Aproximación entrópica al amor

Suponiendo que existe el amor…

Claro que, ¿y si no existe?, dirá alguien. Pues ha de existir: lo necesitamos para nuestra tesis; sin él no podemos avanzar y habrá que abandonar en este momento el proyecto de exponerla, el cual constituye, precisamente, mi único objetivo ahora, al que no quiero renunciar. Y puesto que una eventual inexistencia del amor, siquiera sea considerada sólo como posibilidad, arruinaría mi exposición, la existencia de cuyo objeto ha de ser indubitada antes de hacer cualesquiera consideraciones sobre él, procederé previamente a garantizar tal circunstancia. ¿Cómo? Pues haciendo trampas. Seamos tramposos; construyamos una definición del amor que se adapte a nuestras necesidades del momento y trabajemos después sobre ella, ciertos ya de su realidad, al modo como se hace en matemáticas: definición, proposición, teorema. Lo que se dice ir sobre seguro.

Y estoy hablando, por supuesto, del amor sexual. Absténganse beatos.

No obstante, tampoco somos exigentes, ¿no es cierto? Nuestras necesidades no nos imponen un concepto especialmente restringido del amor, ni de una rigidez excesiva. Al contrario, más bien me inclinaré por algo abierto, poco concreto. Y aunque antes de meter la pata consulto los diccionarios, veo que éstos no van, con sus definiciones asépticas, a suponer ningún obstáculo a mi propósito. No pretendemos enmendarles la plana a académicos y eruditos, pero que nos perdonen la opinión de que sus definiciones adolecen de falta de pasión y lirismo. Me siento, pues, enteramente libre para ofrecer la nuestra.

Así, nos conviene, para el fin que albergamos, considerar al amor, antes que un sentimiento, como un estado del espíritu, de la conciencia o del ánimo en virtud del cual hacemos depender nuestra felicidad, valga decir nuestro bienestar emocional (para no pisar el movedizo terreno sobre el que aquélla se asienta), de las atenciones que nos presten las personas amadas, del grado de importancia que ocupemos en sus vidas, de los cuidados que nos otorguen, de la consideración en que nos tengan, de las caricias que nos propinen, del sexo que nos proporcionen, del apoyo que nos ofrezcan, de la comprensión que nos muestren y, en general, de cualquier manifestación sincera que revele, por parte de estas personas, su disponibilidad o dedicación hacia nosotros. Y obsérvese que digo que para que haya amor es necesario que nuestra felicidad dependa de tales cosas, no que las tengamos. Así, sabernos amados por María, conocer que somos su razón de vivir y que suspira por nosotros, no es en absoluto suficiente para que nosotros la amemos. Ni que decir tiene que, en la medida en que amamos, y como necesaria retribución, a su vez nos vemos obligados a mostrar semejante disponibilidad, simultánea o no, para con las partes contrarias, si bien es costumbre que procuremos siempre, como en cualquier otra transacción, salir ganando en el intercambio o, dicho en términos energéticos -que para alguien serán comerciales-, que el amor anhelado nos dé el mejor rendimiento posible.

A partir de la definición expuesta se pueden hacer, de forma inmediata, tres proposiciones. La primera, que el amor no es unidireccional ni exclusivo (para decirlo en términos matemáticos, no es una aplicación): podemos amar a, y ser amados por, varias personas a la vez, si bien por razones genéticas y de supervivencia lo habitual es que nuestro amor se dirija únicamente a una, o como mucho a dos personas, casi nunca con igual intensidad. La segunda, que el amor no es, salvo desviadas aberraciones, altruista ni desinteresado: va siempre encaminado a nuestro propio bienestar. Amamos en la medida en que pretendemos primero ganar, y después conservar, una serie de prestaciones y servicios por parte de la persona amada. En el peor de los casos, amamos por el puro placer o martirio de sentirnos enamorados, de encauzar nuestra energía, de enfocar nuestro pathos. Y la tercera, que en realidad es un corolario de la segunda, es que el amor se merca por amor; es decir, es una correspondencia que tiende a, o deriva de, la simetría en el intercambio del elenco de prestaciones que comúnmente se admiten como de “curso legal” en amor. Elenco que, aunque variado, es en realidad bastante limitado, no obstante lo cual permite cierta flexibilidad en el canje, de manera que, en una pareja, uno de los contratantes puede aportar más tolerancia que humor, por ejemplo, mientras que el otro a lo mejor proporciona más sensualidad que sosiego emocional.

