Coquimbo junto al Pacífico
Copiapó, 25 de junio
El hostal se llama Cactus y la ciudad Copiapó, adonde vine hace tres días después de haber pernoctado en Coquimbo una sola noche, la primera de mi estancia en Chile, en una fría y chapucera habitación que reservé, sobre la marcha, entre la escasa oferta hotelera disponible cuando viajaba hacia allá desde Santiago. Arribé a esa ciudad al filo de las seis, poco después del ocaso y justo a tiempo para llegar aún con luz diurna al hostal (si así puede llamárselo), para lo cual tomé un colectivo (taxi compartido por varios viajeros) desde la terminal rodoviaria, como aquí llaman a las estaciones de autobús. El taxista tuvo que dar un rodeo porque la policía había cortado una calle en la que, según informaban por la radio, acababan de apuñalar a un hombre. Siniestra bienvenida. El dicho alojamiento, más albergue que hostal, quedaba junto a la plaza del Cohete y no era más que una casa particular cuya dueña alquilaba en la planta de arriba tres habitaciones. Bastante inhóspita la que me tocó, tenía por todo mobiliario una cama, dos taburetes fungiendo de mesillas, un roperito descuajaringado y un entrepaño ocupado por un frigorífico minúsculo y un dispensador de agua. Daba al exterior un ventanuco que, a causa de un cable de antena, no cerraba bien y por la rendija entraban el frío de la noche y los ladridos de los perros del vecindario. Lo único decente era la cama, grande y cómoda. Mi “baño privado” estaba ubicado en la planta inferior y era aún más desapacible: estrecho, oscuro, húmedo, frío y poco limpio, no invitaba a usarlo para ninguna de sus funciones; pero no tuve más remedio que ducharme, pues desde que salí de Canadá no había tenido ocasión de hacerlo, y venía bastante necesitado. Por suerte, al menos, había agua caliente.
Este maravilloso alojamiento me costó lo mismo, al cambio, que una pensión en el centro de Madrid; con lo que queda todo dicho. No extrañará, pues, que a la mañana siguiente, antes de la hora del check out hubiese ya –en contra de mi costumbre– preparado la mochila y encaminado mis pasos a la estación de autobuses para continuar mi viaje hacia el norte
Di un rodeo por la curiosidad de pasar junto a la playa, que resultó de las más feas que haya visto nunca, llena de vertidos orgánicos e inorgánicos, sin que faltase algún electrodoméstico viejo. Medio centenar de barcas pesqueras se mecían fondeadas en la bahía y, en una calle paralela a la orilla, algunos puestecitos de pescadores vendían su mercancía fresca. La zona me pareció muy poco atractiva. Dejando el mar a mi espalda me dirigí al casco urbano, y en un tinglado callejero que me pilló de camino le compré a la tendera una empanada, por saber a qué le llamaban así en Chile (viene a ser una empanadilla enorme) y con idea de comerla durante el viaje. Antes de ir a la terminal rodoviaria me agencié un cuaderno en una librería y me refresqué después con un jugo de mango (también a base de pulpa congelada, como el de Don Elías) en un pequeño restaurante mientras, emborronando con el inicio de este diario las primeras hojas de la libreta, hacía tiempo hasta coger el bus.
Es Coquimbo una ciudad con acento marinero que ocupa casi toda la superficie del peñón sobre el que se asienta, el cual, más o menos del tamaño del de Gibraltar (antes de las ilegales ampliaciones), se adentra como éste en el mar a modo de península. Seguramente en su origen fue sólo el pueblo pesquero de la vecina y más principal ciudad de La Serena (fundada por un extremeño), que se encuentra en el centro de la amplia bahía, toda ésta una larguísima playa de 20 km de longitud. Ahí, orilla al Pacífico, es donde están los complejos turísticos y hoteleros, los bloques de apartamentos playeros, los bares y restaurantes chic; en resumidas cuentas: el dinero. Justo el ambiente que no me va, aunque el casco antiguo de La Serena es –según aprendería más tarde– muy diferente.
