Reseña de “La escuela de espías de Nakano” (1966)

Dirigida por Yasuzo Masamura en 1966, La escuela de espías de Nakano (Rikugun Nakano Gakko) es una película no tanto de espionaje como sobre el espionaje, o más bien sobre su esencia según la visión de sus protagonistas. Situada en Japón poco antes de la Segunda Guerra Mundial, y a partir de la existencia real de la escuela Nakano, que fue el primer centro de entrenamiento para agentes de inteligencia en ese país, relata los esfuerzos de Kusanagi, su fundador ficticio, por insuflar en sus cadetes, seleccionados entre los mejores reservistas, cierta pasión respecto a la actividad a la que habrán de dedicarse en cuerpo y alma, hablándoles entre otras cosas de la empatía como principal cualidad de un buen agente, por delante incluso del valor y la audacia. Los discursos que les dirige, cargados no sólo de patriotismo sino también de elevados ideales respecto al fin último, liberador y casi revolucionario, de su labor como espías están impregnados de dura crítica hacia los propios mandos militares, en su mayoría crueles, ambiciosos, egoístas y sin otra aspiración que obtener medallas y llenarse los bolsillos a costa de la vida de soldados y civiles. Aunque las arengas de Kusanagi parecen en un principio vana palabrería propagandística con la que embriagar a sus alumnos, pronto se ve que son las ideas de un soñador, un hombre esencialmente bueno que siente y sufre en su propia conciencia los sacrificios a que no ya el entrenamiento, sino el propio oficio de agentes secretos les obligará a realizar, empezando por una total renuncia a sus vidas anteriores, un cambio de identidad y el más completo anonimato. Hasta tal punto consigue contagiarles su pasión personal y su visión del espionaje, que se comprometerán con el trabajo no ya por lealtad a Japón sino por ver realizado el sueño de su director.

Al ser seleccionado por Kusanagi como candidato a alumno, el reservista Jiro Miyoshi se ve obligado a posponer sine die su matrimonio con su prometida Yukiko. Mientras él se somete al entrenamiento en la escuela, ella, angustiada tras meses sin noticias suyas pese a las muchas pesquisas que realiza, consigue colocarse de mecanógrafa en el ejército con la esperanza de poder llegar a conocer su paradero; circunstancia que aprovecha el anterior empleador de Yukiko, que resulta ser un agente de la inteligencia británica, para obtener información militar. Así, tras engañarla diciéndole que se ha enterado del fusilamiento de Jiro por hablar en contra de la guerra, le resulta fácil convencerla para que colabore con él. Pero no tardarán en ser descubiertos y, por ironías del destino, será el propio Jiro quien tendrá que decidir la suerte de su prometida, enfrentándose a un terrible dilema: para salvarla tendría que traicionar a su propia causa, pero si la deja caer en manos de la policía militar sabe que la torturarán hasta la muerte del modo más inhumano. Será Kusanagi, su maestro, quien le sugiera la única alternativa posible.

Salvo coincidencias dramáticas de importancia secundaria, el guión es aceptablemente sólido y está bien resuelto. Mantiene el interés y el suspense en todo momento y consigue involucrar al espectador en las cuestiones filosóficas y los dilemas propuestos. Su inusual combinación de patriotismo con antibelicismo parece acertada de cara al equilibrio argumental: no es propaganda imperialista pero tampoco ese conformismo adulador hacia Occidente tan común en el cine japonés de la época. Más bien, el director pone el foco en el factor humano, concretamente la renuncia a uno mismo en aras de un heroísmo romántico un tanto abstracto e ingenuo, quizá mal entendido. Por otra parte, puede en cierto modo interpretarse como una muestra de los últimos momentos de una sociedad hasta entonces muy medieval en costumbres y valores, antes de la fulminante liberalización que experimentará a partir de la SGM. No obstante, el mensaje troncal resulta un poco vago y difícil de captar, pues no sabe uno si Masamura aprueba o condena dichos valores, ni si está aplaudiendo o, por el contrario, criticando el sacrificio personal (y de los demás) por ideales o sueños que otros han instilado en nosotros.

Tanto la puesta en escena como la interpretación son correctas, elegantes, sin estridencias de ningún tipo; y la fotografía (en blanco y negro) y el juego de cámara son convencionales, agradables y lo bastante discretos como para no interponerse entre el espectador y la historia que le están contando. El conjunto es una película que vale la pena ver y conservar en la filmoteca, de ésas que nos hacen meditar y que permanecen en nuestra mente horas o incluso días después de haberla visto.

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“El incinerador de cadáveres”: arte y propaganda

En el amplio y variado espectro de la personalidad humana hay una zona en que rasgos como la hipocresía, la doblez o la santurronería se funden -y se confunden- con la psicopatía hasta el punto de que es difícil determinar si el individuo en cuestión es un enfermo mental o si es sólo un redomado farsante. De hecho, hasta es probable que no exista un límite claro, bien definido, entre la simple impostura y ciertas anomalías psicológicas, y que en los casos más acusados de aquélla pueda haber algo –o mucho– de patológico y malsano.

