26 de junio. Diego de Almagro.
Miro por la ventana del restaurante cómo la brisa mece las hojas de las plantas que, colgadas del pórtico en tiestos, sombrean la terraza, y más allá mueve también el ralo foliaje de los macilentos arbolillos que ornan el polvoroso bulevar al otro lado de la calle, transitada por algunos vehículos que circulan despacio, como si no fueran en realidad a parte alguna. Quizá tengan las gentes de aquí su propio Yukon time, esa noción del tiempo a la que no afectan las premuras o urgencias de la vida moderna. El sol del mediodía, en un cielo sin asomo de nubes, proyecta las sombras un semirrecto hacia el sur. Sobre mi mesa, una jarra de Austral Calafate fesca y amarga como es debido: con esta temperatura y sequedad no me apetece otra bebida. El equipo de sonido del local emite –a poco volumen, gracias a Dios– no sé qué música pachanguera con deje sudaca.
Estoy en Diego de Almagro, Atacama, a donde he llegado esta mañana –gracias a un golpe de suerte– procedente de Copiapó. Y digo que ha sido suerte porque compré ayer el billete online y, al presentarme hoy en la terminal de buses, resultó que me había equivocado de fecha y lo había cogido para mañana. Menos mal que quedaban varios asientos libres y pude comprarle otro pasaje directamente al conductor. Era un asiento más caro, pero me salió a menor precio; y es que –como no sé si he dicho ya– aquí en Chile, en los autobuses de larga distancia, si no tienes billete y hay plazas libres para el trayecto, los conductores te lo venden más barato que en taquilla o por internet, y se reparten el dinero. Una costumbre, al parecer, muy generalizada en este país y con la que todos ganan salvo la empresa; pero es por la propia inflexibilidad de sus sistemas de venta, que no permiten comprar un pasaje en el último minuto. En cualquier caso, este uso es para el paisano medio una forma económica de viajar de un lado a otro, siempre y cuando esté dispuesto a asumir la eventualidad de que no haya plazas para el trayecto y horario que necesita.
Pese a venir con sueño y tener un asiento de salón cama (butaca reclinable en ángulo llano) no pude dormir, pues mi vecino se empeñó en pegar la hebra conmigo; pero en el fondo me alegré, ya que el hombre, trabajador en una empresa minera, me contó cosas interesantes sobre la zona. Por ejemplo que toda esta región, rica en oro y cobre, vive de la minería. Según me dijo, en los últimos años (debido, supongo yo, a las demandas que el engañoso fomento del coche eléctrico ha multiplicado) ha habido un enorme auge de dicha actividad, lo cual se traduce en un crecimiento acelerado de la población temporaria (en su mayoría mano de obra cualificada extranjera) por todas estas regiones y también, cómo no, en un aumento exorbitado de los precios. Aparte de esto, me describió Diego de Almagro como una típica localidad minera, con unos 15.000 habitantes según los datos, si bien en el pueblo mismo quizá no viviera ni la mitad de esa gente, el resto esparcida por otros asentamientos de la zona, como por ejemplo El Salvador, una comunidad a sesenta quilómetros de aquí en dirección a la cordillera, fundada en 1960 para dar servicio a la minería y en la cual trabajaba él (mi vecino de asiento), empadronado sin embargo en este pueblo.
En medio de un inclemente páramo de arena y piedras, Almagro (como para abreviar lo llaman los chilenos) tiene poco más de una milla de diámetro, y su densidad urbanística es muy baja, pues entre sus anchas calles –con edificaciones de una planta– se intercalan varios parques, plazas, solares y descampados, instalaciones de minería y hasta una infraestructura ferroviaria abandonada. Más allá de sus vagos límites, el desierto parece querer ponerle sitio al pueblo por sus cuatro costados.
Puro y hermoso desierto, austero y sublime (si bien fecundo en codiciados minerales), son también las veinticinco leguas del trayecto desde Copiapó hasta aquí, por una carretera que discurre en sus cuatro quintas partes a lo largo de un valle casi totalmente plano faldeado por sendas sierras, más baja la de poniente, más escarpada la de oriente, que asciende buscando los Andes. Y a ambas manos de dicha carretera la supina e irremediable codicia humana ha destrozado, con la disculpa de proteger al planeta gracias al coche eléctrico, la bella armonía del planeta que venía permaneciendo inmutable desde hace millones de años; y es que por el camino conté no menos de seis plantas fotovoltaicas de monstruosa extensión: unas 400 hectáreas la más pequeña y unas 1200 la mayor. ¡Si Dismukes levantase la cabeza!
