“El incinerador de cadáveres”: arte y propaganda

En el amplio y variado espectro de la personalidad humana hay una zona en que rasgos como la hipocresía, la doblez o la santurronería se funden -y se confunden- con la psicopatía hasta el punto de que es difícil determinar si el individuo en cuestión es un enfermo mental o si es sólo un redomado farsante. De hecho, hasta es probable que no exista un límite claro, bien definido, entre la simple impostura y ciertas anomalías psicológicas, y que en los casos más acusados de aquélla pueda haber algo –o mucho– de patológico y malsano.

Estoy refiriéndome a Karel, el protagonista de El incinerador de cadáveres (título original: Spalovač mrtvol), una película checoslovaca de 1969 dirigida por Juraj Herz y basada en una novela de Ladislav Fuks. Dueño y regente de un crematorio, Karel cree en la reencarnación del espíritu y va predicando, en toda ocasión que se le presenta, que la ventaja de incinerar los cadáveres sobre inhumarlos es que el fuego, al ser mucho más rápido que la putrefacción, ayuda a liberar las almas de los muertos para que puedan reencarnarse lo antes posible en nuevos seres vivos. Karel habla y se conduce, tanto en público como en su vida familiar, como un puritano, afectando con acusada fineza una devoción, unos escrúpulos morales y unas virtudes que en realidad no tiene, si bien tal vez él crea tenerlas; pero este punto no queda claro. Y precisamente ahí, en esa indefinición del personaje, encuentro el principal mérito del cineasta Herz, así como de Rudolf Hrušínský, el actor que interpreta a Karel, ya que gracias a ellos y mediante una inteligente elección de diálogos y acciones, el protagonista está tan cuidadosamente representado y descrito que al espectador no le resulta fácil decidir si se trata de un psicópata o de un consumado fariseo.

Este género de personajes no es, desde luego, nada nuevo en la literatura ni –sobre todo– en el cine, pero Karel supera (al menos hasta donde alcanza mi memoria) a todos los del mismo tipo que yo haya visto con anterioridad en otras películas: la delicadeza de sus gestos, un poco amanerados, la constante beatitud de su expresión, su fluida y persuasiva elocuencia, el suave tono de su voz, su apacible conducta, su elegante cortesía y otros rasgos semejantes, al contrastar con sus actos, que atestiguan su debilidad frente a los bajos instintos, su mendacidad y un marcado menosprecio por los demás, hacen de Karel un ser repugnante, casi odioso, pero en cierto modo fascinante; y pese a lo aborrecible que se nos antoja resulta difícil dejar la pelicula a medias, al menos para quienes apreciamos el virtuosismo cinematográfico, ya que no cabe cuestionar el valor artístico de esta obra, puesto de manifiesto en todos sus detalles que, combinados, le confieren a la acción cierto carácter onírico, probablemente intencionado, y también de suspense: la cuidada escenificación, la elección del blanco y negro, el original uso de la cámara y del gran angular, la fotografía, los llamativos y a veces siniestros decorados, el atrezo, cada uno de los personajes secundarios, la inquietante música, el importante detalle de la voz sincronizada superpuesta (que parece verbalizar, más que los diálogos, los pensamientos); y, por encima de todo, su ambiguo y desagradable protagonista.

Como queda apuntado, lo que resulta tan repulsivo de Karel no son tanto sus flaquezas humanas (de las que todos adolecemos en alguna medida) como el marcado desacuerdo entre sus obras y su discurso: no es que frecuente un prostíbulo o acose a una joven empleada, sino que tales conductas desmienten sus constantes votos de fidelidad conyugal y de abstinencia; no la falta de empatía hacia el prójimo, sino su pretensión de ser un benefactor de almas; no el anularles la voluntad a su mujer e hijos, sino el presumir de amante padre y esposo; no que le profese una gran ternura y atenciones a su gato, sino su insensibilidad hacia el sufrimiento del prójimo; no el gesto –más ridículo que presumido– de retocarse a menudo el pelo con un peine que siempre lleva en el bolsillo, sino hacerlo justo a continuación de alisarle el cabello a alguno de los cadáveres que esperan en su tanatorio para ser quemados; no que beba alcohol (únicamente, eso sí, en contadas ocasiones y “a título ceremonial”), sino que haga gala de ser abstemio; no que en sus delirios se vea a sí mismo como el próximo Dalai Lama, sino su idea desvirtuada del budismo, casi opuesta a esta filosofía; no, en fin, la total impostura que es su vida, sino la inquietante posibilidad de que ni él mismo sea consciente de ello, como si –merced a alguna tara psicológica– fuese incapaz de ver sus contradicciones, o como si padeciese un síndrome de doble personalidad disociada, donde una sólo actúa y la otra sólo piensa y habla. Sospechamos que es un doloso farsante, pero bien podría tratarse de un lastimoso psicópata. Y para crear y representar a un personaje así con verosimilitud y con el justo grado de indeterminación es necesario, creo, un gran talento. Por eso esta película me parece una obra maestra.