Conste que no estoy diciendo que el amor se compre con dinero ni con otros bienes. No es tan materialista nuestra concepción de aquél. Antes al contrario, la consideramos todo lo idealista que la dura ley de la vida permite. El enamorado puede, sí, ofrecer dinero, patrimonio o poder a la persona amada, pero eso no compra su amor sino, quizá, tan sólo sus favores, eso que hemos dado en llamar “prestaciones”. Entendemos que el amor es algo más espiritual, aunque en última instancia se manifieste en cosas prácticas y terrenales. Conviene, además, dejar clara una cosa: aunque el amor se traduzca, al final, en un intercambio, no puede procederse a la inversa y deducir, a la vista de éste, que exista aquél detrás como causa. De hecho, la mayoría de las parejas existen sin un amor que subyazga, aunque al principio probablemente lo hubiera.

Si juzgamos sabiamente comprenderemos que, a pesar de lo “desalmada” que puede parecer nuestra definición, son minoría las relaciones cuyo fundamento pueda reclamar ajustarse a ella. Se siente el amor más intensamente cuando no es correspondido (bien porque haya dejado de serlo, bien porque se espere que lo sea), y, cuando lo es, puede mantenerse ese estado anímico una temporada más o menos larga, pero es difícil que, con el tiempo, no dé paso a otra cosa tan diferente como es el cariño. Para nosotros es, pues, el amor casi un sin vivir, y el estado más habitual de quienes lo sienten es una conmistura de frustración, de anhelo y de esperanza. Cuanto más equilibradas están las fuerzas, cuanto más equivalentes y similares los servicios que se canjean, más probabilidades de que el amor sea duradero. Lo que, dicho sea de paso, no pretendemos se tome por un ideal.

Pero esto ya no nos interesa; se sale de nuestro objeto de estudio. Con la definición ofrecida del amor puedo seguir adelante en la exposición -comenzarla debería decir- con la seguridad de que nadie podrá venir a desmontar nuestro tinglado llamándonos incautos y aduciendo que no hay altruismo ni desinterés en lugar alguno de la naturaleza.

De modo que recomienzo: Suponiendo que existe el amor, opinamos que puede compararse con un río cuyo caudal contemplamos, y sentimos, subidos a una barca amarrada a la orilla. (Echo mano del símil fluvial por considerarlo alegoría universal de fácil comprensión, pero cualquier tipo de caudal que discurra por un cauce en régimen laminar satisfaría igualmente la metáfora.) Del mismo modo que, mientras damos amarra, podemos observar al agua que fluye cauce abajo, y sentimos incluso el empuje de su fuerza sin que, gracias a la cuerda que nos asegura a tierra firme, perdamos el dominio de nuestra posición ni la libertad de movimientos, así, también gracias a un acto de la voluntad, solemos ver pasar por nuestra vida a las personas susceptibles de ser amadas sin de ellas enamorarnos. Pero, al igual que si soltamos nuestra amarra nos vemos enseguida arrastrados por la corriente que nos rodea, empujándonos con ella hacia abajo con tanta más fuerza y a tanta más velocidad cuanto más cerca del centro del río nos situamos, de modo que si a unos pocos metros de la ribera todavía podríamos, con no demasiado esfuerzo del remo, acercarnos a ella y volver a la seguridad de la orilla, cuanto más nos alejemos de ella más a merced del agua nos encontraremos y más trabajo nos costará el regreso, de igual forma si al paso de alguien a quien amar aflojamos, por la causa que sea, la amarra de nuestra voluntad y nos dejamos llevar por el amor, nos encontraremos perdidos y atrapados en él, tanto más cuanto más fuerte sea su corriente o más impulso hayamos tomado desde la orilla, de modo que nos supondrá un gran esfuerzo y mucho sufrimiento volver, cuando queramos hacerlo, a la seguridad y tranquilidad que en un principio no nos costaba apenas nada mantener.

