Del espionaje y sus tramas

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La inherente dificultad para interpretar las actividades de espionaje

 

Un espía, según el diccionario y en la acepción que nos interesa, no es más que una persona al servicio de un Estado para averiguar informaciones secretas, generalmente de carácter militar. En principio, no hay mayor misterio en esto. Pero para poder hacer dichas averiguaciones lo más corriente es que el espía pretenda ser quien no es o realizar una actividad que —sin ser necesaria o enteramente fingida— le sirva para disimular lo que en realidad se propone; y esto ya supone un obstáculo desde la perspectiva de un hipotético espectador externo, ajeno a todo, que quiera evaluar lo que hace la gente a su alrededor. Este propósito de comprender e interpretar adecuadamente el comportamiento de los demás es trivial, o relativamente sencillo, en la inmensa mayoría de los casos, pero deja de serlo en cierta medida — mayor cuanto más “ascendamos de nivel” — cuando el objeto de nuestra atención es un espía.

Por ejemplo: si veo salir un camión del butano del cuartel de infantería, asumiré —por inferencia— que su conductor ha ido a entregar bombonas llenas y llevarse las vacías, sin ningún otro fin; y seguramente no me equivocaré, pues la inmensa mayoría de la gente está haciendo exactamente lo que aparenta hacer; pero si el butanero es un espía que ha ido a tomar nota de la disposición de las instalaciones militares, mi inferencia habrá sido errónea. No obstante, comprenderé la verdad sin mayor problema si alguien me la explica.

Así, las actividades de un agente del “primer escalón” (por así decirlo) son el nivel de disimulo más simple que un observador externo debe entender para interpretar correctamente los movimientos de aquél. Y del espía que no hace exactamente lo que aparenta hacer podemos decir que tiene, si no una doble vida, al menos una doble ocupación. A su vez, la misión de este agente podrá variar en grado de complejidad, desde hacerse pasar por un simple operario, por ejemplo, que se limita a anotar y transmitir todo lo que pueda ser de interés para sus mandantes, hasta infiltrarse en los cuadros o la estructura del estado para intentar obtener información de más “valor añadido”. A estos últimos se los llama “topos” o “submarinos”.

[Aclaración: cuando hablo de niveles o escalones, no me refiero a jerarquías dentro de las agencias de inteligencia, sino a las ‘capas de disimulo’ o a los ‘peldaños lógicos’ que hay entre lo que alguien hace y sus fines últimos.]

El segundo nivel de dificultad supone un salto cualitativo importante respecto al anterior: se trata del contraespionaje, que es —tirando otra vez de diccionario— el servicio de defensa de un país contra el espionaje de potencias extranjeras. Su finalidad, pues, en el caso más sencillo es descubrir y en el más difícil espiar a los agentes del otro estado. De manera que ahora, para que nuestro hipotético espectador pueda comprender las acciones del contraespía —lo cual supone un mayor desafío cognitivo— necesitará no sólo más información, sino más capacidad de abstracción.

El tercer nivel lo presenta el caso del topo infiltrado no en una estructura cualquiera del otro estado —pongamos, el Ministerio de Defensa— sino en sus cuadros de inteligencia mismos, haciéndose pasar por uno de sus espías. Y aquí es donde la cosa empieza a embrollarse considerablemente, no sólo para nuestro espectador externo sino, en ocasiones, para el propio submarino, pues, trabajando para su gobierno, ha de simular que lo hace para el contrario; y simularlo además con el suficiente grado de verosimilitud —y por consiguiente de eficacia— como para, en la práctica, no diferenciarse de sus “colegas” ni resultar sospechoso. De hecho, no es raro que esta ocupación acabe por provocarle al contraespía una considerable confusión psíquica y emocional, producto de llevar no una doble vida, como los del primer escalón, sino triple: a) una pretendida actividad civil, b) un falso espionaje al servicio del gobierno extranjero y, por último, c) un verdadero contraespionaje en favor de su país. Pensemos, pues, que si dicho agente puede llegar a desorientarse respecto a quién es y a quién sirve en realidad, cuánto mayor no será el desconcierto del hipotético observador que intente desenmarañar y llegar a entender con claridad los movimientos, las maniobras, las lealtades y los objetivos últimos de aquél.