Una obra maestra que, por desgracia, se filmó con fines puramente propagandísticos; y esto es lo que a mis ojos la desprestigia: no como arte, sino como herramienta; no en su forma, sino en su fondo. Tanto es así que, pese a los elogios hasta aquí vertidos, no puedo recomendársela a nadie. De hecho, si al verla no bastó la desazón que Karel me producía para hacerme apagar la pantalla a media película, esto a lo que ahora me refiero sí estuvo a punto de conseguirlo. Y es que la acción transcurre en los años 30 del siglo pasado con el trasfondo de la Alemania nazi, y el mensaje explícito que se nos transmite es, cómo no, la condena del régimen de Hitler y la victimización del pueblo judío. Los inicuos nazis aprovechan la personalidad psicopática y viciosa del protagonista (semejante, claro está, a la de ellos), sus desvaríos sobre la salvación y purificación de las almas mediante el fuego, y lo seducen para que acepte dirigir las cámaras de gas en que serán exterminados por miles, por millones, los pacíficos e inocentes judíos cuyas almas podrá así liberar, realizando de este modo su misión en la Tierra. De manera que el director de esta obra usa su magistral arte para contarnos la historia de siempre; una historia que, repetida hasta la náusea, llega a hacérsele a uno tan repelente como el propio Karel.

No es el objeto de esta reseña criticar –no sería justo– a Juraj Herz por la propaganda semita que esta película representa, pues queda sobradamente justificada si tenemos en cuenta que él mismo fue un hebreo superviviente de los campos de concentración alemanes. ¿Qué cosa más natural que expresar sus sentimientos? Tampoco pretendo trivializar el Holocausto por excelencia; ni se me ocurriría hacerlo, habida cuenta de que toda manifestación en dicho sentido fue excluida de la libertad de expresión en España y elevada a la categoría de delito (sin duda a requerimiento del poderoso lobby judío internacional) en el año 2015. La crítica, en cambio, que sí es pertinente (y legal) hacerle a El incinerador de cadáveres es la maniquea y poco realista reducción de sus personajes a dos categorías: por un lado, los infames y amorales nazis (todos asiduos a burdeles y fiestas depravadas) que, al detectar la vesania de Karel, lo abducen para que se les una y se “nazifique”, haciendo de él otro asesino como ellos y corroborando el dicho de “Dios los cría y ellos se juntan”; por el otro, los párvulos y candorosos seres que, sin hacer daño a nadie, por el único pecado de tener unas gotas de sangre judía caen víctimas del mal. Como el blanco y negro en que fue filmada, no hay aquí medias tintas ni claroscuros: o la vileza o la candidez.

En cualquier caso, por muy objetivo que fuese este relato o los otros diez mil que abordan la llamada cuestión judía (presente, directa o tangencialmente, quizá en una de cada dos películas occidentales), la insistencia machacona en este tema, con que el séptimo arte viene dando la tabarra desde hace ya ochenta años, puede acabar siendo perjudicial para dicha causa, pues le produce al espectador crítico un hartazgo tan exasperante que –como me ha ocurrido a mí hace tiempo– llega a convertirse en rechazo.

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Ni una última oración

Una vez más Proust ha venido a evocar en mí, con su acertada prosa y su sensibilidad a flor de piel, pensamientos que ya me habían asaltado en algún momento anterior de mi vida. Así, en un pasaje de su volumen Sodoma y Gomorra en que el narrador habla sobre la muerte de su abuela, describe una triste escena que acaba con esta frase:

…mi abuela, la víspera de su muerte, en un momento de lucidez, había tomado la mano de mamá y, tras posar en ella sus labios febriles, le había dicho: «Adiós, hija mía, adiós para siempre»