Nuestra teoría presume, por tanto, en contra de otras opiniones, que enamorarse es un acto volitivo. Creemos que el amor no es una fatalidad que llegue impulsada por los vientos del destino y sobre la que no tengamos control alguno, sino que convive junto a nosotros siempre de forma latente, como un flujo que nos envuelve tal que una corriente de aire, y del que nos dejamos llevar cuando así lo queremos. Más que enamorarnos, nos dejamos enamorar, lo toleramos, nos permitimos o concedemos impulsarnos al caudal del amor para que nos lleve. Y se trata de una corriente fuerte e impetuosa: en cuanto nos separamos un poco de la seguridad de tierra firme, ya estamos bajando vertiginosamente a su merced.

Pero no se debe confundir voluntario con consciente: podemos navegar en el amor sin ser conscientes de tal voluntad, igual que podemos sonarnos la nariz sin darnos cuenta de que así lo hemos querido (o sea que no es un acto reflejo o incontrolable, como lo son el respirar o el latir de nuestro corazón, ni tampoco una necesidad insalvable). Por supuesto que cuanto más conscientes seamos de este proceso, en mejores condiciones estaremos de manejarlo a voluntad, pero una vez en manos del amor, tan perdidos estamos en un caso como en otro.

De este modo, cada vez que nos encontramos con una persona “amadera” (o sea, susceptible de ser amada) nos hacemos, consciente o inconscientemente, la siguiente pregunta: ¿me enamoro, o no, de esta persona? Vale decir: ¿deshago el nudo que me mantiene pegado a la orilla; aflojo mi asidero, o permanezco con mi mente y mi corazón serenos, en equilibrio estable? Claro está que la inmensa mayoría de las veces optamos por la inactividad, por permanecer como estábamos, ya que no somos tan locos de precipitarnos a un amor del que sepamos que no vamos a obtener nada. Y es que la mayor parte de los amores están llamados al fracaso: prohibido entre hermanos, entre padres e hijos, entre personas ya comprometidas (la famosa mujer del prójimo); desgraciado entre los de muy diferente condición social o riqueza; impensable hacia quien nos desdeña o desprecia; trágico entre enemigos; insostenible entre quienes viven lejos o apenas tienen ocasión de tratarse; inaceptado entre distintas razas o religiones; incompatible entre diferentes caracteres. Hay mil razones por las que renunciar a enamorarse como hay mil formas de hacer mal las cosas y sólo una de hacerlas bien. Como decía Tolstoi, todas las familias felices se asemejan, pero las infortunadas lo son cada una por un aspecto particular. Y tómese esto como un símil ilustrativo, jamás como una aproximación a la teoría de la media naranja, de la que estamos tan alejados como se pueda.

Cruzado, pues, que nos hemos con una tal persona, la decisión de enamorarse o no es ya asunto de cada cual. Quién lo hará por mitigar su soledad, quién por necesidad de sexo, quién por querer fundar una familia, quién por alimentar su vanidad, quién por hallar estabilidad, quién por aburrimiento, quién por avidez de afecto… La mayoría, seguramente, un poco por cada cosa. En cualquier caso, las razones que se tengan para querer o rechazar enamorarse se alejan del objeto de esta tesis, el cual no es otro que responder a la pregunta siguiente: ¿Por qué es tan fácil enamorarse, una vez que lo hemos decidido -siquiera haya sido a la ligera o por aburrimiento-, y tan difícil desenamorarse, por muy fuertemente que se desee?

Creemos que la causa hay que buscarla en la entropía y el denominado Segundo Principio de la Termodinámica. Permítaseme hacer una breve explicación.