Pero lo alambicado de estos asuntos no se agota en el contraespionaje, ya que las distintas “capas de disimulo” pueden ir superponiéndose unas a otras en una sucesión sólo acotada, en la práctica, por los severos límites de la astucia humana. Así, por ejemplo, un agente extranjero particularmente audaz podría, con el conveniente apoyo y al cabo de un tiempo, hacerse pasar por un leal submarino de nuestro estado que ha “logrado infiltrarse” en la agencia de inteligencia de su propio país, despistando de este modo a nuestro gobierno e impidiéndole que descubra —u obstaculizándolo al menos— a otros espías del bando de aquél. La comprensión del asunto, como vemos, se complica conceptualmente, en abstracto, de manera considerable a medida que “subimos niveles”. Y estas barreras tendrá que superarlas intelectualmente el observador externo que desee entender las actividades del espionaje.

Consideración aparte, pero no menor, merecen los llamados “agentes dobles”, que son espías al servicio simultáneo de dos potencias rivales, pero que no profesan lealtad a ninguna de ellas, o tal vez lo hacen a una tercera.

En fin, un auténtico lío, sin duda.

 

El espionaje de ficción

 

Pues bien: una vez expuesta la consustancial opacidad de todo lo relacionado con el espionaje y lo complicada que puede resultar la tarea de entender el meollo de algunas de sus tramas, el observador externo se encontrará con nuevos y mayores escollos al abordar la correspondiente literatura de ficción, ya que los escritores que se dedican a este género gustan, por regla general, de complicar artificialmente sus intrigas; de modo que si en ocasiones ya nos resulta difícil —aun disponiendo de todos los datos— deshacer el ovillo de un asunto real de espionaje para dejarlo al alcance de nuestra comprensión, ¿cuánto más arduo no será cuando el novelista nos escamotea información o, peor aún, nos ofrece otra engañosa para confundirnos deliberadamente?

Claro está que no todas las ficciones de este tipo son igual de indescifrables para el lector medio. Algunos novelistas nos proponen un desafío, a modo de juego honesto, para que ejercitemos el cacumen, a cuyo fin nos dosifican la información de modo que nos resulte más “divertido”, pero sin llegar en ningún momento a hacernos trampa. Otros, en cambio (sin duda los menos profesionales), no titubean en usar “malas artes” literarias con objeto de que nos resulte imposible descifrar la intriga hasta el final, y acaso ni siquiera entonces. De hecho, a veces pienso que este género de ficción es, en el fondo, una forma de onanismo intelectual por parte del escritor.

Con todo, en torno a los relatos de espionaje —sobre todo en el subgénero de contraespionaje— existe un grado máximo de complejidad expositiva, rayana en el sadismo, que nos llega de la mano de los cineastas. Y es que, sobre la dificultad inherente de tales tramas, y sobre el obstáculo añadido por los novelistas que nos ofrecen una información limitada o dosificada, el cine introduce a menudo —por no decir casi siempre— complicaciones adicionales mediante cualquiera de sus muchos trucos: escenas ambiguas o del todo incomprensibles, imágenes oscuras, tomas relámpago, alusiones en una clave que sólo el guionista conoce, medias palabras, referencias crípticas, equívocos flashbacks, rápida sucesión de nombres que el espectador no puede retener, etcétera. A diferencia de un libro, que siempre permite volver sobre lo leído cuantas veces haga falta, tomar notas, subrayar detalles, apuntar nombres, lugares y fechas, en una sesión de cine los datos que no captemos y retengamos en el momento serán —salvo que controlemos el mando del reproductor— información perdida, a detraer de la ya escasa e incompleta que el cineasta quiera ofrecernos. Por consiguiente, las películas de este tipo suponen en la práctica, con demasiada frecuencia, un ejercicio de comprensión estéril, un devanarse los sesos inútilmente, una contienda de antemano perdida contra un oponente —el guionista— que juega con las cartas marcadas; un reto que, personalmente, me acomplejaría si no fuese consciente de que el rival es un tahúr ventajista y fullero. La única excepción, para mi gusto, son aquellas pelis que me proporcionan al menos una gratificación audiovisual o emocional, ya que en tal caso no me importa verlas varias veces, si es preciso, para llegar a entender la trama en todos sus detalles.

