De entre los cuatro valores superiores del ordenamiento jurídico que propugna nuestra Constitución, el más importante es la igualdad, pues de ella se derivan los demás y sin ella no pueden existir. Por su virtud, basta con que haya un ciudadano libre para que todos lo sean, que alguien tenga un derecho para que lo tengan todos o que exista una opción política para que otras puedan existir. La igualdad es el meollo, la condición necesaria y suficiente para toda justicia, libertad y pluralismo.
Por eso a la hora de abordar cualquiera de las cien cuestiones sociales que nos salen al paso cada día no hay como hacerlo desde el punto de vista de la igualdad para darse cabal cuenta de cuáles son las raíces de cada problema en particular, pues si, frente a los mil desafueros que se perpetran en España impunemente a cada hora, en lugar de exigir el cumplimiento de la ley exigimos igualdad, salta a la vista la autodestrucción a que nos llevaría. Véase, si no:
Yo también quiero asesinar no a veinte, sino a un sólo policía nacional a sangre fría, y que al cabo me salga el crimen prácticamente gratis y, encima, por pueblos y ciudades me hagan homenajes, otorguen cargos públicos, elogien y ensalcen como gran demócrata.
Yo también quiero pitorrearme de la Junta Electoral cuando me toque conformar una mesa y que, en lugar de mandarme al juzgado más cercano, me concedan plazos, prórrogas, penultimátums, ultimátums y toda clase de avisos por si me digno a obedecer y sin que, al final, un funcionario mueva un papel para sancionarme.
Yo también quiero destrozar los coches patrulla de la Guardia Civil, bailar en lo alto un zapateado y hacerles un corte de manga a los agentes sin que ninguno de ellos me ponga la mano encima para llevarme ipso facto al cuartelillo.
Yo también quiero vacilarle al presidente de un tribunal, hacer soflamas políticas en su cara, lucir símbolos ofensivos para la judicatura e insultar a fiscales y abogados sin que ninguno ose reprenderme ni, mucho menos, procesarme por desacato.
Yo también quiero quemar contenedores en la vía pública, destrozar el mobiliario urbano, romper escaparates, arrastrar vallas, patear a policías y meter fuego a Troya sin que nadie me detenga o, mejor aún, con los agentes de mi lado defendiendo mis derechos y libertades.
Yo también quiero asaltar violentamente la frontera, agredir a los guardias y romper lo que es de todos, y que luego me recompensen con una residencia, sanidad y paga vitalicia.
Yo también quiero acosar en su domicilio a quien se me antoje sin que la autoridad competente mueva un dedo para evitarlo.
Yo también quiero profanar una Iglesia subiéndome en pelotas al crucifijo sin que nadie se atreva a ponerme la mano encima, o entrar en La Almudena con el gorro puesto sin que venga el segurata de turno a chulearme con que los hombres no pueden ir tocados pero las mujeres sí.
Yo también quiero colapsar y secuestrar Madrid y Barcelona durante dos semanas, bloqueando el tráfico y quemando neumáticos en la calzada, y fastidiar a cinco millones de personas con desórdenes, daños, obstrucciones y cien infracciones administrativas o penales más, sin que vengan las fuerzas del orden a llevarme o me pongan siquiera una tímida multa.
Yo también quiero dar un golpe de Estado y que, en lugar de caerme la perpetua, vengan los políticos a hablar y negociar conmigo.
Yo también quiero defraudar todo lo que pueda a Hacienda, o malversar fondos públicos, y que el ministro mire para otro lado o me condone la deuda con una amnistía.
Yo también quiero vender mercancía falsificada por las calles de toda España sin pagar tasa alguna y con la complicidad de los alcaldes; y fundar un sindicato legal de vendedores ilegales.
Yo también quiero quemar no ya diez mil hectáreas de bosque para que me den trabajo de bombero, sino simplemente la maleza de mi huerto, sin que venga el Seprona a los cinco minutos y me multen con cinco mil euros.
Yo también quiero falsificar mi doctorado y que, en recompensa, me den el empleo de Presidente del Gobierno, o que me nombren vicepresidente o ministro porque tengo la combinación ganadora en mis cromosomas sexuales.
Yo también quiero, en fin, por el principio de igualdad, tener todos los privilegios o infringir todas las normas que solo a algunos se les permite, sin que nuestros cobardes políticos y funcionarios, muertos de miedo ante la opinión pública, hagan nada para impedirlo ni sancionarme.
¿Qué pasaría si todos exigiéramos esa igualdad real y efectiva y a cualquiera se consintiesen esas mismas conductas? Bien se comprende que ninguna sociedad aguantaría dos asaltos sin colapsar. Así que, si de verdad creemos los españoles en la igualdad, alcémonos y luchemos por una de dos: o jugamos todos al juego de las prebendas, o rompemos la baraja y aplicamos siempre la ley.