Salvando las distancias, este repentino interés que los principales partidos muestran por el medio rural me recuerda a la genial y célebre novela de Miguel Delibes, aún actual, en que un grupo de militantes políticos llega de la ciudad a un pueblo casi abandonado para recabar el voto de sus tres habitantes.
Corren hoy, por supuesto, tiempos muy distintos y las condiciones de vida han cambiado enormemente tanto en las ciudades como en el campo; ya no vienen los activistas en un Renault 4 con megáfonos en la baca sino que nos colocan la propaganda y los mítines en el corazón de nuestros hogares a través de la tele o el móvil; pero el marco general de la historia sigue siendo válido: unos políticos de la ciudad haciéndonos la pelota e intentando convencernos de que piensan mucho en nosotros y de que, en cuanto ganen las próximas elecciones, van a adoptar serias y urgentes medidas para mejorar nuestras vidas.
¡Pamplinas! Como pueblerino, me resulta patética -e incluso directamente ofensiva- la cantidad de tópicos y simplezas que se manejan sobre nosotros, así como la sarta de mayúsculas bobadas con que se nos elogia, desde nuestro “verdadero ecologismo” hasta nuestro “duro sacrificio y trabajo”, pasando por toda la gama intermedia de alabanzas. Me pregunto si es que nos toman por bobos, o si es que el discursito rural va en realidad encaminado a que los urbanitas se crean lo mucho que los políticos se preocupan por los pueblos de nuestra piel de toro.
¿Ecologismo? No hay bicho más dañino para la naturaleza que un campurrio: si se lo permites, no dejará una encina en pie, para que no le estorben las labores con el tractor, ni un palmo de tierra sin achicharrar con herbicida, para que la mala hierba no le quite un sólo nutriente a sus cultivos, ni un corzo u otro bicho silvestre sin envenenar, para que no le coman la cosecha, ni un acuífero sin agotar por el riego para sus sembrados, ni una hectárea sin cercar o un camino sin cortar, para que nadie pise sus predios, ni una parcela donde no se haya erigido una horripilante nave, tolva o silo… Y así una larga lista de atentados ecológicos con la que no aburriré al lector. No, hombre, no me fastidien: el campesinado, sea agricultor o ganadero, es la casta más ansia viva que hay, y, salvo excepciones, a la que menos le importa la ecología. Ya son muchos años viviendo entre ellos.
¿Los más trabajadores? No más que otros cualesquiera y, con frecuencia, bastante menos. Quizá mi región, Extremadura, junto con Andalucía, sean en esto poco representativas a causa de las subvenciones y el maná agrario, pero aquí hay mucha gente que trabaja porque y cuando le apetece, más para entretenerse o sacar unas perras extra que por necesidad, pues en sus hogares entran por la cara bonita dos o tres sueldos del PER -dudosamente legales-, más alguna que otra ayuda de la PAC y, dado el bajo coste de la vida, tienen de sobra para un pasar muy holgado. ¿Los más madrugadores? Pues igual que en las ciudades. Y, si se madruga, es a menudo sólo por costumbre, para que el vecino no nos critique o, si acaso, para no quedarnos sin el mejor pan de la tahona, que suele acabarse a media mañana.
¿Peor calidad de vida? Ábranse las puertas de las cocheras y se verá la enorme cantidad de coches de alta gama; éntrese en las casas y se verán no pocas renovaciones recientes, a menudo lujosas, con mármol en los suelos y los últimos electrodomésticos en las cocinas…
En fin, ¿qué cosas me están contando? Incluso a los de Vox, única formación que lleva en su ADN el genuino interés por el mundo rural, les he escuchado deplorables panegíricos de esa índole. Dejen, por favor, de hacernos la pelota y vayan a otro perro con ese hueso, porque en el campo no ignoramos que, si los principales partidos nacionales se pelean ahora por el disputado voto del señor Cayo, precisamente en vísperas de estas elecciones y no de otras anteriores, no es porque de pronto les preocupen los problemas de la vida rural -que los hay, pero no son los apuntados-, sino porque hoy, por la particular coyuntura política, los escaños de las provincias menos pobladas han cobrado una especial relevancia y hay que arañar, uno a uno, tantos diputados como se pueda. Ésa es la verdad.