En cualquier caso, confieso que nunca he llegado a dilucidar con suficiente convicción cuál es la finalidad última de este género cinematográfico. En principio, cabría pensar que es la misma que la de cualquier otro: ganar dinero; pero a continuación me pregunto si estas produccioness tienen un nicho de mercado lo bastante grande como para resultar rentables, dado que la gente con la que hablo suele mostrar poco interés en ellas, precisamente por lo incomprensibles que son. El sadismo intelectual de los cineastas del contraespionaje tendría que corresponderse con un equivalente masoquismo por parte del público, y no sé si hay suficiente público de esta clase para rentabilizar ese género. A menudo tiendo a atribuirles, a tales guionistas, el mismo pecado que a los novelistas en los que, por regla general, basan sus historias: la vanidad, el onanismo mental, el deseo íntimo de sentirse más listos que el resto de la gente; pero como el cine es muchísimo más caro que la literatura, no sé si las productoras están dispuestas a asumir riesgos financieros para satisfacer vicios ajenos.

 

Entonces, ¿tiene alguna otra finalidad el cine de contraespionaje?

 

Enfrentado a esta pregunta, mi hipertrofiada suspicacia me ha llevado a elaborar la siguiente teoría, quizá algo disparatada pero no del todo inadmisible, espero.

Desde su invención, el cine —en especial el de Hollywood, pero no sólo— ha jugado una papel propagandístico y de adoctrinamiento tan difícil de exagerar como imposible de negar. Los gobiernos y ciertos grupos de presión están dispuestos a financiar, sin reparar en pérdidas, películas que transmitan a la población determinados mensajes que ellos consideran importante o necesario hacernos llegar. No es necesario ser muy listo para pensar en varios ejemplos, el más evidente y repetido de los cuales es el famoso holocausto nazi, sobre el que no voy a extenderme; pero no sería imposible que el cine de contraespionaje cumpliera, al menos en parte, un cometido similar; en concreto, el de infundir al ciudadano una doble sensación — y, si es posible, convicción: por un lado, la de impotencia, indefensión e incluso temor ante el poder de los gobiernos, con toda su capacidad de vigilancia orwelliana; por el otro, la de nuestra propia mediocridad intelectual, nuestra inferioridad mental, que se derivaría del hecho de no poder entender la trama de una película.

Llámeme el lector conspiranoico, pero si esas dos impresiones que el cine de contraespionaje, al presentar esta actividad como aún más indescifrable de lo que es, nos crea en mayor o menor grado no son deliberadas, son al menos convenientes para gobiernos y poderes fácticos, que siempre nos quieren obedientes y sumisos. El fenómeno de la indefensión aprendida está de sobra estudiado por los psicólogos, y quien tenga interés en él puede encontrar abundante información en internet. De forma resumida, viene a decir que el individuo que se siente inferior e inerme es más fácil de controlar, dominar u oprimir que el que se sabe capaz y apto. No veo, pues, en principio por qué quienes tienen las riendas del poder —y también las de la industria cinematográfica— iban a querer desaprovechar las posibilidades de ese género de cine para inducir, en la percepción de los ciudadanos, dicha indefensión.

