Desolada terminal del ferry en Umea

El enorme contraste paisajístico entre ambos lados de la frontera sueca me ha hecho vago para la fotografía: después de dos semanas por Noruega, donde los paisajes luchan por el protagonismo y no hay que esforzarse para tomar excelentes instantáneas, ¿qué puede luego esperar fotografiarse en Suecia sin  tomarse uno demasiadas molestias? Esto es como agua comparada con el café: incolora, inodora e insípida.

Y la experiencia del Park Hotel, donde he pasado la noche, no ayuda a mejorar esa impresión: la acogida del empleado, un inmigrante de Oriente Medio, fue fría por no decir hostil; como fría era también la habitación que me tocó, sin radiadores. El lugar estaba desatendido, sin recepcionista ni camarero alguno. Luego, el desayuno una basura: la leche se había agriado en el cartón, no había té entre una variedad de infusiones herbales muy poco atractivas, ni más cosa sólida que unas lonchas de jamón york, una tarrina de queso para untar, pan de molde y cereales. Eso para que luego digan del nivel de vida en Escandinavia…

Lycksele to Umea and Holmsund

De Lycksele a Umea y Holmsund

Ciento treinta quilómetros de monótonos bosques y ya estoy en Umea, una ciudad para las bicicletas: las hay a miles, y las calles peatonales del centro están de ellas a reventar. Pero no a todo lo que vaya sobre dos ruedas da Umea su bienvenida: las motos no merecen aquí mejor trato que un coche, así que para aparcar a Rosaura me las veo y me las deseo. Todo el centro es de pago; ni una sóla plaza donde no haya que apoquinar. Al final la dejo en el parking, reservado al clero, de una iglesia algo escondida, dándoles una oportunidad para que muestren clemencia.

¡Ah, pero eso sí!: por fin he encontrado dónde viven las famosas suecas de las películas españolas del destape años 70. ¡Aquí están, en Umea! Imagino que también en Estocolmo. Al parecer, esas despampanantes rubias de ojos azules, altas, delgadas y guapas, se dan sólo en las ciudades; el campo no las produce, y si por error nace allí alguna enseguida se mudará donde haya urbanitas que la merezcan y tiendas para vestirse a la moda.

Ahora necesito encontrar una conexión a internet para comprar el billete del ferry que sale esta tarde. Pruebo en la oficina de turismo, pero resulta que ahí no funciona ni el ordenador ni la wifi que tienen a disposición del público. ¡Vaya una Escandinavia avanzada! Así que, como no tengo otra cosa que hacer y Rosaura está mal aparcada, aunque aún sea muy pronto me voy hasta Holmsund, donde está la estación marítima. Son veinte quilómetros desde Umea.

Al llegar, el lugar transmite una sensación de abandono que impresiona: un aire frío barre la extensa explanada de la terminal, desierta; y las aspas giratorias de unos generadores eólicos cercanos acentúan el aspecto desolado de este sitio. No se ve ni un alma.

Hay un único camión en la plataforma, esperando al embarque, pero aún faltan más de dos horas. Y hay también, aislada en medio de la explanada, una pequeña tienda de pescado. Me acerco y empujo la puerta: está abierta, pero no hay nadie tras el mostrador. Doy una voz y entonces sale al despacho una mujer muy guapa y muy simpática. Es, según me explica, un negocio autosuficiente y familiar, pescadores y ahumadores que venden sus propios productos. Como no voy a encontrar mejor ocasión para probar algo auténtico y casero, pido lo que la mujer me sugiere: un pastel de queso y pescado con una ensaladilla receta de la casa, que resulta delicioso. Ha valido la pena entrar aquí. Aprovecho también para comprarle dos buenas piezas de salmón a Andrej, que será mi anfitrión en Vaasa, Finlandia, al otro lado del Golfo de Botnia.

Todavía me sobra mucho rato y, para hacer tiempo, me doy una vuelta con la moto por el vecino pueblo de Holmsund; pero es un lugar carente de atractivo: parece una urbanización al estilo town norteamericana, con unas pocas casas ajardinadas por manzana, calles muy anchas, un parquecillo donde juegan algunos niños y unas canchas donde los jóvenes se ejercitan en no sé qué deporte.