Y no es de extrañar que estas palabras hayan despertado mis propias tribulaciones, pues resulta que uno de los pesares que me quedarán para el resto de mi vida es, precisamente, el de no haber podido despedirme así de mi madre. Muchos años antes de su fallecimiento tuve un sueño –que recogí por escrito para no olvidarlo– en el que ella moría, pero de una forma muy diferente a como ocurriría en realidad y bastante más parecida a la narración de Proust (que aún yo no había leído): justo antes de expirar, tras dedicarme una mirada llena de ternura y tristeza, me había dicho: «Bueno, me voy». En ese sueño, cuyo pleno significado no he comprendido hasta después de la verdadera muerte de mamá, mi subconsciente estaba manifestando –ahora lo veo con claridad– ese deseo mío de una despedida en la que ambos, la que partía y el que se quedaba, fuésemos conscientes de la separación definitiva; como hacen dos conocidos cualesquiera –aunque ninguno esté moribundo– que por la circunstancia que sea se dicen adiós para no volver a verse. Sigue leyendo

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Quizá sólo la muerte nos haga inmortales

Hace ya tiempo comprendí, o creí comprender, que para hacer caso a nuestros mayores o seres más queridos, para prestarles la debida atención, quizá para imitar sus costumbres o adoptar sus gustos y preferencias, es preciso que hayan muerto. En tanto vivan, siempre prevalece en nosotros un espíritu de oposición, una voluntad de «independencia del carácter», como poco un deseo de originalidad, de personalidad propia, aunque acaso también, ¡ay!, cierto menosprecio o fatua condescendencia hacia ellos, sus ideas, aficiones e intereses, o incluso hacia sus opiniones, creencias y valores. Sólo después de su muerte parecemos ser capaces de desprendernos, al menos en parte, de nuestro individualismo y de acercarnos a esas personas con una mirada menos crítica o burlona, más atenta y receptiva; acaso de aceptar que somos más parecidos a ellos -o hemos absorbido más su forma de ser- de lo que creíamos. O a lo mejor es sólo que, como parte del culto a su muerte, como homenaje a su memoria, queremos inconscientemente devenir sus continuadores. Sigue leyendo

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Reseña analítica de “Quizá nos lleve el viento al infinito”

Introducción

Leí esta novela por primera vez hace una porrada de años, en 1986, o sea casi cuatro décadas atrás. Era yo entonces un joven ávido de cosas nuevas, así que el libro me cautivó por completo; también a mis amigos más cercanos, que lo leyeron poco después. Hasta tal punto nos gustó que se convirtió en una referencia en nuestro reducido círculo, objeto de conversaciones, fuente de frases e ideas que luego compartimos, tal vez hasta elemento de cimentación grupal, como esos acontecimientos que fortalecen la cohesión y hasta modelan un sentimiento común. También nos sirvió para elevar a Gonzalo Torrente Ballester (GTB), si no hasta el Olimpo mismo, al menos hasta el pedestal literario que bien merecía. De  hecho, a partir de entonces, sus obras empezaron a abundar en nuestros anaqueles. Sigue leyendo

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Del espionaje y sus tramas

Foto: www-prensaaldia.blogspot.com

La inherente dificultad para interpretar las actividades de espionaje

 

Un espía, según el diccionario y en la acepción que nos interesa, no es más que una persona al servicio de un Estado para averiguar informaciones secretas, generalmente de carácter militar. En principio, no hay mayor misterio en esto. Pero para poder hacer dichas averiguaciones lo más corriente es que el espía pretenda ser quien no es o realizar una actividad que —sin ser necesaria o enteramente fingida— le sirva para disimular lo que en realidad se propone; y esto ya supone un obstáculo desde la perspectiva de un hipotético espectador externo, ajeno a todo, que quiera evaluar lo que hace la gente a su alrededor. Este propósito de comprender e interpretar adecuadamente el comportamiento de los demás es trivial, o relativamente sencillo, en la inmensa mayoría de los casos, pero deja de serlo en cierta medida — mayor cuanto más “ascendamos de nivel” — cuando el objeto de nuestra atención es un espía.

Por ejemplo: Sigue leyendo

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Sodoma y Gomorra: una aparente paradoja de la homosexualidad

Historia de SODOMA y GOMORRA - resumen corto!!

En un descriptivo —y bastante plañidero— pasaje del cuarto libro, Sodoma y Gomorra, de su obra magna En busca del tiempo perdido, Marcel Proust, que algo sabía de homosexuales —pues él era uno de ellos— escribía lo siguiente:

[El señor Charlus] Pertenecía a la raza de esos seres […] cuyo ideal es viril precisamente porque su temperamento es femenino. […] Amantes, en fin, [que] se enamoran precisamente de un hombre que no tiene nada de mujer, de un hombre que no es invertido y que, por consiguiente, no puede amarlos; de suerte que su deseo no se vería nunca satisfecho si el dinero no les proporcionara verdaderos hombres y si la imaginación no acabara por hacerlos tomar por hombres verdaderos a los invertidos con los que se han prostituido.