Pero esta tesis tiene al menos un fallo: si, según mis propias premisas, no hay mucha audiencia para este género de cine, entonces sus efectos sobre la población serán pequeños y por tanto la presunta finalidad de lavarnos en masa el cerebro fracasará. Así que o bien me equivoco al estimar que el contraespionaje tiene poco público, o bien mi teoría no se tiene en pie, a menos que nuestros amos sean capaces, mediante otras tácticas, de conseguir que veamos esas películas igualmente.

No obstante, como siempre, confío en el mejor criterio de mis lectores para que, poniendo sus comentarios a continuación, me saquen de mis errores.

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Sodoma y Gomorra: una aparente paradoja de la homosexualidad

Historia de SODOMA y GOMORRA - resumen corto!!

En un descriptivo —y bastante plañidero— pasaje del cuarto libro, Sodoma y Gomorra, de su obra magna En busca del tiempo perdido, Marcel Proust, que algo sabía de homosexualidad —pues tal era su natural inclinación— escribía lo siguiente:

[El señor Charlus] Pertenecía a la raza de esos seres […] cuyo ideal es viril precisamente porque su temperamento es femenino. […] Amantes, en fin, [que] se enamoran precisamente de un hombre que no tiene nada de mujer, de un hombre que no es invertido y que, por consiguiente, no puede amarlos; de suerte que su deseo no se vería nunca satisfecho si el dinero no les proporcionara verdaderos hombres y si la imaginación no acabara por hacerlos tomar por hombres verdaderos a los invertidos con los que se han prostituido.

Cuando yo era jovencito, mucho antes de que se inventara lo woke, antes también de popularizarse lo LGBT, cuando el término “homosexual” se consideraba una cursilería, un eufemismo por “marica”, y el anglicismo “gay” aún no nos había llegado, me entretenía pensando que si a los sarasas les gustaban los hombres porque ellos se sentían mujeres, y si a las lesbianas les sucedía lo mismo pero a la inversa, ¿por qué no se juntaban los unos con las otras para formar parejas entre sí? Pues si a un marica —razonaba yo— le gustan los hombres “de verdad”, los que lo son no sólo biológicamente sino también en espíritu, en temperamento, y que por consiguiente aman a las mujeres “de verdad”, las que lo son en cuerpo y alma, ¿cómo iba a encontrar aquel invertido uno de estos verdaderos hombres que lo quisiera? E idéntico razonamiento, pero al revés, cabía hacer respecto a las marimachos. El remedio me parecía evidente: que los hombres cuyo instinto es de mujer se emparejen con las mujeres cuyo instinto es de hombre. Así tanto los unos como las otras podrán satisfacer sus deseos, pues amarán y serán correspondidos por alguien que obedece a su ideal; al menos en la faceta psíquica, la que atañe al carácter, a la índole personal. La faceta física es, desde luego, una exigencia que mi remedio no solucionaba, pero, bien pensado, quizá sea menos importante que la anterior. Por un lado, los hombres de Sodoma suelen ser ahembrados en conducta y aspecto, como son viragos las mujeres de Gomorra, de suerte que unos y otras se aproximan relativamente al ideal de su contraparte. Y por otro lado, a la hora de mantener relaciones sexuales, ¿importa mucho, en realidad, quién tenga el órgano cóncavo y quién el convexo? Lo principal es estar con la persona amada y que el acoplamiento físico sea posible y placentero. Si mediante un hechizo fuera factible pegarles el cambiazo a dos personas cualesquiera durante la copulación, de modo que sus elementos reproductores se intercambiasen, es probable que, con la excitación del momento, no se diesen ni cuenta o, al menos, que les trajera sin cuidado. ¿Hay comunión emocional y sentimental? Sí. ¿Hay sexo? También. ¿Y orgasmo? Haylo. Pues entonces ya está.