Copiapó en el páramo
El hostal Cactus es un alojamiento barato, montado en las traseras de una casa a base de habitaciones de madera entre las que discurre un corredor desigual, angosto y quebrado, bastante umbrío, que le da al conjunto un aspecto de judería. Este largo y estrecho patio está provisto aquí y allí de asientos y alguna que otra mesa, sentado a una de las cuales me hallo ahora, recibiendo sobre cabeza y hombros los últimos rayos de sol que hoy –pese a ser poco más de la una– van a incidir en este pequeño dédalo. Las habitaciones son frías y huelen demasiado a desinfectante industrial (del que muchos hoteles abusan sea por una neurosis higiénica, sea fruto del traumatismo colectivo ocasionado al mundo entero a raíz de la gripe covid), así que, mientras escribo, he dejado mi cuarto abierto de par en par para que se desodorice y se caliente un poco. La temperatura en Copiapó, durante los días que llevo aquí, está en unos ideales veinticinco grados de máxima, pero por las noches refresca considerablemente, y estimo que las mínimas andarán en torno a los diez Celsius, si no menos. Me gusta este clima continental seco, que aquí es superseco y, en esta época del año, no excesivamente caluroso. Si uno gusta de calentarse no tiene más que ponerse al sol, pues los cielos están siempre despejados. Estos días, además, hace algo de viento, que atempera los extremos. Es una lástima que la ciudad no sea muy agradable. Para mi gusto la encuentro bulliciosa, llena de ruidosos perros y bastante cara en comparación con España. La cerveza más barata, por ejemplo, cuesta tanto como la más cara en el mejor pub donde yo vivo; y sobre precios de restaurantes ya he hablado. El zulo donde hoy me alojo cuesta lo mismo que una habitación corriente allá en mi tierra.
Según me ha dicho la anfitriona del hostal donde he pasado las dos noches anteriores, Copiapó vive de la minería y por eso es tan caro; pero yo encuentro dudosa esta explicación, ya que aquí estoy viendo el mismo nivel de precios que en Coquimbo, Santiago u otras localidades donde he estado mirando alojamiento. Se nota, eso sí, que al país llega mucha divisa potente: euros, libras y sobre todo dólares useños; y se dejan sentir también los vicios del consumidor norteamericano, pues los restaurantes (hasta los más económicos) añaden en la cuenta una “propina sugerida” del 10 al 15 por ciento. Menos mal que aquí no es obligatoria para el cliente, como lo es por ley en Costa Rica.
Tempranas impresiones sobre Chile
De momento no están siendo especialmente favorables. Dejando a un lado los paisajes desérticos que tanto amo, la excelente red de transporte colectivo rodado y la calidad de la carne de vacuno, lo demás está decepcionándome un poco: las infraestructuras urbanas, las construcciones e instalaciones, los servicios, los espacios comunes así como privados, la hostelería y la restauración son, en general, los propios de cualquier país en vías de desarrollo; mejores, sí, que –por ejemplo- en El Salvador, pero no que en Costa Rica o Guatemala. Las calles están poco cuidadas y la seguridad deja mucho que desear. El índice de delincuencia es relativamente elevado. Leo bastantes comentarios en Booking de huéspedes a quienes les han robado. Y sin embargo, pese a esta cutrez, el nivel de precios es muy elevado, entre el doble y el triple que el español (para una calidad equivalente) en casi todo salvo quizá el transporte público y algunos productos nacionales. Tengo aquí la misma impresión que me ocasionó Costa Rica un año antes: la de un país donde el precio de bienes y servicios guarda una gran desproporción respecto a su verdadero valor.
En cuanto a los habitantes, por lo poco visto hasta ahora están pareciéndome más bien secos. En general parecen educados, sí, pero lo justo. Y en el particular sector de la hospedería, que a diario me afecta, los encuentro tal vez más peseteros que la media. Procuran, por ejemplo, en lo posible no proporcionar ni factura ni recibo del pago; tienden a olvidar compromisos anteriores y precios previamente acordados, tirando de éstos hacia arriba en cuanto pueden; son manifiestamente rehacios a cumplir la ley que exime a los extranjeros del IVA; desconfían bastante del cliente, cobrando siempre por adelantado, etc.
Por último, en el capítulo de la restauración, de momento la experiencia no es mucho mejor, con una atención en general poco profesional, y esa fea costumbre de poner mala cara si no se les deja la “propina propuesta”, que por defecto incluyen casi siempre en la cuenta.
No sé si en lo que me queda de estancia, que son dos meses largos, cambiarán todas o algunas de estas impresiones, pero por ahora esto es lo que hay.
Para concluir este capítulo, diré que observo –en comparación con otros países– una fuerte persistencia del trauma por la campaña del pánico covidiano: una perceptible proporción de la población –talvez en torno al 10-15%– lleva todavía el tapabocas por la calle, y especialmente en las tiendas. En cierto modo esto es comprensible, dado que el gobierno chileno ha sido uno de los últimos del mundo en declarar el final de la mal llamada pandemia, hace tan sólo uno o dos meses, y el pueblo, claro está, tiende a creer lo que su gobierno le dice.