En cualquier proceso térmico, la entropía de un sistema (que es una función directa de su probabilidad de estado, o sea el número de formas microscópicas diferentes en que dicho sistema puede manifestarse) mide, de alguna forma, su energía no aprovechable. Es clásico el ejemplo, para ilustrar la entropía, del pozo que es más profundo que la longitud de la soga que tenemos atada al cubo: aunque el agua esté ahí, hay una cantidad de ella que no podremos sacar porque la soga no nos alcanza. Eso sería la entropía. Pues bien, según la segunda ley de la termodinámica, la entropía total de cualquier sistema aislado tiende siempre a aumentar. Es posible disminuirla, pero sólo a costa de un trabajo exterior que requiere, siempre, más energía de la que luego podremos extraer del sistema al que la aplicamos. La entropía total del universo va en aumento.

Quizá estos conceptos se comprendan mejor si decimos que la entropía es una medida del desorden, del caos. Vemos constantemente cómo el polvo y la suciedad se acumulan en los muebles y el suelo, cómo las tejas del tejado se caen y se rompen en pedazos, cómo la ropa se amontona y arruga sobre las sillas o sobre la cama; pero jamás observaremos que esa camisa que hay sobre el cobertor se pliegue espontáneamente, ni que mil pedazos de barro se junten sobre el suelo para formar una teja en perfectas condiciones y luego ésta dé un brinquito para subir al tejado y colocarse en el hueco donde hacía falta, ni veremos nunca que el polvo del ropero se organice y dirija hacia la rendija de la ventana, por donde entró. No porque sea físicamente imposible, sino porque es prácticamente improbable. Para que ocurra cualquiera de estas cosas, necesitamos aplicar un trabajo, puesto que todos los procesos espontáneos que tienen lugar en la naturaleza son irreversibles y suceden únicamente en el sentido de aumentar el desorden y, por tanto, la entropía. Los estados ordenados de los sistemas necesitan, para obtener dicho orden, un consumo energético mayor que el que luego podemos obtener de ellos. Un árbol, por ejemplo, ha obtenido del sol, el aire y el suelo más energía de la que luego podremos obtener quemando su madera. Las olas del mar le han robado al viento más energía que el trabajo que de ellas puede obtenerse. Y así sucede con todo.

Volviendo a nuestra tesis, el lector avisado ya verá venir el final: así como en el símil fluvial la barca amarrada supone un estado más ordenado de las cosas que cuando se halla en mitad de la corriente, de manera que para pasar del primero al segundo apenas se requiere un empujoncito mientras que para el proceso inverso tendremos que aplicar toda nuestra fuerza a los remos, así también cuando nos mantenemos expectantes frente al amor que pasa, disfrutamos de un estado mental ordenado y seguro: con un mínimo esfuerzo, el de resistirnos al amor, nuestra tranquilidad emocional se mantiene bajo control y tenemos el espíritu sosegado, las ideas en orden; pero en el momento en que nos dejamos caer, con plena conciencia de lo que hacemos o porque hemos relajado la vigilancia, y nos incorporamos al torbellino del amor, entonces nuestra mente se sume en un caos del que ya no podremos salir sino a costa de ímprobos esfuerzos, a veces con graves pérdidas y hasta, en alguna ocasión, dejándonos la piel en el intento.

Así, pues, creemos que la probabilidad de estado de un cerebro enamorado es mayor que cuando no lo está; se trata de un sistema con más alternativas microscópicas, con más desorden en las ideas, en los sentimientos, en las sensaciones, con la voluntad menos coordinada y el pensamiento más caótico. En resumen, quien se enamora aumenta la entropía de su espíritu, y este proceso se consigue sin trabajo por ser irreversible (en el sentido termodinámico). Para desenamorarse, sin embargo, hay que volver a estibar el contenido del cerebro, tomar de nuevo el mando sobre las ideas, hacer una colada y una limpieza mentales, arranchar los sentimientos, recuperar nuestro extraviado albedrío… Este proceso, entonces, necesita mucho trabajo porque con él disminuimos nuestra entropía.

Cuando, a la luz de estas ideas, considero lo frágil que es la mente humana, lo estrecha que es la frontera de su desequilibrio, me parece milagroso que no haya más enajenados.

Acerca de The Freelander

Viajero, escritor converso, soñador, ermitaño y romántico.
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