Así conversaba yo conmigo mismo, de joven, por puro ejercicio intelectual. Pero como no soy homosexual, ni hablé jamás de tales temas con ninguno que lo fuese, nunca supe cómo piensan al respecto; y pues veía además que muchos de ellos no cesaban de quejarse amargamente y de hacer cada vez más ruido para llamar la atención de la sociedad, acababa por convencerme de que algo erróneo tendría mi razonamiento, algo debía escapársele a mi apreciación del tema, para que maricas y tortilleras no adoptaran de manera universal mi propuesta de emparejamiento, que quizá incluso fuera un despropósito. Sin embargo, muchos años después me dio por leer a Proust y, para mi sorpresa, en el mencionado libro encontré, aparte del pasaje ya citado, el siguiente, también referido a los invertidos:

Unos, sin duda los que tuvieron una infancia más tímida, no se preocupan apenas del tipo material de placer que reciben con tal de que puedan asociarlo a un rostro masculino. Mientras que otros, seguramente por tener más violentos los sentidos, asignan a su placer material localizaciones imperiosas […] Para ellos las mujeres no están del todo excluidas, [y] buscan a aquellas a quienes les gustan las mujeres, porque ésas pueden [ser para ellos como] un joven, aumentar el placer que sienten con él; más aún, [estos invertidos] pueden, de la misma manera, sentir con ellas el mismo placer que con un hombre. […] En las relaciones que tienen con ellas, representan, para la mujer que ama a la mujer, el papel de otra mujer, [en tanto que ella] es para él casi un hombre…

Pese a que en este párrafo (abreviado para dejar sólo lo esencial) la alambicada prosa de Marcel Proust no ayuda precisamente a exponer con claridad el meollo de la cuestión, creo que éste se entiende de todas formas: en suma, el escritor viene a decirnos que —al menos para una parte de los habitantes de Sodoma, aquellos que tienen más violentos los sentidos— una habitante de Gomorra puede ser una compañera válida, y viceversa; lo cual confirma el acierto de aquellos pensamientos míos de juventud: no iba yo tan descaminado ni eran tan disparatadas mis ideas, visto que ya no es mi ignorancia quien habla, sino la autoridad de un verdadero experto.

Y una vez confirmado lo razonable de tal arreglo entre dos invertidos del sexo opuesto, nos encontramos con una pareja mixta que, paradójicamente, en nada se diferencia de cualquier otra en muchas facetas de la vida y que puede, por tanto, pasar desapercibida de cara a la sociedad. Además, como varón y hembra que son, pueden tener hijos propios sin necesidad de adoptar los ajenos —cosa no siempre sencilla para compañeros del mismo sexo— e incluso casarse por la Iglesia si es su deseo. Es probable, por otra parte, que tales invertidos se ahorren la inevitable frustración que aguarda a esos otros que, según Proust, tuvieron una infancia más tímida — y que no hallarán con facilidad heterosexuales dispuestos a amarlos; y cabe esperar así mismo que se sientan mucho menos inclinados a manifestar ese victimismo tan habitual entre los de su especie. Pero en realidad, si bien se mira, quizá esta paradoja sea más aparente que verdadera, puesto que si, para dar satisfacción a nuestra líbido, lo natural es que busquemos a alguien con una orientación sexual no tanto diferente como complementaria a la nuestra, como hacen los heterosexuales y es también el caso de las parejas formadas entre un habitante de Sodoma y una de Gomorra, entonces nada debería tener de extraño, en el fondo, que un hombre que se autopercibe como mujer y una hembra que se autopercibe como varón se atraigan mutuamente. De hecho, todos tenemos un lado masculino y uno femenino, de modo que tal vez la homosexualidad no sea más que una cuestión de grados. Con frecuencia ocurre —y así lo afirma también Proust en su obra— que los hombres de índole menos viril y las mujeres de temperamento menos femenino suelen ser del gusto mutuo. Lo que pasa es que sólo llamamos invertidos a quienes, en ese contínuo que va desde el carácter femenil hasta el varonil, se encuentran más hacia la zona que no corresponde a su sexo biológico.