Cuando yo era jovencito, mucho antes de que se inventara lo woke, antes también de popularizarse lo LGBT, cuando el término “homosexual” se consideraba una cursilería, un eufemismo por “marica”, y el anglicismo “gay” aún no nos había llegado, me entretenía pensando que si a los sarasas les gustaban los hombres porque ellos se sentían mujeres, y si a las lesbianas les sucedía lo mismo pero a la inversa, ¿por qué no se juntaban los unos con las otras para formar parejas entre sí? Pues si a un marica —razonaba yo— le gustan los hombres “de verdad”, los que lo son no sólo biológicamente sino también en espíritu, en temperamento, y que por consiguiente aman a las mujeres “de verdad”, a las que lo son en cuerpo y alma, ¿cómo iba a encontrar aquel invertido uno de estos verdaderos hombres que lo quisiera? E idéntico razonamiento, pero al revés, cabía hacer respecto a los marimachos. El remedio me parecía evidente: Sigue leyendo

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Del homicidio sin víctimas y el equívoco derecho a la vida

No temas; tú no verás caer la última gota que en la clepsidra tiembla.

Antonio Machado lo expresó con su admirable lirismo en aquel breve y bellísimo poema que siempre me ha embargado; si bien, creyente como él era, lo finalizó con estos versos:

Dormirás muchas horas todavía
sobre la orilla vieja,
y encontrarás una mañana pura
amarrada tu barca a otra ribera.

Machado pensaba que, aunque no podamos ser testigos de nuestro propio tránsito de la vida a la muerte, seguimos luego existiendo en el otro mundo. ¡Dichosos los que tienen fe! A los demás, la ciencia nos ha dejado indefensos ante la parca.

Reflexionar sobre la vida y la muerte nos lleva a veces a paradojas. Alguien expresó un pensamiento similar al del poeta, pero de una forma un poco diferente, algo así como (cito de memoria): “Mientras vivimos, la muerte no es, y cuando morimos, la vida ya no es; así que ¿para qué preocuparse?” Estoy de acuerdo con ese apotegma cuando hablamos en sentido abstracto, o sea, en cuanto la muerte significa “dejar de existir”, pasando por alto el dolor físico y el padecimiento moral que suelen acompañarla. Y es que, cuando sobreviene sin esperarla ni darse uno cuenta, no deberíamos considerarla ninguna tragedia, sino más bien al contrario; y, de hecho, tal es el tipo de final que muchísima gente desea para sí: indoloro y por sorpresa. Sigue leyendo

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¿Sueñan los androides con bebés eléctricos? La píldora como mutación involutiva

La secuencia reproductiva de los mamíferos

El abecé del darwinismo es la supervivencia de los individuos mejor adaptados: a lo largo de las generaciones de cualquier especie se producen millones de mutaciones genéticas aleatorias, algunas de las cuales, de vez en cuando, resultan en individuos con una mayor probabilidad de transmitir su genoma. Pero la evolución en sí misma no busca ninguna clase de “perfección”, y los mecanismos adaptativos —mero fruto del azar— a los que la genética va llegando con el devenir del tiempo distan mucho de ser los óptimos para cada función. Si se perpetúan de una generación a otra no es por su idoneidad, sino porque resultan ser un poquito más útiles que otras mutaciones.

Así, la estrategia de reproducción con que la naturaleza ha dotado a todos los mamíferos (y muchos otros animales) se basa en una secuencia de causas y efectos cuyos eslabones esenciales son los siguientes: a) instinto de apareamiento –> b) fecundación/gestación/progenie –> c) instinto maternal. La continuidad y el correcto funcionamiento de esta cadena es el mínimo necesario para que haya transmisión genética. Pero no es una estrategia perfecta, ya que basta con que falle alguno de sus eslabones en una suficiente proporción de los individuos de una especie, para que ésta corra grave riesgo de extinguirse. Con todo, ha sido sumamente eficaz a lo largo de toda la historia evolutiva y hasta hace muy poco.

Es esencial comprender que la naturaleza no ha sido capaz de diseñar ningún instinto de “procreación” stricto sensu, es decir, una necesidad innata de tener descendencia. Lo que ha desarrollado son mecanismos varios que, Sigue leyendo

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