Bebiendo chicha jora en una aldea peruana

Alrededores de Quinistacas

30 de julio, Omate

Conocí a Rodrigo dos días atrás, en mi segunda visita a Quinistacas. Es un hombre de ochenta años que vive en Arequipa con su mujer y parte de su familia, pero que gusta de volver con frecuencia por la aldea, donde conserva una chacra (como llaman en esta región a las alquerías) con una casilla. Manifiesta su humilde hospitalidad conmigo invitándome a entrar, ofreciéndome gaseosa y anís de Arequipa, regalándome una lima y una naranja de su chacra, para que pruebe lo que es fruta de verdad, y dándome un rato de conversación. “Mis hijos -me dice sin asomo de tristeza- venderán esto cuando yo muera, porque a ellos no les gusta el campo.” A seis hijos crió, dos varones y cuatro hembras, y a los seis les dio estudios, sin que hoy a ninguno le falte trabajo. Incluso dos de sus doce nietos tienen ya la carrera terminada y están bien colocados. Parece un hombre satisfecho con la vida que ha llevado, y habla de la muerte con total naturalidad: el dinero que ha ahorrado para el entierro, lo que quiere que sus hijos hagan con su cadáver, etcétera. Rodrigo no se muestra pesaroso por el hecho de ser el único en la familia al que le gusta venir al pueblo; al contrario, está ufano de que hijos y nietos tengan otra vida y mejores salarios. Parece interesarse por España, quizá porque allí vive un pariente suyo, y me hace algunas preguntas al respecto, aunque noto que apenas se entera de mis respuestas, no sé si porque no las comprende o por insuficiente atención. Me habla de otros parientes en el extranjero: uno en Italia y otro en Estados Unidos. De repente pienso que, posiblemente, él no tenga una idea nada clara de dónde está ninguno de esos países; quizá ni siquiera sepa ubicar el suyo en un mapamundi; pero tampoco le hace falta: sabe dónde están Lima, Arequipa y Quinistacas y con eso le basta.

El día que lo conocí estaba preparando chicha de jora, y me mostró el balde, hasta arriba de un líquido oscuro y borboteante, donde acababa de mezclar los ingredientes: maíz negro germinado, algunas frutas, azúcar y agua hirviendo. “Mañana es el cumpleaños de un buen amigo, viudo y sin hijos, y vamos a celebrarle una fiesta.” En esto apareció el susodicho por allí y se tomó un trago de anís conmigo (Rodrigo no bebe, por la tensión), pero casi no le entendí nada, pues vocalizaba poco; rasgo típico del acento peruano. La ele, la ene y la erre apenas se pronuncian.

Al marcharme de la chacra me pidió que lo visitase otro día, pues iba a quedarse en Quinistacas unos cuantos más, y así se lo prometí. En esa parte del valle ya iban cayendo las sombras tempranas de la montaña y, durante el descenso, sentí algo de fresco, pero llegando a Omate se abre la cañada y volvió a aparecer un ratito el sol antes de ponerse definitivamente tras los cerros del noroeste.