De modo que, a fin de cuentas, quizá sea esa la única diferencia entre los considerados gays y el resto de la gente: cosa de estar ubicados en un punto u otro del espectro Marte-Venus, en el cual la “normalidad” no tiene unas fronteras nítidas. Y si esto es así, a lo mejor no es del todo acertada la metáfora proustiana que sitúa a los homosexuales en Sodoma y en Gomorra, aparte del resto de los mortales, como un grupo diferenciado; y también sería inoportuno considerarlos acreedores a una particular atención social. Una vez que las leyes dejaron de penalizar la inversión y prohibieron, además, toda discriminación basada en la orientación sexual, paréceme que el asunto debería haber quedado zanjado políticamente. ¿A qué, pues, seguir dando la matraca con él? Es más: creo no equivocarme mucho al pensar que si hoy en día existe alguna animadversión hacia los homosexuales, en buena medida es culpa de la insistencia institucional en mantener vivo un problema que se solventó legalmente, y con todas las garantías, hace décadas; una insistencia que, lejos de normalizar las relaciones sexuales del tipo que sea, quizá sólo contribuya a perpetuar o incluso empeorar, so capa de erradicarlo, el estigma que ha marcado a los invertidos durante siglos, aunque ahora la causa de ese estigma sea diferente; a saber: la percepción por la sociedad —o al menos una parte de ella— de la injusticia inherente a la “discriminación positiva” —ese cínico oxímoron— de la que es objeto el mundo gay y que, además, le cuesta un dineral al contribuyente: recursos médicos asociados al tratamiento de las disforias de género y a los cambios aparentes de sexo, gastos acarreados por las manifestaciones del “orgullo” y por todas las políticas LGBT, subvenciones y organismos públicos ad hoc, etcétera. Una insistencia, por último, acaso enojosa o incómoda para muchos homosexuales que sólo desean que políticos y medios de comunicación se olviden de ellos y no los expongan —y menos aún los exhiban— constantemente a la opinión pública para colgarse medallas a la tolerancia y la virtud.

Para justificar esta porfía institucional se dice a menudo que es importante concienciar a la sociedad de que los homosexuales necesitan especial consideración; pero rara vez se nos explica con claridad el por qué. La inclinación sexual es una preferencia personal como cualquier otra. Y la “identidad de género” es una percepción puramente subjetiva, psíquica, a menudo inducida por una excesiva e innecesaria exposición, precisamente, a esos mismos mensajes LGBT, los cuales generan en niños y adolescentes una incertidumbre sobre su propia sexualidad que, de no ser por dicha exposición, quizá no sentirían jamás. Es cierto que en ocasiones la identidad de género produce una disforia, y ésta, como problema de salud mental, ya cae dentro de las necesidades básicas; pero la disforia de género no es necesariamente más angustiosa que cualquier otra, un problema a ser tratado por los profesionales cuando sea preciso, pero sin prioridad respecto a otros pacientes, sin tanta publicidad y, desde luego, sin consumir unos recursos que podrían destinarse a curar problemas de salud bastante más graves y objetivos. Aparte de que, siendo mucho mejor prevenir que curar, la aparición de la disforia de género podría prevenirse con relativa facilidad sin más que dejar de provocarla mediante la propaganda woke, cuyos verdaderos impulsores no son precisamente los homosexuales y cuyo objetivo real dista mucho de ser ético o bienintencionado.