Estoy refiriéndome a Karel, el protagonista de El incinerador de cadáveres (título original: Spalovač mrtvol), una película checoslovaca de 1969 dirigida por Juraj Herz y basada en una novela de Ladislav Fuks. Dueño y regente de un crematorio, Karel cree en la reencarnación del espíritu y va predicando, en toda ocasión que se le presenta, que la ventaja de incinerar los cadáveres sobre inhumarlos es que el fuego, al ser mucho más rápido que la putrefacción, ayuda a liberar las almas de los muertos para que puedan reencarnarse lo antes posible en nuevos seres vivos. Karel habla y se conduce, tanto en público como en su vida familiar, como un puritano, afectando con acusada fineza una devoción, unos escrúpulos morales y unas virtudes que en realidad no tiene, si bien tal vez él crea tenerlas; pero este punto no queda claro. Y precisamente ahí, en esa indefinición del personaje, encuentro el principal mérito del cineasta Herz, así como de Rudolf Hrušínský, el actor que interpreta a Karel, ya que gracias a ellos y mediante una inteligente elección de diálogos y acciones, el protagonista está tan cuidadosamente representado y descrito que al espectador no le resulta fácil decidir si se trata de un psicópata o de un consumado fariseo. Sigue leyendo

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Ni una última oración

Una vez más Proust ha venido a evocar en mí, con su acertada prosa y su sensibilidad a flor de piel, pensamientos que ya me habían asaltado en algún momento anterior de mi vida. Así, en un pasaje de su volumen Sodoma y Gomorra en que el narrador habla sobre la muerte de su abuela, describe una triste escena que acaba con esta frase:

…mi abuela, la víspera de su muerte, en un momento de lucidez, había tomado la mano de mamá y, tras posar en ella sus labios febriles, le había dicho: «Adiós, hija mía, adiós para siempre»

Y no es de extrañar que estas palabras hayan despertado mis propias tribulaciones, pues resulta que uno de los pesares que me quedarán para el resto de mi vida es, precisamente, el de no haber podido despedirme así de mi madre. Muchos años antes de su fallecimiento tuve un sueño –que recogí por escrito para no olvidarlo– en el que ella moría, pero de una forma muy diferente a como ocurriría en realidad y bastante más parecida a la narración de Proust (que aún yo no había leído): justo antes de expirar, tras dedicarme una mirada llena de ternura y tristeza, me había dicho: «Bueno, me voy». En ese sueño, cuyo pleno significado no he comprendido hasta después de la verdadera muerte de mamá, mi subconsciente estaba manifestando –ahora lo veo con claridad– ese deseo mío de una despedida en la que ambos, la que partía y el que se quedaba, fuésemos conscientes de la separación definitiva; como hacen dos conocidos cualesquiera –aunque ninguno esté moribundo– que por la circunstancia que sea se dicen adiós para no volver a verse. Sigue leyendo

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Quizá sólo la muerte nos haga inmortales

Hace ya tiempo comprendí, o creí comprender, que para hacer caso a nuestros mayores o seres más queridos, para prestarles la debida atención, quizá para imitar sus costumbres o adoptar sus gustos y preferencias, es preciso que hayan muerto. En tanto vivan, siempre prevalece en nosotros un espíritu de oposición, una voluntad de «independencia del carácter», como poco un deseo de originalidad, de personalidad propia, aunque acaso también, ¡ay!, cierto menosprecio o fatua condescendencia hacia ellos, sus ideas, aficiones e intereses, o incluso hacia sus opiniones, creencias y valores. Sólo después de su muerte parecemos ser capaces de desprendernos, al menos en parte, de nuestro individualismo y de acercarnos a esas personas con una mirada menos crítica o burlona, más atenta y receptiva; acaso de aceptar que somos más parecidos a ellos -o hemos absorbido más su forma de ser- de lo que creíamos. O a lo mejor es sólo que, como parte del culto a su muerte, como homenaje a su memoria, queremos inconscientemente devenir sus continuadores. Sigue leyendo

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Reseña analítica de “Quizá nos lleve el viento al infinito”

Introducción

Leí esta novela por primera vez hace una porrada de años, en 1986, o sea casi cuatro décadas atrás. Era yo entonces un joven ávido de cosas nuevas, así que el libro me cautivó por completo; también a mis amigos más cercanos, que lo leyeron poco después. Hasta tal punto nos gustó que se convirtió en una referencia en nuestro reducido círculo, objeto de conversaciones, fuente de frases e ideas que luego compartimos, tal vez hasta elemento de cimentación grupal, como esos acontecimientos que fortalecen la cohesión y hasta modelan un sentimiento común. También nos sirvió para elevar a Gonzalo Torrente Ballester (GTB), si no hasta el Olimpo mismo, al menos hasta el pedestal literario que bien merecía. De  hecho, a partir de entonces, sus obras empezaron a abundar en nuestros anaqueles. Sigue leyendo

