Charlatanes, sociópatas y misántropos

Me cuenta un vecino que el supermercado del pueblo está subvencionado por Codelco, la explotadora estatal de la mina, que saca a concurso la concesión cada equis años con el fin de mantenerlo abierto a cambio de unos fondos, pues de lo contrario, por lo visto, el negocio trabajaría a pérdidas. Pero no sé yo lo cuantiosas que serán éstas y aquéllos, ni qué corruptelas habrá, porque, por lo que observo, la superficie (muy extensa, por cierto) tiene un movimiento considerable. Es el único lugar de El Salvador donde proveerse de comestibles y otros suministros, y todo el mundo acude ahí a llenar la despensa.

Esta mañana, en otra de mis charlas con don Mario (así lo interpelo yo porque le gusta al hombre que lo traten de don, y él me corresponde con igual deferencia), hemos hablado sobre el blanqueo y normalización social de la paidofilia que, poco a poco, comienza a introducirse en el Occidente Colectivo con la tácita aquiescencia de la ONU. Confieso que este asunto de la sexualización temprana y la defensa –o como poco la justificacón– de la pederastia es uno de los aspectos de la ideología globohomo que más me desconcierta, porque no le veo una finalidad clara. Aunque obviamente no espontánea, ¿en qué beneficia esa tendencia a los intereses y fines de la élite financiera mundial? Me cuesta creer que sea un objetivo en sí mismo.

Anoche había en la esquina del parque un trío de charlatanes, dos hombres y una mujer, de alguna secta religiosa protestante que habían armado pabellones en torno a un potente altavoz. Al micrófono, la joven estuvo perorando apasionadamente durante no menos de quince minutos, soltando sin apenas tomar aliento un discurso que parecía improvisado pero no podía serlo, pues no creo que nadie sea capaz de encadenar semejante sarta de baboserías sin tener algún tipo de guión. Su vehemente voz, sus deshilvanadas frases, amplificadas por el altoparlante, se oían desde los confines del pueblo. Y cuando al fin se le acabó a la mujer la cuerda, el trío levantó el campamento, se echaron la vocinglera y ahora muda columna al hombro y se marcharon calle arriba, ellos repartiendo bendiciones, ella grabando en su móvil, presa de algún trance místico o poseída por el mismísimo Espíritu Santo, su incoherente delirio evangélico con el fin, quizá, de aprovechar para futuros sermones su presente inspiración divina. Este espectáculo me chocó porque, hasta ahora, estaba pareciéndome que la sociedad chilena era algo más ilustrada que la centroamericana, tierra que yo tenía por cuna de merolicos y carrileros; pero parece ser que me equivocaba y que toda Hispanoamérica está aquejada de ese mismo estigma. Sería interesante saber si esta engañapichanga también se da en el Brasil o si es sólo consecuencia de la dominación española; aunque, en el caso concreto de los predicadores religiosos, bien podría tratarse de la perniciosa influencia evangélica estadounidense. El caso es que los faranduleros de anoche no iban vendiendo nada; muy al contrario: regalaban salvación, si bien con la esperanza, acaso, de conseguir algunos adeptos entre esas personas que, ingenuas o desesperanzadas, tienen cierta predisposición a caer en manos de la primera secta que se cruce en su camino. Lo digo porque no parece verosímil que alguien despliegue tanta energía e incurra en no pocos gastos por puro altruismo. Estos apóstoles tienen que comer, pagar el combustible, procurarse el equipo de sonido, etc.

6 de julio, El Salvador

He perdido ya la cuenta de mis conversaciones con el recepcionista del hotel. Los primeros días intenté guardar memoria, con el fin de darles desarrollo en este cuaderno, de los temas que tratamos, pero por último he desistido, pues de otro modo apenas me quedaría tiempo para nada más. Aparte, a medida que conozco mejor a don Mario he aprendido a ponderar en su debido valor sus opiniones e ideas, así como la información que me proporciona. Se trata de un hombre bastante excéntrico, con un elevado concepto de sí mismo y un tipo de idealismo muy particular, casi mesiánico. Habla mucho más de lo que escucha y, habida cuenta de que nunca me pregunta nada, parece carecer de curiosidad alguna, como la persona que cree saberlo ya todo y no tiene, por tanto, ningún interés en conocer las ideas de los demás. Defiende las suyas, y las explica, como quien está convencido de la completa verdad de lo que dice; y si en algún punto doy muestras de discrepar me explica con paciencia –y cierta actitud indulgente– por qué estoy equivocado. Aunque tiene la honestidad de confesarse un asocial, me parece a mí que se queda un poco corto, que debería de haber dicho “sociópata”, si no “misántropo”, y que su personalidad tiene incluso ramalazos de psicopatía.

El caso es que él y yo estamos de acuerdo en muchos temas, entre ellos, por ejemplo, la idea de que en Occidente hemos llegado a tal punto de degradación, y la política a tal grado de corrupción, que ya no queda esperanza posible de recobrar una vida colectiva espiritual y moralmente sana. La diferencia conmigo es que él se manifiesta abiertamente a favor del terrorismo, con el fin de librar –dice– al país de la caterva de imbéciles que lo gobiernan, e incluso se ofrecería voluntario para ser la mano ejecutora. Su propuesta es aniquilar a toda la clase política actual y poner al mando a un dictador (¿pensaba en otro Pinochet?) que enderece los pasos de una nación que lleva muchos años siendo adoctrinada y pervertida; en tanto que yo, si bien no necesariamente discrepo en este punto, no estaría dispuesto a manchar de sangre mis manos para llevar a cabo tal designio; no ciertamente por virtud mía, sino acaso por miedo o por la convicción de que la sociedad no se merecería mi sacrificio: el hombre es en general bastante estúpido y la humanidad no tiene redención posible, como –por lo demás– mostró bien a las claras su óvido comportamiento durante la pasada “crisis” de la covid-19. Exponerme a la prisión, la tortura o la muerte en favor de una sociedad que condenó al ostracismo (algunos histéricos incluso pedían las cabezas de los “negacionistas”) a quienes rechazamos la “vacuna” y las desquiciadas normas de “higiene preventiva” o de “distanciamiento social” es algo a lo que no estaría yo dispuesto.

Punto de “vacunación” en una terminal de autobuses

Lástima que no sea factible reunir en un mismo territorio a todos los críticos, los disidentes que opinamos del mismo modo, y fundar para nosotros un país nuevo, una nueva comunidad regida por criterios un poquito más racionales. Pero aunque tal cosa fuera posible, tal vez tampoco serviría de nada, ya que los necios abundan en similar proporción dentro de cualquier grupo humano. Por ejemplo, hay entre “los nuestros” quienes afirman que los virus no existen, o que la temperatura media del planeta no está aumentando. No, probablemente no sería juicioso tomar por el camino de la selectividad social, pues esa vía sólo conduce, en último término, al aislamiento total y a su consecuencia más probable: la demencia. No hemos evolucionado para vivir en solitario. Así, pues, no queda más remedio que hacer de tripas corazón, escoger lo mejor que podamos a nuestras relaciones y procurar que a uno le afecten lo menos posible las manifestaciones de la idiotez colectiva.

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Trotamundos, apátrida, disidente y soñador incorregible
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