2 de agosto, Moquegua
El trayecto por la sierra desde Omate hasta Arequipa figurará entre los más inolvidables de mi vida. Algunos de los paisajes que pude contemplar son tan distintos a cualquier otra cosa que yo haya visto, que su descripción escapa a mis habilidades literarias. De hecho, ni siquiera las fotografías y vídeos que tomé desde el autobús le hacen justicia a la pintoresca, a veces fantasmal y casi siempre sobrecogedora naturaleza que esas lamentables carreteras atraviesan. Se trata de una ruta de tierra (salvo en los tramos primero y último) por toda la serranía, de la que el autobús (una tartana que no tendría menos de cuarenta o cincuenta años) sólo se desvía para dar servicio -por otro camino todavía más mísero- a Amata, una minúscula comunidad en mitad de la montaña.
Aparte, el viaje tuvo para mí todo el sabor folclórico de unos aldeanos cuyo rostro andino jamás refleja la fatiga y que van de un pueblucho a otro, a menudo cargados con fardos, subiéndose o apeándose en cruces de caminos perdidos. (Eso sí: pese al entorno tan rural, ni una sola de las mujeres que vi en esa región usaba falda. Quizá la costumbre femenina de vestir pantalones haya arraigado en Perú hace muchos años, pues hasta las viejas los llevan.)
La mayor parte de ese tramo discurre por altitudes superiores a tres mil metros (en el punto más elevado mi GPS midió 3625 m), de manera que, pese al sol vertical del mediodía, no pude mantener abierta la ventanilla porque hacía frío por esas crestas y cuerdas semidesérticas, en las que predomina una vegetación baja y resistente a la evaporación, cuando no cactus dispersos que parecen arraigar en la pura roca.
Sólo a partir de Puquina empiezan a menudear algunos valles más fértiles, donde todavía se conserva una llamativa agricultura en terrazas que deben de datar del tiempo de los incas y que confieren a esas vegas un aspecto único, con su miríada de estrechas pero alargadas terrazas que dibujan con precisión topográfica las curvas de nivel.
En Puquina, por cierto, hace el bus una parada de diez o quince minutos que todos los pasajeros, salvo un servidor (porque lo desconocía), aprovechan para aliviar la vejiga, estirar las piernas y comprar una apetitosa y apetecible papa rellena calentita; costumbre esta última que sí tuve tiempo, aunque por los pelos, de imitar cuando vi que casi todos los demás se habían agenciado una de ellas y comprendí el propósito de la parada.
La última hora y media, hasta Arequipa, se hace ya por carretera asfaltada y ante la permanente presencia, ora a babor, ora a estribor, de las nieves perpetuas en las cumbres de los volcanes Misti y Chachani. En ese tramo el cielo aparece medio nublado por los altostratos que se condensan sobre esas elevadas cimas, la humedad del terreno es mucho mayor y el campo se viste de un verde más brillante y lustroso que en nada envidia al de los alpes suizos.
Luego comienza el descenso gradual hacia Arequipa, a lo largo del cual se alternan, en fuerte contraste, zonas más o menos fértiles, y la carretera, de impresionante trazado, pasa por asombrosas gargantas y cañadas hasta que, por último, llega a la zona urbana de la amplia y llana vega en la confluencia de los ríos Chili y Socobaya, donde se ubica la ciudad (cuya área metropolitana empieza casi en Yarabamba, todavía a una hora del centro).
La villa natal de Vargas Llosa tiene en la actualidad más de 1.300.000 habitantes, o sea el décuplo de cuando el célebre escritor hacía por allí sus correrías de jovenzuelo. Y no me extraña, por cierto, que ahora viva en Barcelona, porque Arequipa es hoy día un pozo de suciedad, orines y mendigos, un adefesio urbanístico hipercontaminado de humos y ruidos, un caos vial y un nido de venecos (inmigrantes venezolanos, en su mayoría ilegales), a quienes he aprendido ya a identificar por su acento, su hortera indumentaria, sus llamativos cortes de pelo, tatuajes o piercings, y sobre todo por esa mirada insolente que me recuerda a la de los gitanos y que suele ser habitual entre los miembros de ciertos grupos sociales que se creen que todo les es debido y qie tienen derecho a hacer o exigir lo que les venga en gana. Lo poco que he podido ver de esta capital hervía de tales sujetos, y la verdad es que resulta un poco intimidante cruzarse con ellos.
