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Tres días después del equinoccio de otoño; doce horas justas entre aurora y ocaso; catorce horas de luz diarias, y menguando. La estación llegó con puntuales chubascos, aunque hoy está soleado. Lugar: Kostrzyn, un pueblo a orillas del Oder, que hace de frontera con Alemania. Atrás quedó Gorzów Wielkopolski con sus antisociales bastardos; por delante, la monótona perfección germana. Aunque confieso que esta vez, entre las experiencias del diablo sobre ruedas lituano y el corazón de las tinieblas polaco, me siento aliviado cambiando el Bloque del Este por una Europa más cívica.
Empleo en Kostrzyn hasta el último de mis groszy (céntimos) repostando combustible, que es el mejor modo de aprovechar al máximo la moneda extranjera que le sobra a uno, sin incurrir en nuevas pérdidas por cambio y calderilla no utilizable: gastarlo todo en gasolina. Lo cual me recuerda que ayer, en Gorzów, una couchsurfer me expuso la idea más peregrina que he escuchado últimamente: según ella, los vehículos policiales y militares en Polonia utilizan carburantes líquidos en lugar del más barato GLP (gas) porque, como éste no se puede mangonear, los corruptos militares o policías no podrían usar en sus coches particulares el gasoil del pueblo. Sublime idea, que desenmascara la mayor falacia de la logística militar y policial de todos los tiempos revelando que ningún país utiliza GLP en el transporte de tropas para que los deshonestos miembros de dichas fuerzas puedan mejor robar combustible. La cosa tiene bemoles. Esto es a lo que nos lleva el adoctrinamiento, las opiniones aprendidas y la falta de criterio propio.
Pues yo, con el depósito más pesado y el bolsillo más ligero, subo a horcajadas de Rosaura dispuesto a cruzar la tierra alemana. Casco, guantes, pedal y… ¡en marcha!
Curioso: acabo de darme cuenta de que no me he cruzado con ningún motero por el camino en las últimas dos semanas. Debo de ser uno de los pocos jinetes que quedamos por estas carreteras de Europa a estas alturas del año.
En la región de Alemania que voy cruzando, la estación parece más atrasada en comparación con la Polonia que dejo atrás; curioso contraste que no creo se deba sólo al cambio de latitud, sino más bien a que avanzo justo en la dirección del máximo gradiente de temperatura media mensual, atravesando las isotermas en perpendicular.
Lo que no parece cambiar es la forma en que los polacos conducen, y estas carreteras alemanas están llenas de ellos. Se los distingue a lo lejos con facilidad porque van haciendo el capullo, saltándose los límites de velocidad y adelantando a lo tonto. Luego, cuando la distancia me permite ver la matrícula, verifico que en pocos casos me equivoco: casi siempre son coches del país vecino.
A lo largo del día voy dejando atrás algunos hoteles de buen aspecto y entorno sugerente, pero cuando empiezo a buscar alojamiento para esta noche ya no lo encuentro: me ha tocado recorrer cien quilómetros más y perder casi dos horas, parándome de pueblo en pueblo, mirando el mapa y cambiando de carreteras, hasta dar con un sitio donde poder quedarme: un feo hotel junto a un cruce con bastante tráfico pesado, a las afueras de Herzberg, que resulta ser un pueblo encantador: pequeño, tranquilo, con sabor y bien conservado. En la calle central hay una bonita pensión que, lamentablemente, descubro demasiado tarde.
Por pereza de no ponerme los tenis, estoy dándome el paseo con las botas de la moto; pero veo que cada vez estoy menos para estos trotes. Eso del calzado es una de las cosas en que más resiento la edad: en mis días de juventud, cuando iba con los amigos de excursión brincando por esos montes de Dios con grandes mochilas a la espalda, el calzado habitual eran las pesadas botas de Infantería (a las que, por tener un cuartel vecino, todos los chicos del barrio teníamos fácil acceso), y con ellas caminábamos veinte quilómetros diarios sin apenas notarlo. En aquellas escapadas la carga eran las mochilas; y las botas ni siquiera contaban como peso adicional: la sóla fuerza de nuestra juventud las llevaba. Ahora, en cambio, me basta una hora de caminar en ellas para que se me antojen como grilletes lastrados. Es el otoño, que no sólo a los campos de Polonia llega, sino también a mi vida.