Sin duda alguna, el trasero era la parte más singular de la notable anatomía de Iliena Tikhonovna Lomonosova.
Iliena Tikhonovna era delgada a la manera rusa. Quien tuviese la fuerza de voluntad suficiente para apartar la mirada de sus grandes y alargados ojos grises, cuyas pestañas -de puro largas- golpeaban, al abrirse los párpados, contra las cejas, que limitaban con dureza unas cuencas profundas; quien llegara, digo, a apartar la mirada de sus ojos, la dejaría resbalar después por unas mejillas de pómulos prominentes, una boca de labios carnosos y sonrisa agradable, un mentón regular, un cuello bien moldeado y un flaco esqueleto de estrechos hombros, busto escueto pero suficiente, cintura de avispa, caderas modélicas, vientre cóncavo y unas larguísimas piernas que se remataban, allí abajo, en unos pies de agraciada hechura. Así, vista de frente, Yeliena tenía un cuerpo de pasarela. Nada más y nada menos.
Pero era su perfil, un poco en escorzo trasero, el que nos descubría el paralizante relieve de su culo imposible: un culo prieto y turbador, de carnes turgentes, cuya inverosímil particularidad era que fuerzas imposibles, antigravitatorias, parecían tirar de él hacia arriba imprimiéndole, o confiriéndole, una curvatura tal que, de encontrarse la ecuación que la definiese, forzaría sin duda a una revisión de todos los modelos de la geometría. Un culo que, por sus aspiraciones astronáuticas, forzaba a la espalda a curvarse graciosamente hacia delante al tiempo que era, sin lugar a dudas, la causa principal de la sorprendente longitud de las piernas. Un culo que invitaba a la coyunda inmediata y urgente. Un culo sublime de magnéticas propiedades que inspiraría la brocha del pintor, el cincel del escultor y el cartabón del arquitecto, y por el que, de haber existido en el momento y lugar adecuados, se habrían erigido pirámides y efigies.
El culo Iliena era una tentación superior a cualquier voluntad: contemplarlo sin llegar a catarlo fue el accidente que me costó la cordura.