A última hora, mi permanencia en la ciudad resultó ser muy breve. Tenía idea de quedarme dos o tres días y por lo menos conocer el centro, del que había visto bonitas imágenes, pero al final sólo pernocté una noche. El bus desde Omate tardó casi cinco horas en hacer el viaje (yo había calculado tres) y, además, no llegó a la “terminal terrestre”, cerca de a la cual yo había reservado habitación en el hotel Requiebro, con buenas referencias en internet, sino a un corralón particular en un barrio perdido; de modo que aún hube de coger un minibús que me acercase a la estación central y todavía caminar un ratito. Y creo que fue este tramo a pie lo que, en buena medida, me quitó las ganas de prolongar mi visita más de lo estrictamente necesario, pues las calles por las que anduve discurrían en buena parte junto a largos y nada excitantes vallados macizos, apestaban a meado, había en ellas pocos transeúntes pero de mal aspecto, me salieron al paso perros con muy malas pulgas y menudeaba el tráfico pesado. El Requiebro me pareció uno de esos hoteles donde paran los camioneros a dormir o donde los amantes apresurados calman unas horas su concupiscencia, y aunque la recepcionista me dio, como le solicité, un cuarto en el último piso y con ventana al foso interior, esta precaución me sirvió de poco, pues la estructura del edificio era tal que los ruidos de la calle -en realidad una carretera engullida por la creciente urbanización- llegaban por igual a cualquiera de sus habitaciones. La mía, al menos, parecía impia; pero ya llevaba yo un rato dándole vueltas a la idea de cambiar de alojamiento al día siguiente.
Dejado que hube mi mochila volví grupas hacia la terminal terrestre para buscar un lugar donde cenar y otro donde comprar unas provisiones, y también para preguntar por los horarios de buses a Moquegua, que era mi próximo destino y donde cerraría el círculo que originalmente había ideado para esta zona del Perú. Mi idea era cenar en algún restaurante del centro comercial (bastante nuevo) junto a la terminal, pero la visión de esas franquicias y locales de comida rápida, del todo ajenos a la cocina local, inmersos en el ambiente de música enlatada típica de los multicentros y frecuentados por la clientela más mediocre y pequeñoburguesa de la zona, me quitaron las pocas ganas de comer que tenía. El caso es que por un lateral de ese nuevo edificio corría una calle abarrotada de hostales y comedores mucho más auténticos, y los había en tal abundancia que ya iba resolviendo mentalmente cenar allí esa misma tarde, tras despachar la cuestión de los horarios, y mudarme a esa zona al día siguiente.
El alargado edificio de la terminal hervía de actividad: a un lado, las taquillas de todas las empresas de transporte y, al otro, infinidad de puestecillos que vendían el tipo de comida adecuada para llevar de viaje, o sea manjares a base de harina: panes, tortas, empanadas, dulces, tequeños, sanguches, hamburguesas, pasteles, perritos calientes y todos los hidratos de carbono que pueda uno imaginar, elaborados con abundancia de azúcares y grasas saturadas. Y fue en aquel pequeño zoco, mientras preguntaba por horarios y precios de los boletos, donde decidí cómo solucionar de un plumazo mis dudas respecto al día siguiente: no me quedaría ni tres ni dos noches en Arequipa, sino sólo aquélla, y compraría en el acto un pasaje a Moquegua para la mañana siguiente, procurando asegurarme un asiento en la fila “panorámica” del autobús. ¿Para qué andar dando tumbos y cambiando de hotel en una ciudad que me había causado una primera impresión tan pobre? Se me antojaba mucho más atractiva la idea de regresar lo antes posible a lo ya conocido y esperar en Moquegua a que quedase libre una habitación que ya había apalabrado alquilar en Torata durante un mes. Así que dicho y hecho; y con mi título de transporte en la mano sólo me restaba ir a cenar. Pero como, entre unas cosas y otras, pasaban ya de las cinco y el sol estaba para ponerse, comprendí que si me sentaba a comer por allí se me echaría encima la noche para cuando volviese al hotel por las inhóspitas calles de los orines, los venecos, los perros y los camiones; de manera que simplemente compré unas golosinas (leche, galletas y una cerveza) para consumirlas en mi habitación.
Veinte minutos más tarde estaba ya de regreso en el Requiebro con mis provisiones. Me eché al coleto la cerveza antes de que se calentase, me duché, me comí luego el refrigerio y me acosté con los tapones en los oídos, aunque al final esto no fue tan necesario porque, una vez pasada la hora punta, el tráfico disminuyó mucho, los huéspedes vecinos quedaron en silencio y se hizo una calma relativamente pasable en la habitación.