Hace cosa de un año el fabricante de mi automóvil hizo una campaña para que los propietarios de cierto modelo, entre los que me hallo, pasáramos por alguno de sus talleres para que nos efectuaran en el vehículo una “actualización gratuita del software del motor” que, supuestamente, mejoraría su eficiencia. La carta que recibí (por correo ordinario) venía remitida no por la casa, sino por la Dirección General de Tráfico; y como no me pareció lo bastante importante para molestarme en ir al concesionario, la dejé pasar.
No obstante, meses después la DGT me envió la misma carta pero por correo certificado, con el correspondiente sobresalto por mi parte (pues es sabido que los certificados de Tráfico no suelen traer buenas noticias). Tras leerla, la tiré también a la papelera. Pero ahí no acabó la cosa, porque al cabo de un trimestre me llegó otra, también certificada; y otra más al trimestre siguiente, con el mismo tipo de envío. Todas con idéntico contenido, indicándome que me acerque por un taller-concesionario de la casa para la propuesta “actualización”. Y me parece que la broma pasa ya de castaño oscuro.
Y pasa ya de castaño oscuro porque, en primer lugar, me surge la siguiente pregunta: ¿Quién paga estos envíos? Mal está que la DGT se haya convertido en agente comercial de la industria automovilística y acose a los propietarios con envíos estacionales de cartas certificadas que, amén de hacernos perder el tiempo con su recogida (si no estábamos en casa cuando llegó el cartero y nos dejó el temido aviso amarillo), nos pegan un buen susto, pues aún no conozco a quien no se le encoja el corazón cada vez que recibe una notita de Tráfico. Con una única carta, y por correo ordinario, habría sido suficiente: muy bien, me doy por enterado y ya iré al concesionario si me interesa y tengo ganas. ¿Por qué mandarla repetidas veces? Peor aún si, como es el caso, ni siquiera se trata de una modificación o sustitución que afecte a la seguridad del coche.
Aun así, esta práctica comercial podría tener un pase si los envíos los pagase la marca, que es, al fin y al cabo, quien intenta quedar bien con sus clientes; pero mucho me malicio que no, que esto lo paga el contribuyente con sus impuestos, pues no veo yo a la DGT pasándole al fabricante la factura de Correos para que la abone. Además, ¿cuántas cartas están dispuestos a mandar a quienes, como yo, aún no hayamos pasado por el concesaionario? ¿No cesarán hasta conseguir que todos visitemos el taller?
Y en segundo lugar porque, precisamente debido a esa insistencia, me hago también esta otra pregunta: ¿Por qué tanto interés en que le hagamos al coche esa “actualización”? Ya me di por enterado con la primera carta y les puse una buena nota: ¡Qué estupenda marca es la de mi coche, que siguen trabajando para mejorar mi coche y me lo actualizan gratis! Pero tanta porfía ya me pone la mosca detrás de la oreja y me hace pensar mal: ¿En qué consistirá ese nuevo software para que le resulte tan importante a la casa?; ¿se trata sólo de mejorar el rendimiento del motor, o hay detrás algún fin más turbio? ¡Vaya usted a saber!
Sea como fuere, me parece muy inadecuado que la Dirección General de Tráfico se preste a estos jueguecitos. Vale que colaboren si se tratase de que el fabricante hubiera detectado, en cierto modelo, un problema que comprometa la seguridad vial, pero de ahí a hacerle el trabajo comercial a la industria del automóvil hay una gran diferencia. Creo que la función de la DGT no es esa; o no debería serlo.