Regreso a la terminal y me voy hasta el mismo borde del malecón. Según estoy allí contemplando el mar, un hombre ya mayor, la otra única persona que veo por los alrededores, se me acerca y me dice: “ahí está llegando ya el ferry”. Recorro con la mirada la superficie marina pero no veo nada. Él insiste, sí, sí, allí. Esforzando mucho la vista hacia el horizonte donde me indica, localizo por fin un punto apenas perceptible. Luego me dice: “he sido marinero y estoy acostumbrado a observar el mar”. Sí, recuerdo que, cuando trabajé en los barcos, siempre me sorprendía la facilidad que tenían los de cubierta para ver otros navíos en la distancia.

Poco a poco empiezan a llegar más vehículos: coches, camiones, caravanas, una que otra moto, y van llenando los carriles de espera. Caigo en la cuenta de que he pasado dos o tres días en Suecia y voy a irme ya sin haber necesitado cambiar moneda, sin perder dinero en comisiones de cambio, ni en esos restos que no sabe uno qué hacer con ellos. Son las ventajas del dinero de plástico y de los países donde se acepta sin problema en todas partes.

Empieza a haber movimiento en la terminal, aunque se ve poca agilidad. Media hora más tarde aún no han embarcado más que tres o cuatro camiones. Por fin, casi una hora después, les toca el turno a las motos. Los otros moteros son unos fineses que van también a Pietarsaari, a lo mismo que me ha invitado Andrzej: se festeja, con hogueras y algunos fuegos artificiales, el último fin de semana en las cabañas de verano, cerrando así la estación estival en Finlandia. A partir de ahí se supone que hace ya demasiado frío y poca luz, la gente vuelve a sus trabajos, los estudiantes a sus estudios, y la vida continúa.

Estos moteros son gente muy maja. En especial uno de ellos, un tipo mayor, tranquilo y experimentado que me ayuda a asegurar la moto con las trincas en la bodega. Yo aún no les he cogido el truco a esos tensores.

Una de las pequeñas cosas que disfruto en la vida es ver, desde la borda, cómo zarpa mi barco. Me gusta observar a los marineros en la cubierta de maniobra, cómo van soltando las amarras una a una, cómo el costado del buque va poco a poco separándose del muelle, tomando distancia, alejándose de tierra firme. Quizá sea que ese momento resume el encanto de viajar.

¡Y son tantos los viajes que he hecho en mi vida! A menudo ya no distingo unos de otros. Ahora, sin ir más lejos, estoy seguro de haber hecho este mismo trayecto alguna vez (si bien creo que en dirección contraria), hace muchos lustros, pero no recuerdo absolutamente nada de Umea, y mucho menos de Holmdsund. ¿Cómo salvé los veinte quilómetros de distancia que separan la terminal de la ciudad? Aquí no vienen autobuses urbanos, y con seguridad no cogí un taxi… Quizá alguien me acercó. Entonces yo era muy jovencito e inspiraba piedad.

Será ya muy tarde cuando llegue a Vaasa, y aún tendré que buscar el sitio donde tengo reservada una habitación para esta primera noche, así que esta es mi última reflexión de la jornada: me llama la atención el escaso número de pasajeros que vamos a bordo: tal vez menos de cien. Mantener esta ruta con ocho salidas semanales en cada dirección ha de ser ruinoso, y así parece que lo corrobora un letrero sobre cubierta según el cual se trata de un proyecto cofinanciado por la UE. Desde luego, esto sin financiación a fondo perdido sería inviable.

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Acerca de The Freelander

Viajero, escritor converso, soñador, ermitaño y romántico.
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5 respuestas a Desolada terminal del ferry en Umea

  1. Julio dijo:

    Muy chulo el travelling que te has marcado en el muelle de Holmsund, con el enfoque final en el cartelito de freelander

  2. Julio dijo:

    Lo que no me queda claro es, viendo el mapa, la ruta que hiciste: ¿sólo la azul oscura o también las azul claras? Ah, y no se ve dónde está Holmsund: ¿quizá detrás del ajedrezado que tapa Umea o junto a Normaling?

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