Tres Álamos en Pliushija

Otra pequeña gema del cine soviético es la película que comento en este artículo: Tri Topoliá na Pliuschihe, del año 1968, dirigida por Tatiana Lioznova y escrita por el longevo dramaturgo Alexander Borshagovski. Es una sencilla historia, visualmente simple pero bastante emotiva, que a través de un breve episodio en la vida de una aldeana nos presenta con gran acierto narrativo (e interpretativo) unos personajes muy genuinos y bien definidos, a la vez que muestra varios aspectos primorosamente escogidos de la vida rural y urbana en la Rusia de mediados del siglo XX.

En apentas hora y cuarto de metraje los creadores de esta poco conocida obra son capaces de exponer los anhelos y alegrías, las dificultades, los problemas, esperanzas e inquietudes de una variedad de tipos humanos en aquella tierra y aquel tiempo: la ruda franqueza de la gente de campo, las diversas actitudes -con frecuencia ambiguas desde un punto de vista personal- frente al sistema que instauraron los bolcheviques, sus lados menos bueno y menos malo; el viejo pastor, ya muy pasado de calores, cuya experiencia y sabiduría se dejan entrever; un filántropo lisiado de guerra, comprensivo y afable, que hace de cartero y sobrelleva como puede el mal humor de su mujer; un padre de familia tosco y seco, impopular por su sobriedad, medio furtivo, que quiere mantener cierto grado de libertad e independencia frente a los omnipresentes koljós (cooperativas agrarias características de la URSS, basadas en la propiedad colectiva de los bienes producidos, con una administración igualitaria pero excesivamente rígida y burocrática); una gorda gruñona convencida de las bondades del sistema y con cierto mando en plaza; la forma típicamente rural, casi desprovista de sofisma y artificio, en que surgen las amistades o las relaciones sentimentales; la niña que escucha, sin entender, a Edith Piaf en un pequeño transistor; y entre todos ellos Nurka, oriunda de una aldea vecina, que con desenfadada resignación se encarga de las duras tareas domésticas -un poco como en la Galicia de la misma época- y es capaz de transmitir su espontánea alegría a la gente con la que trata…

Este muestrario de gente, de tinte más bien conservador, contrasta con la de un Moscú que nos cuentan perezoso, bullicioso y muy vario: desde jóvenes de pelo largo, vestidos con cierto retraso a la moda occidental, o la trasnochadora chica ye-yé que admira Londres y París por puro esnobismo, sin haberlas visitado jamás; pasando por la mujer que busca liberarse, cansada de esperar la desmovilización de un marido brutal al que ya no ama; hasta el viejo inmigrante uzbeko que viene, casi sin saber ruso pero con una asombrosa dosis de pragmatismo, a reunirse con sus familiares; sin olvidar, cómo no, al taxista solitario, huérfano de guerra, entre caballero y pícaro, aunque capaz de conmoverse ante la ternura, y cuya vida se adivina rutinaria y gris pese a estar viendo pasar cada día, por los asientos de su coche, a toda esa variedad de gente. Un moscú de inmensas plazas y anchísimas avenidas que crece a ritmo frenético recibiendo habitantes de todos los rincones del país y acogiéndolos en monótonos bloques de apartamentos como panales humanos…

No obstante todos estos protagonistas, la directora tiene el acierto de presentárnoslos no como un caótico collage, ni como un mosaico de piezas llamativas pero inconexas, sino como fotogramas bien integrados en el hilo de la acción, sin aristas ni solución de continuidad (de hecho, sólo haciendo posteriormente un recuento deliberado de ellos se da uno cuenta de cuántos pasan por la escena en tan breve metraje sin apenas acusarlo); y todos resultan verosímiles, consistentes y oportunos.

