Un día más. ¿Cuántos van ya? Hace siete semanas que salí de casa; siete que viajo errabundo sin saber a dónde voy, con un vago rumbo norte, acaso huyendo del calor sin haberlo hasta ahora logrado. Ahora el sol nos sigue, a mi moto Rosaura y a mí, por los marjales de Lituania; pero tal vez esta tarde tengamos tormenta: apenas pasa del mediodía y ya una calima espesa comienza a dibujar perfiles de nube en el horizonte, como dibuja orillas el pigmento de acuarela en los bordes de la mancha acuosa.
A poco más de cincuenta quilómetros al norte de Kedainiai, donde he pasado la noche, me detengo en Panevezys, una fea ciudad industrial, con intención de explorar su casco antiguo en busca de algún tesoro oculto. Pero me decepciona bastante: fue casi totalmente destruido por las autoridades soviéticas en la etapa de industrialización que siguió a la SGM.
Al cabo de una hora pateando las calles más céntricas, cansado y sudoroso, vengo a tropezar con una escena que, al pie de un viejo edificio de ladrillo muy deteriorado, aislado en mitad de un solar, me atrae con fuerza casi irresistible: en las mesas de una terraza a la sombra de un toldo, un hombre canta en ruso una bella canción con informal desenfado acompañándose de su guitarra, mientras otros clientes ora le hablan, ora se le unen en coro al estribillo, o se enzarzan en alguna breve discusión. Me acerco un poco más, pero la aprensión me detiene unos instantes: el lugar es muy desaliñado, todos beben y algunos están ebrios. En estos países nunca se sabe. Al final, la curiosidad puede más y decido tomarme ahí algo.
Cruzo la puerta y me hallo en un local sombrío, sin ventanas y mal iluminado. Es una extraña cervecería donde, al parecer, no sirven otra cosa más que cerveza, de distintos tipos y marcas. No sé cuál pedir, así que me dejo aconsejar por la camarera, una joven muy guapa de grandes ojos azules y ese aire de mujer fatal, de esas que conducen a los hombres a la locura. Mas yo, que he venido a disfrutar del espontáneo cantor y no a volverme loco, cojo mi consumición y salgo a la terraza. Me siento a una mesa esquinada y me dispongo simplemente a escuchar…
Es el músico un hombre mayor, de pelo corto muy canoso, que entre sorbo y sorbo de su cerveza, entre charla y charla con los otros, arranca acordes a su guitarra mientras entona, con una voz bien timbrada, melodías de la vieja Rusia llenas de sentimiento. Con cierto disimulo que voy abandonando poco a poco, tomo algunas grabaciones de este momento único, irrepetible. (Por desgracia, la calidad del sonido es mala y se entremezclan las voces de los otros clientes, pero será un precioso souvenir.)
Como ellos despiertan la mía, yo he despertado también la curiosidad de los presentes y me siento observado, pero no mal recibido. Cuando he apurado mi cerveza, entro de nuevo al bar para pedir una segunda más otra para el cantante. Al regresar a la terraza, se la ofrezco sobre la mesa y el hombre me lo agradece, ‘spasibo’, haciendo un gesto con la cabeza. En seguida me doy cuenta de que acabo de granjearme las simpatías de los presentes. Al poco, alguien se dirije a mí. Es una pareja joven que habla inglés; los demás, sólo ruso y lituano. Me arrepiento como nunca de haber abandonado, en fase tan temprana, el estudio del ruso: apenas recuerdo nada de lo que aprendí. Pero la magia de la comunicación ya se ha realizado gracias a la música y al alcohol. Sin dejar un momento de escuchar al hombre de la guitarra, me pongo de charla con la pareja, aunque a veces también se nos une él, salvando como podemos el obstáculo del idioma. La atmósfera se distiende, todos me tratan con amabilidad, me preguntan sobre mi viaje, y nos hacemos algunas fotos.
Al cabo de un rato, uno a uno, el grupo se va disolviendo. Cuando el cantor se va me estrecha la mano con fuerza y yo le doy las gracias con mucho calor por haberme proporcionado una experiencia tan emocionante e intensa, de esas que se recuerdan toda la vida.
Quedamos solos en la terraza la pareja y yo, y les pregunto por la historia del guitarrista. Ellos tampoco están muy enterados, pero saben que es un músico ruso que tenía un grupo bastante conocido, que tocaban en bodas y fiestas o daban conciertos; pero al llegar “la modernidad” perdieron demanda, la gente joven buscaba ya otra cosa más “Europea”, sus canciones quedaron anticuadas y el grupo hubo de deshacerse. Ahora él era tan sólo un bebedor que de vez en cuando amenizaba a la concurrencia por el solo placer de cantar y tocar la guitarra. Encuentro triste el relato y, una vez más, pienso en los estragos que la globalización y el “progreso” causan sobre la diversidad cultural.
Llevamos ya quizá un par de horas en la terraza y el cielo ha ido nublándose cada vez más hasta quedar por completo cubierto. Entonces descarga la tormenta. Me preguntan estos dos qué planes tengo y les digo que ninguno. ‘¿Pasas en Panevezys la noche?’ No lo había pensado, pero sí, ¿por qué no? Sería tontería seguir viajando hoy, con esta lluvia. Son un binomio simpático estos dos, que en realidad no son pareja. Amables, se ofrecen a encontrarme un hotel y a hacerme compañía el resto de la tarde. Yo acepto de buen grado, pero antes, cuando escampa un poco, los invito a comer en el restaurante lituano de su elección.
El hotel es muy espartano, estilo soviético, pero más que suficiente para mí. Aunque está en el centro, si no hubiera sido por estos chavales nunca lo habría encontrado. Desde fuera no parece un hotel, y no figura en internet. Lo que menos me convence es tener que dejar la moto ahí, en mitad de la calle; pero malo será. Al acabar nuestro almuerzo me llevan a un bar que tiene, frente a la entrada, un árbol cuya corteza la gente ha “adornado” clavándole miles de llaves.
Ahí se nos une un amigo suyo, un tipo orignal, con desbordante personalidad y una conversación inteligente; y así, en esta compañía, se nos va consumiendo poco a poco la tarde. Esta es la mejor forma de conocer a un pueblo, me digo a mí mismo. Ni lecturas, ni documentales, ni medios de comunicación: el contacto directo con la gente, si puede uno permitírselo.
Hablamos de lo divino y de lo humano, como es normal; pero al fin va declinando la conversación. A mí ya no me cabe ni una cerveza más, así que decido regresar al hotel. Nos intercambiamos contactos de redes sociales y nos despedimos cordialmente.
Les agradezco mucho la experiencia, el haberme aceptado entre ellos y la ayuda prestada, pero cuando vuelvo hacia el hotel, y hasta que muere el día, no puedo dejar de pensar en el hombre de la guitarra, en sus nostálgicas y evocadoras canciones rusas y en su derrota a manos de la moda occidental…
Una vilguería de post.