A pocas leguas de Peñaranda, y atravesando verdirrojas llanuras de cebada y amapolas que brindan al cielo sus bermejas copas opiáceas, llego a una villa cuya existencia ignoraba pero cuyo nombre me resulta muy familiar porque una calle junto a donde yo vivo se llama igual: Caleruega. No puedo menos que detenerme un rato para intentar aprender algo sobre esta parcela de la historia española.
No me he bajado aún de la moto y ya me gusta el lugar: su irregular trazado de calles empedradas, la mampostería de sus construcciones, refulgente bajo el sol, las estatuas que la dignifican… Lo primero que encuentran mis pasos es una inscripción con estas hermosas palabras, que avivan mi interés: Caleruega, noble villa que majestuosa se yergue sobre el blanco altozano, cual mítico y señero velero anclado en el océano inmenso de sus dorados trigales y sarmentosos viñedos.
Estamos en los albores del siglo X, año 912, plena reconquista cristiana. Desde el norte, los condes de Castilla habían comenzado su gran marcha hacia la vista del Duero, y en su avance ocuparon posiciones como Osma, San Esteban o Roa. En ellas afianzados, se abre entonces un período de relativa calma bélica durante el que se fundan varias poblaciones amuralladas en una línez de fortalezas, posteriormente consolidadas como Condado de Castilla por Fernán González, hijo de Gonzalo Fernández.
Una de esas poblaciones es Caleruega (toma su nombre de la tierra caliza que la sustenta), y son sus primeros colonos familias del norte que se reparten las tierras, establecen un concejo, señalan pastos y montes, alzan una torre de vigilancia, instalan un molino y erigen un templo. Serán los Guzmanes los primeros señores de este asentamiento amurallado. Pero pese a la relativa paz, no fueron fáciles sus vidas, a menudo hostigados por los musulmanes, que en ocasiones llegaron a asolarlo todo. El propio Díaz de Vivar pasó por aquí en su destierro y cuenta la leyenda que ayudó a sus habitantes a vencer a los moros que los acosaban desde sus escondites en las cuevas naturales, abundantes en la zona.
Lleno de respeto por tanta historia, recorro las calles milenarias y se posan mis ojos en los centenarios edificios. La torre (monumental, de 17 m de altura y muros de 2 m de espesor), enclavada en el jardín del hoy convento de Santo Domingo, formó parte de la casa solariega de la noble, muy católica y encumbrada familia de los Guzmán, condes fundadores de Castilla, en cuyo seno nació Domingo en 1170. Su madre Juana lo bautizó así por la devoción que sentía hacia Santo Domingo de Silos; y el hijo, hecho adulto, fue el iniciador de un movimiento teológico y social importante.
A su fallecimiento –cuando contaba los mismos años que tengo yo ahora– su hermano mandó construir en su honor una capilla sobre el lugar donde nació, y donde medio siglo más tarde el rey Alfonso X, emparentando con los Guzmán, crearía un señorío espiritual para gloria del santo: hizo construir una iglesia gótica sobre la capilla original, dispuso el traslado de unas monjas dominicas desde San Esteban de Gormaz, y en persona otorgó fueros, convento, villa y término al nuevo Real Monasterio, dando así origen a la Orden Dominicana de Caleruega. Comoquiera que Domingo y su hermano murieran sin descendencia, últimos en su linaje, dispuso el rey que los privilegios recayesen sobre la priora del convento.
Así, la que había sido casa solariega de los Guzmán-Aza se transformó para albergar, hasta el día de hoy, a las Dominicas Contemplativas. El monasterio fue tan importante para Alfonso X que, cuando su hija Leonor falleció, allí dio sepultura.
Pocos cambios importantes conoció Caleruega durante los siglos venideros, y no fue sino hasta la desamortización, en 1688, cuando las cosas dieron un giro: Isabel II desposeyó a las monjas de su señorío sobre la villa, las tierras pasaron a propiedad de los habitantes y el municipio se constituyó en un núcleo urbano moderno.
De esa época son los curiosos detalles descriptivos que el siempre interesante Madoz hace de Caleruega en su enciclopedia: con 46 vecinos y 176 almas, tiene 50 casas, la del ayuntamiento con mala e insegura cárcel; escuela de instrucción primaria concurrida por 50 alumnos de ambos sexos, a cargo de un maestro dotado con 1/2 fanega de trigo por cada niño y un cuartal por cada niña [más de uno se escandalizaría hoy por esto]; dos fuentes con pilones, una abudante y de buenas aguas que provee al vecindario; un convento de dominicas edificado en las casas donde nació Domingo Guzmán, fundado por el rey D. Alonso por los años de 1266, en la actualidad ocupado por 12 monjas; debajo del presbiterio hay un pozo producido por la mucha tierra que sacaron las dominicas para hacer rosarios y medallas con la efigie del santo, a las que se atribuía singular virtud para curar las tercianas y otros accidentes, por ser allí donde, según se cuenta, nació Domingo.
¡Ah, si las piedras hablaran! Aún creció bastante Caleruega desde los tiempos de esa enciclopedia, llegando a quintuplicar su población, hasta que mediado el s. XX se despobló por el dramático éxodo campestre a causa de eso que nos empeñamos en llamar progreso.
Un poco también yo como el Cid, en mi destierro espiritual (y emocional), me despido de Caleruega y de la roja tierra donde se mira el Duero para seguir mi ruta hacia el mar.