En cierta ocasión, durante un curso de psicología que atendí hace décadas, el profesor nos pidió que contestásemos -anónimamente- a la siguiente pregunta: ¿Serías capaz de matar a alguien si supieras con total certeza que jamás ibas a ser considerado responsable o sospechoso, ni sancionado en modo alguno por ello? Una porción no despreciable de alumnos respondimos que sí.
A lo largo de su vida, la mitad de la gente llega a desear alguna vez la muerte de alguien, y muchos estarían, además, dispuestos a causar personalmente esa muerte si tuvieran la absoluta seguridad de no ser descubiertos.
El deseo de librarnos de Fulano o de Mengano es algo perfectamente natural. Tarde o temprano, siempre nos topamos con personas que nos causan padecimientos o trastornos, físicos o emocionales, muy difíciles de sobrellevar: el vecino que nos atormenta con incesantes molestias, el jefe que nos amarga la vida en el trabajo, el matón que nos humilla y agrede, el pandillero que tiene intimidado al barrio, el mafioso que nos extorsiona, el dictador que subyuga a toda una nación, el terrorista que mató a nuestro padre, el salvaje que violó a nuestra hija… La casuística es infinita, y a nadie se le puede reprochar que desee en algún momento la muerte del causante de sus problemas, o incluso que sienta el impulso de matarlo uno mismo. Pero ahí está el código penal castigando duramente el homicidio para disuadirnos de cometerlo; y de un modo u otro todos comprendemos que así debe ser, aunque acatar la ley nos obligue a reprimir nuestro instinto de protección, justicia o venganza. Parece un poco feo ir por ahí matando a la gente que hace el mal o nos estorba.
Ahora bien: entre la incontable cantidad de supuestos en los que querríamos deshacernos de otro ser humano hay un caso especial, una única excepción sobre la cual -y sin que sepamos muy bien por qué- muchas sociedades parecen coincidir. Se trata de aquellas situaciones en las que prevemos que ese otro ser humano, si bien inocente aún de toda culpa, va a suponernos un estorbo tan colosal en la vida, un obstáculo tal para nuestros proyectos y expectativas de futuro, que nos obligará a modificarlos drásticamente o a renunciar a ellos por completo. En tales casos, y si se da una circunstancia muy concreta, la ley nos permite asesinar al prójimo. Esa circunstancia es la de “llevar dentro al futuro enemigo”. Me estoy refiriendo, por supuesto, al aborto. Pienso en la revolución ética que supone establecer el derecho (no ya la despenalización, sino ¡el derecho!) a asesinar a alguien por la sencilla razón de que va a frustrar nuestras aspiraciones y a complicarnos la existencia.
Digo asesinato en lugar de homicidio y digo bien, pues según nuestro código penal es reo de asesinato quien matare a otro con alevosía; o sea, sin que la víctima tenga posibilidad alguna de defenderse, como es el caso de un recién nacido.
“Pero la mujer que aborta -objetará enseguida alguno- no está matando a un recién nacido, sino deshaciéndose del feto aún por nacer”. Cierto; pero resulta que estos días se dirime ya la cuestión de extender el aborto legal hasta el día del parto; y yo no veo diferencia esencial alguna entre una hora antes o una hora después: la criatura que muere es exactamente la misma. El argumento de que, mientras está dentro de la madre (o todavía unido a ella por el cordón umbilical), el feto no tiene “vida autónoma” no me convence en absoluto, pues en última instancia un bebé tampoco la tiene. Igualmente inaceptable encuentro ese otro argumento de que, en tanto no cumpla un día de vida, el neonato no es civilmente considerado persona, pues la ética no entiende de personas civiles, sino de seres humanos. ¿Y qué me dicen del peregrino argumento según el cual el feto sería una parte del cuerpo de la madre, como lo son el hígado o las orejas, y por tanto estaría igualmente sometido al soberano capricho de ésta? Cualquier embarazada de pocos meses que no sea una descerebrada o una fanática sabe perfectamente que lo que crece dentro de ella es un ser vivo distinto de ella misma.
No, no, no. Ninguna de esas “razones” me parece admisible. Ese vago y genérico “derecho a elegir”, que con tanta frecuencia se invoca últimamente respecto a una variedad de temas, a menudo no es más que un disfraz de bella apariencia (la palabra derecho tiene una connotación positiva) para ocultar una realidad antijurídica o inmoral. En el caso del aborto hasta el día del parto, derecho a elegir significa derecho a asesinar. Yo, como tantísima otra gente, muchas veces me he cuestionado cuál es mi propia actitud frente al aborto; y sigo aún haciéndolo, porque la pregunta del millón de dólares continúa a día de hoy sin obtener una respuesta objetiva y determinante: ¿En qué momento deja el feto de ser un desdeñable conjunto de células que se dividen, o una piltrafa orgánica a la que podamos liquidar sin que nos quede cargo de conciencia? Todos los criterios que se han sugerido al respecto (el latido, el movimiento, la completa formación, etc.) me parecen en mayor o menor medida arbitrarios e insuficientes, quizá porque ninguno de ellos tiene en cuenta la cuestión previa, aún más filosófica y tampoco resuelta, de qué es, en realidad, un ser humano.
Tal vez no llegue a encontrar nunca una respuesta satisfactoria a ambas preguntas; pero una cosa sí creo: cuando en nuestra civilización empiece a aceptarse el derecho legal al “asesinato del día antes” la humanidad habrá dado un salto trascendental hacia una novedosa ética de impredecibles secuelas, pues de ahí a una relativización absoluta del derecho a la vida habrá ya sólo un paso.