Ayer por la mañana ascendí de nuevo, desde Omate, los trabajosos dos quilómetros de pura cuesta hasta Quinistacas, donde, en lugar de al solitario Rodrigo, me encontré una reunión de diez o doce personas que habían acudido para celebrar el mentado cumpleaños. Había varios familiares suyos, más otros vecinos, y aunque se apresuraron a hacerme un hueco en la mesa no quise aceptar la invitación a comer. ¿Qué pintaba yo allí? No me habría encontrado cómodo entre tanto desconocido, ni iba mentalmente preparado para una comilona a tan pronta hora, ni me resultaron especialmente sugestivos los diversos manjares que vi sobre la mesa, así que me quedé sólo lo suficiente para no ser descortés, les acepté un par de vasos de la chicha  recién preparada (en realidad estaba aún fermentando, pero así la bebían, según me dijeron, para que no se vuelva muy alcohólica), estreché la mano a todo el mundo y me escurrí antes de que insistieran en que me quedase, pero no antes de que me sacaran una nueva promesa de volver otra vez. Y hoy a mediodía he cumplido gustoso mi palabra. No estaba Rodrigo solo, pero la reunión era bastante más reducida que el día anterior y, además, esta vez no me han dejado tiempo para escaparme, porque antes de que pudiera decir esta boca es mía ya me habían colocado en la mano un cuenco con chicharrón, maíz y papas que, vaya por Dios, estaban ya fríos; pero no era cuestión de hacer melindres y me lo comí todo como un buen chico, porque algo más de hambre sí traía y porque la comida, aun fría, estaba bastante rica. Aparte del propio Rodrigo, se encontraban allí su esposa Hilda, una hija, el homenajeado del día anterior y otro fulano al que no le hallé la filiación. En esta ocasión sí que compartí con ellos un par de horas, durante las que aprendí algunas cosas interesantes sobre el país, las zonas, la gastronomía, etc. En Perú, como en todas partes, los productos agrícolas y ganaderos ya no son lo que eran, y desde que llegaron los piensos y abonos artificiales todo ha bajado de calidad, aunque en el campo aún pueden encontrarse cosas buenas. De hecho, no conformes con el primer cuenco que me habían endilgado, al cabo de un rato me largaron otro con un guiso (esta vez medio caliente) de pollo, arroz y papas que hallé la mar de bueno. “Pollo de chacra”, me dijeron. Allá vinieron también otros dos vasos de chicha y luego apareció el vino del pueblo, que me pareció -como aquélla- a medio fermentar, muy casero, pero bebible, con esa frescura natural del pitarra. Aprendí que en Perú todo el azúcar es de caña (y sin refinar, como ya venía observando) y se asombraron mis anfitriones de que la nuestra, en España, fuese de remolacha (que ellos llaman betarraga o betarrata). El queso es generalmente de vaca, semifresco, muy natural pero algo grosero. Las patatas, salvo en el campo, han bajado de calidad: antes podía uno consumirlas al cabo de un año sin que se estreopeasen; pero aun así no son nada malas.

Me hablaron también de los indios del Puno, Juliaca y otras partes de la sierra como Cusco, Ayacucho, Abancay… Por lo visto los habitantes de esas regiones viven como en otro mundo y tienen su propia economía, con mucho trueque y en su mayor parte (un 80%) informal; o sea, sin control administrativo. El indio aimara es más “mosca” (es decir, más espabilado) que el quechua, gran negociante, difícil de engañar y muy emprendedor. La agricultura, cuando no la malogra ninguna desgracia, es buena y abundante, pese a que sólo hay dos estaciones: el verano, frío y lluvioso, y el invierno, gélido y seco. Las mujeres de la cordillera, a diferencia del resto del país, sí que visten la tradicional pollera, faldas a menudo tan repujadas y ornadas que valen un dineral, cosa de ochocientos soles; y a menudo llevan hasta tres de ellas superpuestas. El hombre sin filiación contó, no sin cierta gracia, que en una ocasión estuvo cortejando a una mujer de la sierra y ésta le preguntó: “¿Pero tú tienes dinero para vestirme?” Por lo visto, los serranos son tan gastosos como negociantes, no acostumbran acumular riqueza y les gusta comprar, de lo bueno, lo mejor.

También me contaron que nadie quiere a los venezolanos (los llaman “venecos”) ni a los colombianos, que al parecer sólo saben robar y delinquir, y que la criminalidad ha aumentado mucho desde que el gobierno les abrió las puertas a raíz de las barrabasadas de Nicolás Maduro. Ese tipo de inmigraciones forzosas, indiscriminadas y en masa nunca traen nada bueno.

Cuando la reunión empezó a decaer y vi que a alguno se le cerraban los ojillos por efecto de la chicha y el vino aproveché para despedirme. Esta vez ya no hubo promesas de volver: sabíamos que no habría un nuevo encuentro, así que nos dijimos adiós con las vagas fórmulas habituales, les di la espalda y comencé a bajar por la empinada calle, despacito, despacito.

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Trotamundos, apátrida, disidente y soñador incorregible
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