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Del espionaje y sus tramas

Foto: www-prensaaldia.blogspot.com

La inherente dificultad para interpretar las actividades de espionaje

 

Un espía, según el diccionario y en la acepción que nos interesa, no es más que una persona al servicio de un Estado para averiguar informaciones secretas, generalmente de carácter militar. En principio, no hay mayor misterio en esto. Pero para poder hacer dichas averiguaciones lo más corriente es que el espía pretenda ser quien no es o realizar una actividad que —sin ser necesaria o enteramente fingida— le sirva para disimular lo que en realidad se propone; y esto ya supone un obstáculo desde la perspectiva de un hipotético espectador externo, ajeno a todo, que quiera evaluar lo que hace la gente a su alrededor. Este propósito de comprender e interpretar adecuadamente el comportamiento de los demás es trivial, o relativamente sencillo, en la inmensa mayoría de los casos, pero deja de serlo en cierta medida — mayor cuanto más “ascendamos de nivel” — cuando el objeto de nuestra atención es un espía.

Por ejemplo: Sigue leyendo

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Sodoma y Gomorra: una aparente paradoja de la homosexualidad

Historia de SODOMA y GOMORRA - resumen corto!!

En un descriptivo —y bastante plañidero— pasaje del cuarto libro, Sodoma y Gomorra, de su obra magna En busca del tiempo perdido, Marcel Proust, que algo sabía de homosexuales —pues él era uno de ellos— escribía lo siguiente:

[El señor Charlus] Pertenecía a la raza de esos seres […] cuyo ideal es viril precisamente porque su temperamento es femenino. […] Amantes, en fin, [que] se enamoran precisamente de un hombre que no tiene nada de mujer, de un hombre que no es invertido y que, por consiguiente, no puede amarlos; de suerte que su deseo no se vería nunca satisfecho si el dinero no les proporcionara verdaderos hombres y si la imaginación no acabara por hacerlos tomar por hombres verdaderos a los invertidos con los que se han prostituido.

Cuando yo era jovencito, mucho antes de que se inventara lo woke, antes también de popularizarse lo LGBT, cuando el término “homosexual” se consideraba una cursilería, un eufemismo por “marica”, y el anglicismo “gay” aún no nos había llegado, me entretenía pensando que si a los sarasas les gustaban los hombres porque ellos se sentían mujeres, y si a las lesbianas les sucedía lo mismo pero a la inversa, ¿por qué no se juntaban los unos con las otras para formar parejas entre sí? Pues si a un marica —razonaba yo— le gustan los hombres “de verdad”, los que lo son no sólo biológicamente sino también en espíritu, en temperamento, y que por consiguiente aman a las mujeres “de verdad”, a las que lo son en cuerpo y alma, ¿cómo iba a encontrar aquel invertido uno de estos verdaderos hombres que lo quisiera? E idéntico razonamiento, pero al revés, cabía hacer respecto a los marimachos. El remedio me parecía evidente: Sigue leyendo

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Del homicidio sin víctimas y el equívoco derecho a la vida

No temas; tú no verás caer la última gota que en la clepsidra tiembla.

Antonio Machado lo expresó con su admirable lirismo en aquel breve y bellísimo poema que siempre me ha embargado; si bien, creyente como él era, lo finalizó con estos versos:

Dormirás muchas horas todavía
sobre la orilla vieja,
y encontrarás una mañana pura
amarrada tu barca a otra ribera.

Machado pensaba que, aunque no podamos ser testigos de nuestro propio tránsito de la vida a la muerte, seguimos luego existiendo en el otro mundo. ¡Dichosos los que tienen fe! A los demás, la ciencia nos ha dejado indefensos ante la parca.

Reflexionar sobre la vida y la muerte nos lleva a veces a paradojas. Alguien expresó un pensamiento similar al del poeta, pero de una forma un poco diferente, algo así como (cito de memoria): “Mientras vivimos, la muerte no es, y cuando morimos, la vida ya no es; así que ¿para qué preocuparse?” Estoy de acuerdo con ese apotegma cuando hablamos en sentido abstracto, o sea, en cuanto la muerte significa “dejar de existir”, pasando por alto el dolor físico y el padecimiento moral que suelen acompañarla. Y es que, cuando sobreviene sin esperarla ni darse uno cuenta, no deberíamos considerarla ninguna tragedia, sino más bien al contrario; y, de hecho, tal es el tipo de final que muchísima gente desea para sí: indoloro y por sorpresa. Sigue leyendo

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