Caminando por las anchas y despejadas calles de Almagro se cruza uno a cada rato con hombres, solos o en grupos, vestidos con atuendo de trabajo y, a menudo, con el inconfundible chaleco reflectante. He encontrado varios comedores que, aunque no sean de empresa y sirvan a todo el mundo, viven sobre todo de los almuerzos para trabajadores del sector minero, entre quienes no es raro ver algunas caras agringadas: los ingenieros o directivos de las empresas e industria auxiliar del sector, cuyo capital es –me atrevo a apostar– en su mayoría británico, estadounidense o chino.
Hablando, por cierto, de chinos, me ha llamado la atención (iba a decir “sorprendido”, pero he rectificado a tiempo) la mucha presencia que sus comercios tienen en Chile. Será prque ambos se escriben con “chi”. Por doquier se ven restaurantes y tiendas de la Nación del Centro, que conforman — como sólo algunos sabemos– la red de información que el Partido Comunista de China suele desplegar allá donde se extienden –o planean extenderse– los intereses económicos de su país. Cada inofensiva “Tienda del chino” es una captadora y emisora de información para Pekín: la mayoría de ellas están respaldadas por –o como mínimo subordinadas a– su Gobierno, el cual les permite hacer sus negocios tranquila y libremente en el extranjero –si es que no se los financia directamente– siempre y cuando sean leales al Régimen y respondan cuando se les pregunte.
27 de junio. Mismo lugar.
Agoniza el mes de junio y comienza el invierno en el hemisferio sur, que en Atacama significa temperaturas muy agradables durante el día y bastante frescas durante la noche, con una oscilación en torno a 14 ó 15 grados. Salvo mis primeras treinta horas en Chile, entre Santiago y Coquimbo, donde estuvieron los cielos nublados a causa, supongo, de la mayor latitud o la influencia del mar, el resto de los días ha brillado el sol sin estorbo alguno.
Estoy escribiendo desde una cafetería del “centro” de Almagro, donde he venido a desayunarme. Un sabroso y ácido zumo de naranja natural (fruta procedente de la 4ª Región), un mediocre café de máquina automática y un breve pastelillo suman el módico precio de… el doble que en cualquier bar normal de España. ¡Qué Chile este!
El hostal donde he venido a alojarme en esta localidad queda fuera de su casco urbano, sobre “el cruce” por antonomasia, que es un lugar algo ruidoso debido a que por ahí no deja de pasar tráfico pesado casi las veinticuatro horas del día; aunque por suerte no resulta un ruido demasiado molesto, porque ni es muy escandaloso, ni constante (¿quizá uno o dos camiones al minuto, por término medio?) ni tampoco rítmico. Bastante más enojosos se me hacen los automóviles que transitan por allí de cuando en cuando, a manos del típico y ubicuo imbécil que lleva el silenciador trucado o va a escape libre. Por otra parte, como el Vicky es el alojamiento menos oneroso del pueblo, se albergan en él de manera semipermanente varios trabajadores que, como son habituales y se conocen, gustan de charlar o ver la tele por la noche, y sus voces o sonido atraviesan sin la menor dificultad los tabiques de la habitación. Pero dentro de esta misma categoría de precios no he encontrado ninguna alternativa en Almagro: el siguiente nivel salta dos o tres escalones y hablamos ya del equivalente en coste (que no en calidad, pues las valoraciones que leo por internet no son muy elogiosas) a los hoteles de cuatro estrellas en España. Por lo demás, me gusta mi habitación: le da el sol todo el día y me entretiene mirar, desde la ventana, el movimiento del cruce, o relajar la vista contemplando, más allá de las casas del pueblo, hacia el norte, los cerros de un pequeño sistema montañoso. Sólo echo en falta una mesa y una silla, si bien tal circunstancia (por buscarle el lado positivo) me sirve para no apalancarme allí todo el día y forzarme a dar una vuelta, a mover las piernas deambulando por los alrededores. El Vicky es, además, un hostal muy informal, casi familiar, donde todo es flexible y negociable, sin reglas ni horarios rígidos. La recepcionista aparece cuando le viene bien, pero si no está tengo libertad para llamarla a su teléfono personal. En el fondo, tal vez sean estas pequeñas cosas, esta mezcla de luces y sombras, lo que enriquece la experiencia de un viaje.
Muy bien. Aunque no lo diga. Te leo y me gusta tu blog. Ya que no puedo viajar, viajo con tus textos muy evocadores y descriptivos.
Muchas gracias por el elogio y por visitar el blog.