Aun así, quizá haya cierta inconsistencia en la retórica LGBT, pues por un lado insiste en que los invertidos no son enfermos mientras que, por el otro, cada vez exige más gasto público para su tratamiento psicológico, farmacológico o quirúrgico. Acaso deberían de aclararnos un poco esta contradicción. Marcel Proust, desde luego, nunca concibió —y he de estar de acuerdo con él— la homosexualidad como una enfermedad, sino como una inclinación natural, una querencia psíquicamente similar a otras aficiones y que no precisaba de la medicina, por mucho que le plantease al invertido —y continúa haciéndolo— problemas prácticos bastante peculiares y que lo deshonrase socialmente. Como queda dicho, él ya señaló un recurso bastante pragmático: el maridaje entre Sodoma y Gomorra.

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Del homicidio sin víctimas y el equívoco derecho a la vida

No temas; tú no verás caer la última gota que en la clepsidra tiembla.

Antonio Machado lo expresó con su admirable lirismo en aquel breve y bellísimo poema que siempre me ha embargado; si bien, creyente como él era, lo finalizó con estos versos:

Dormirás muchas horas todavía
sobre la orilla vieja,
y encontrarás una mañana pura
amarrada tu barca a otra ribera.

Machado pensaba que, aunque no podamos ser testigos de nuestro propio tránsito de la vida a la muerte, seguimos luego existiendo en el otro mundo. ¡Dichosos los que tienen fe! A los demás, la ciencia nos ha dejado indefensos ante la parca.

Reflexionar sobre la vida y la muerte nos lleva a veces a paradojas. Alguien expresó un pensamiento similar al del poeta, pero de una forma un poco diferente, algo así como (cito de memoria): “Mientras vivimos, la muerte no es, y cuando morimos, la vida ya no es; así que ¿para qué preocuparse?” Estoy de acuerdo con ese apotegma cuando hablamos en sentido abstracto, o sea, en cuanto la muerte significa “dejar de existir”, pasando por alto el dolor físico y el padecimiento moral que suelen acompañarla. Y es que, cuando sobreviene sin esperarla ni darse uno cuenta, no deberíamos considerarla ninguna tragedia, sino más bien al contrario; y, de hecho, tal es el tipo de final que muchísima gente desea para sí: indoloro y por sorpresa. Sigue leyendo

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¿Sueñan los androides con bebés eléctricos? La píldora como mutación involutiva

La secuencia reproductiva de los mamíferos

El abecé del darwinismo es la supervivencia de los individuos mejor adaptados: a lo largo de las generaciones de cualquier especie se producen millones de mutaciones genéticas aleatorias, algunas de las cuales, de vez en cuando, resultan en individuos con una mayor probabilidad de transmitir su genoma. Pero la evolución en sí misma no busca ninguna clase de “perfección”, y los mecanismos adaptativos —mero fruto del azar— a los que la genética va llegando con el devenir del tiempo distan mucho de ser los óptimos para cada función. Si se perpetúan de una generación a otra no es por su idoneidad, sino porque resultan ser un poquito más útiles que otras mutaciones.

Así, la estrategia de reproducción con que la naturaleza ha dotado a todos los mamíferos (y muchos otros animales) se basa en una secuencia de causas y efectos cuyos eslabones esenciales son los siguientes: a) instinto de apareamiento –> b) fecundación/gestación/progenie –> c) instinto maternal. La continuidad y el correcto funcionamiento de esta cadena es el mínimo necesario para que haya transmisión genética. Pero no es una estrategia perfecta, ya que basta con que falle alguno de sus eslabones en una suficiente proporción de los individuos de una especie, para que ésta corra grave riesgo de extinguirse. Con todo, ha sido sumamente eficaz a lo largo de toda la historia evolutiva y hasta hace muy poco.

Es esencial comprender que la naturaleza no ha sido capaz de diseñar ningún instinto de “procreación” stricto sensu, es decir, una necesidad innata de tener descendencia. Lo que ha desarrollado son mecanismos varios que, Sigue leyendo

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Los niños del paraíso. Una reseña.

(No contiene spoilers)

Los niños del paraíso (Les enfants du paradis) es una obra maestra del cine que, sin embargo, no estoy seguro de recomendar a todo el mundo.