El argumento es sumamente simple: el ama de casa Nurka viaja trescientos quilómetros desde la aldea para vender en el mercado de Moscú, donde los precios son mejores, varias arrobas de jamón casero. Sus principales temores -perfectamente comprensibles, por otra parte- serán dos: que no le ofrezcan un precio justo por la carne y, sobre todo, que no le cobren más de la cuenta en la carrera del taxi desde la estación. En concreto, el guionista se apoya varias veces en este último temor, como elemento recurrente, para introducir determinado tema, personaje o impresión, y es pieza fundamental de la película. Llegada Nurka a Moscú, la conversación con el taxista que la lleva hasta el piso de su cuñada, donde ha de alojarse, y la puesta al corriente del insatisfactorio matrimonio de ésta, le darán mucho que pensar y la harán reflexionar sobre su propia vida: si está conforme con ella o si vale la pena arriesgarla a cambio de una posible pero incierta mejora; y el espectador se encontrará él mismo, inconscientemente, ponderando la dificultad de esta decisión y sopesando en su fuero interno cuál sería la actitud más sabia y cuán difícil resultaría, en cualquier caso, juzgar con acierto a alguien en una situación así.

De modo que esta obra sólo en apariencia es sencilla -o incluso alguien pensaría que irrelevante-, pero su contenido, su profunda carga emotiva y su mensaje social, humano, es de los que no se advierten -y, menos aún, digieren- plenamente mientras la estamos viendo, sino que necesita unas horas de reposo y evocación para manifestarse más tarde, cuando nos percatamos de que la película insiste en volver a nuestro recuerdo. Pero si hay un sentimiento que destaca de entre todos los demás, como un fluido bajo el que toda la historia parece inmersa y que permanecerá después, como permanece el aroma cuando las rosas ya están marchitas, es el de ternura; y aunque esta palabra sólo se pronuncia una o dos veces y sin ningún énfasis especial, la noción de ella envuelve la película y la trasciende de un modo sutil, elegante, casi magistral.

Quizá la escena donde mejor se advierta esto, y una de las más poderosas e intensas (de hecho, mi favorita), es cuando Nurka, sentada en el coche de un perfecto desconocido, detenidos bajo un repentino chaparrón otoñal, se pone a cantar a palo seco una melancólica canción y antes, con gran timidez, le dice a él: “no me mires”. ¡Qué sinceridad y rubor! Y es que un acto tan íntimo y personal como es el de cantar no para uno mismo, sino para un extraño, supone una indefensión y una desnudez del alma probablemente más embarazosa que la desnudez del cuerpo. Esta ternura tan cautivadora de la protagonista hace de contrapunto -supongo que deliberado-, a la vez que sirve de soporte, a ese temor suyo, ya mencionado, a ser engañada por los pícaros de la ciudad.

 

 

Por lo demás, como ya apunté, la interpretación de los actores (salvo la niña; pero ya se sabe que los niños rara vez actúan bien) me parece bastante buena, muy natural, sin estridencias, desprovista de esos patéticos tics gestuales tan comunes en las escuelas occidentales de cine (tanto, que ya ni siquiera los advertimos). Aparte, personalmente valoro mucho el que, pese a la gran proporción de mujeres guapas que hay en los países eslavos, hayan escogido para protagonista a una que ni es una belleza ni, menos aún, tiene un tipazo. (Cosa, por otra parte, bastante habitual en el cine soviético, donde el reclamo no es tanto lo físico como la interpretación, la habilidad para transmitir sentimientos y emociones al espectador.)

El título, Tres Álamos en Pliuschija, que me temo no le aporta nada, se refiere al nombre de una cafetería (Tres Álamos) en la moscovita calle Pliuschija, junto a la cual tiene lugar la escena decisiva. La película fue rodada en blanco y negro, pero la versión que Mosfilm ha puesto recientemente a disposición pública en Youtube (subtítulos en inglés) es una colorización muy posterior, del año 2011, y es la misma que puede puede encontrarse por ahí para descargar via torrent. Yo me he tomado la molestia de traducir los subtítulos al español y subirlos a opensubtitles.org, de donde cualquiera puede descargarlos pinchando aquí.

Acerca de The Freelander

Viajero, escritor converso, soñador, ermitaño y romántico.
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