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Ambrosio Montalvo Galván tenía 33 años. Circunstancia que, en principio, a nadie tendría por qué extrañar, con tanta gente como hay en el mundo a la que le sucede lo mismo, pues tener 33 años no es cosa nueva, nada que se haya inventado recientemente, capricho del azar u objeto de la moda, ni resulta un hecho antológico o excepcional. Sin embargo, la particularidad del caso de Ambrosio Montalvo Galván, lo que lo convertía en extraordinario (si bien, como se verá enseguida, para Ambrosio resultaba el hecho más ordinario de su vida), era que se trataba de una edad inmutable, permanente, ajena por completo a la existencia del calendario. Su edad no era una f(t), una variable función del tiempo, sino una C, una constante inalterable, aunque no eterna. Y es que Ambrosio Montalvo Galván, por asombroso e increíble que nos parezca, siempre tuvo 33 años.
Por supuesto, no faltarán quienes, depositando una confianza ciega en el progreso, traten de explicar tan incomprensible fenómeno apelando a la posibilidad, remotísima pero no descartada, de que los avances en la ingeniería genética, la bioquímica o cualquier otra rama afín de la ciencia hubiesen permitido la artificial conservación indefinida de los individuos. Pero no. Contra nuestro deseo, tendremos que privar a tan bienintencionados lectores del consuelo que una explicación proporciona; pues lo paradójico, lo absurdo, lo verdaderamente inconcebible del caso era que Ambrosio, que tenía permanentemente 33 años, envejecía sin embargo como cualquier otro mortal: el tiempo, que para nada influía en su edad, afectaba, no obstante, normalmente a sus células.
Sí, amigos míos: Ambrosio Montalvo Galván ya tenía 33 años cuando nació, en lugar incierto y tiempo -por supuesto- desconocido. Los tenía cuando su rostro impúber empezó a recibir las fastidiosas visitas del acné y sus crueles compañeros de clase hacían incesante burla de la edad que, con tímida reserva, manifestaba al ser preguntado. 33 años tenía cuando los aparentaba, y también antes y bastante después, lo cual le sirvió para granjearse inmerecida fama de mirliflor. Seguía teniéndolos cuando, a causa de las oscuras circunstancias de su nacimiento, hubo de pelear denodadamente, pero sin éxito, contra una burocracia administrativa que se negó a concederle la pensión de jubilación; y aún los tenía, 33 años como 33 soles, cuando los achaques de la salud se lo llevaron de este mundo.
Sus seres queridos, sabedores de su pequeño drama personal, no vacilaron en escoger el epitafio:
Ambrosio Montalvo Galván.
Muerto a los 33 años de edad.
Dios lo acoja en su seno.
Y estos son hechos que, nos guste o no, tenemos que creer. Reputarlos inverosímiles o mirar hacia otro lado no nos servirá para alterar en lo más mínimo su verdad.