Se trata de una película francesa del año 1945, en blanco y negro, dirigida por Marcel Carné, con guión del poeta Jacques Prévert y encuadrada, según los entendidos, dentro del “realismo poético”. Su título hace referencia a los pobres que ocupaban los asientos del paraíso (el gallinero) en las salas de teatro. La acción transcurre en el París de 1820 y hace alusión a algunos personas reales de aquella época, así como a compañías del mundo de la farándula, en torno al cual gira toda la historia, que no obstante es ficticia. En cierto modo, se trata de un homenaje al teatro, y las obras de las que se representan algunos fragmentos están ligadas a la narración. Sigue leyendo

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Probando el cine iraní, para variar

Los carteles de cine están pensados para ser muy descriptivos: en una única imagen tratan de mostrar lo mejor posible el tipo de historia que el espectador potencial puede esperar de la película.

En lo que respecta al cine iraní, mi plataforma online sólo ofrece 25 películas de ese país (todas ellas recientes), cuyos carteles muestran los siguientes tipos de imágenes:

  • Niños (6)
  • Hombres + mujeres (7)
  • Sólo hombres (3)
  • Sólo mujeres (8)
  • Otros (1)

De manera que, simplemente mirando a la cartelera, ya se ve con claridad que hoy en día el acento se pone sobre relatos cuyo protagonista es una mujer; de hecho, la preponderancia de mujeres en los carteles de cine no se limita a Irán, sino que es generalizada; de lo cual pueden sacarse varias inferencias, no mutuamente excluyentes: Sigue leyendo

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Cómo encontrar películas digeribles: un somero repaso del cine universal

(Foto: dreamstime.com)

Durante los últimos meses he estado peinando mi plataforma de cine online en una incesante búsqueda de películas sin contenido woke; e incluso, en la medida de lo posible, desprovistas de toda ideologización. Pero el paisaje es bastante oscuro, por no decir descorazonador.

Desde luego, es comprensible que el cine —como la literatura— juegue un importante papel en la difusión de ideas. Nada que objetar a eso. Mi crítica deriva del marcado sesgo de tales ideas, producto de un cine monopolizado, controlado o canalizado por un pequeño grupo de poderes fácticos (en buena parte integrantes, por cierto, de determinada insidiosa minoría) que, normalmente con algún objetivo egoísta o visionario, financia o patrocina sólo ciertas perspectivas o actitudes y dificulta o excluye la expresión de sus alternativas, sobre todo cuando se le oponen. Sigue leyendo

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“El ruiseñor errante”, o cómo hacer buen teatro

Realizada en Japón en el año 2016, esta obra del director Hidenori Inoue, con guión de Yutaka Kuramochi -nombres que a la inmensa mayoría de occidentales no nos dirán absolutamente nada-, es una de las producciones teatrales más atractivas que he visto últimamente. No se trata de teatro llevado al cine, sino de la filmación cinematográfica de una representación real, donde las cámaras atraviesan con frecuencia la cuarta pared y nos permiten ver a los espectadores en la penumbra de la sala, los focos que iluminan el proscenio, u otros detalles más o menos secundarios del tinglado teatral, de modo que el televidente se convierte a su vez en espectador, si bien privilegiado y ubicio, de la obra.

En cuanto a su género, o subgénero, se me hace que este drama no encaja bien en ninguno de los habituales, ya que, aunque combina elementos trágicos con unos cuantos buenos golpes de humor y otras tantas escenas conmovedoras, no se trata de una tragicomedia al uso; pero tampoco es tragedia ni comedia pura. Si hubiese que acuñar una nueva expresión para definirla, quizá sirviese la de “tragedia de enredo y amor”.

La acción transcurre en el Japón medieval, a fineles del siglo XVIII, y el argumento es, en líneas generales, extremadamente simple: Sigue leyendo

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