con el sueño, se negaba a proporcionarme más detalles, por el momento. Sí, había habido francachela en aquella casa, voces, comida y bebida; pero a mí me entró de pronto la angustia y sentí la necesidad imperiosa de huir… Fue entonces cuando salí del piso y, guiado por el instinto, alguna corazonada o quizá tan sólo las prisas, cogí este autobús con la idea, tan vaga como -ahora lo comprendía- infundada, de que tenía forzosamente que llevarme a casa. Mas ahora, pese al tardo razonamiento a que me limitaba esta especie de letargo en que había caído, me daba cuenta de que fue un impulso equivocado: aunque es difícil calcular el tiempo cuando se duerme, llevaba -pensé- quizá ya una hora de trayecto y era más que probable que me encontrase en algún extremo de la ciudad, tan alejado de mi destino como al principio.
He pensado: “la ciudad” Sí, pero… ¿qué ciudad? He sido viajero durante tantos años que con frecuencia, al inicio del despertar mañanero o tras alguna pesada siesta, me cuesta trabajo saber dónde me hallo, en qué ciudad o país. Y eso mismo estaba ocurriéndome entonces, mientras pugnaba por despertar del todo. De nuevo pude entreabrir un momento los ojos, venciendo el plúmbeo peso de los párpados, y aproveché para tantear alrededor en busca de mis pertenencias; aún no sabía cuáles, pero sí que llevaba algo conmigo. Durante un breve instante de alarma pensé no hallarlas, al notar vacío el asiento vecino; ¿acaso algún pasajero había aprovechado que estaba dormido para sustraérmelas? Pero enseguida me alivió sentir al tacto un macutillo; sí, ahí estaba. Vale. Pero la ciudad… aún no podía recordarla, de entre las muchas en las que he vivido. Intenté deducirlo a base de lógica: esos asientos de madera, ese autobús articulado y renqueante, esas ventanillas oscurecidas por la mugre de años… Debía de estar en Polonia, o quizás en Ucrania…
Y así mi consciencia, durante un buen rato, fue debatiéndose para intentar moverse a través del fluido extraordinariamente viscoso del sueño. ¿Quizá -me pregunté un momento- me habían puesto algún narcótico en la bebida? Mas en seguida deseché la idea: ¿quién haría eso, y para qué? Era absurdo. Pero, entonces, ¿de dónde me había caído aquella soñarrera? No podía recordarlo, así que seguí librando asaltos contra ella hasta que, tras un agónico y postrero esfuerzo de la voluntad, logré sacudirme ese pegajoso abrazo de Morfeo; ¡por fin! Me sentí libre. Abrí los ojos y miré a mi alrededor: ya no quedaba nadie en el autobús salvo el conductor y yo; era el último pasajero, así que -deduje- debíamos estar llegando al final de la ruta, fuera este cual fuere: casi con seguridad, a juzgar por lo largo del viaje, en el extrarradio. En cualquier caso, y en tanto no me recobrase de aquella extraña resaca, si ni siquera sabía qué ciudad era esa, ¿cómo podía pensar en hallar el modo de irme a casa? Tenía que bajar del autobús, tomar el aire, acabar de despejarme…
Con notable torpeza recogí, uno a uno, los tres objetos que traía conmigo: una cajita de cartón con un disco duro de segunda mano, una pequeña bolsa transparente, sin asas, que contenía ocho o diez tappon de corcho, y mi macutillo negro. El disco duro y la mochila no planteaban ningún desafío a mi razón; pero, en cuanto a la bolsa con los corchos se refiere, aquello ya era otro cantarrr: esa pertenencia introducía en la escena un elemento surrealista que me llenó de perplejidad: sabía, sí, que eran míos, pero no recordaba en absoluto de dónde habían salido ni para qué los llevaba. Los miré primero un poco atónito y, luego, con una sonrisa de resignación, seguro de que el misterio se resolvería por sí solo en cuanto lograse recobrar por completo mi lucidez.
Me levanté del asiento y, sujetándome a las barras para no caer, porque en ese momento el conductor giraba hacia una bocacalle, me dirigí hasta la puerta delantera para a descender en la próxima parada. Hacía sol y, tras los vidrios sucios, se veía un pequeño parquecito con árboles. Y entonces sin esperarlo, según me preguntaba cómo haría para regresar a casa, en un repentino destello de clarividencia, como quien experimenta una revelación, tuve la certeza de que desde allí sería imposible regresar; y de que, aparte, jamás lo lograría en un transporte convencional; era una imposibilidad física a la vez que metafísica. Y acto seguido supe, con la sorpresa de quien, frente a una puerta de aspecto impenetrable, halla que cede a la mera presión del brazo porque no tiene el cerrojo echado, supe que no me separaba de mi casa más que una suerte de… ¿cómo describirlo..? una suerte de membrana imaginaria… Comprendí que yo era como una bacteria en el interior de una gota de agua aislada y que, para lograr salir de ella, me bastaba con… dar un paso mental para emerger, con inusitada facilidad, desde la dimensión onírica en que todo aquello había sucedido al verdadero mundo real de mi dormitorio.
¿Real? Bueno, quizá sólo un orden de magnitud inferior en una secuencia infinita de universos más allá de cuyas fronteras la palabra realidad pierde todo significado y, con ella, también nuestra existencia misma.
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