Atrás quedan Peñafiel, su castillo y sus afamadas bodegas; por delante la meseta, que va dulcificándose a medida que asciende hacia tierras más lueñes y hermosas. El cielo está poblado de cumulus humilis, el viento racheado acaricia las mieses, llenando de matices el verde y oro de los trigales; entre nube y nube, el sol brilla con suave dulzura y arranca a las flores, a los árboles, a las piedras, a los sembrados, al campo todo sus mejores colores. Ha quedado una tarde soberbia, gloriosa, capaz de contagiar al más desdichado alegría de vivir.
No sé si a estas alturas habrá algún lector que no esté al tanto de mi preferencia por lugares apartados y poco poblados, o por entornos naturales y rurales, así que nadie se sorprenderá al saber que, pasado el “bullicioso” Peñafiel, abandoné la carretera general (que se decía en mis tiempos) N-122 y cogí una local según mi rumbo nordeste, en dirección a Roa. No me detuve aquí, sin embargo: ya tenía bastante, por el momento, en cuanto a pueblos viticultores, así que continué hacia donde mi instinto me dirigía: camino de La Horra, Sotillo de la Ribera, Cabañes de Esgueva… Lo mejor -paísajísticamente hablando- de la jornada acababa de empezar, y en esos tramos del altiplano, sembrados de inacabables trigales, tuve la suerte de fotografiar algunos panoramas que -lástima- habrían merecido un mejor cámara que yo.
Entre uno y otro de estos pueblos el paisaje comienza poco a poco a cambiar: la árida llanura va quedando abajo, atrás, y, entre valles y lomas, la carretera asciende de manera casi imperceptible, pero cierta, hacia mayores alturas. A medida que me aproximo a las primeras estribaciones que rematarán en la sierra de la Demanda, empiezo a encontrarme con más zonas de arboleda. La carretera, casi desierta, me permite parar en cualquier momento y ensayar, por ejemplo, una fotografía de mí mismo, tal que esta:
Estoy disfrutando tanto que, antes de darme cuenta, he llegado ya a la radial Asepsia-1 y, cruzando al otro lado, me veo consultando el mapa para saber a dónde quiero ir. Mientras estoy detenido al borde de la calzada un paisano se para y me pregunta: “¿todo bien, necesitas ayuda?”. Le agradezco, me sonríe y se marcha. Estoy en el buen camino -me digo. Hace muchos, muchos años, cuando yo era tan joven que el mundo no tenía límites ni espaciales ni temporales, tuve una novia con la que hice algunos de mis primeros viajes; en uno de ellos habíamos pasado por Santo Domingo de Silos; y de aquella visita, aparte una buena impresión general, me había quedado sólo una imagen en el recuerdo: un monasterio con un enorme abeto en el recinto frente a su entrada. De ese monasterio y de ese abeto, de ese lugar en mi pasado, quise hacer mi meta para hoy.
Y acerté. Pero, antes, ¿qué hermosos pueblos no habré cruzado? ¿Qué paisajes no me habrán regalado los dioses? A lo largo de una carretera de tercer orden, sin prisa sobre mi cabalgadura, ataviado con armadura blanca, voy admirando el campo a mi alrededor y pienso que me han hecho falta treinta años de viajar para venir a aprender ahora que la mejor manera de hacerlo -quizá la única auténtica- es despacio.
Me detengo en un lugar llamado Pinilla Trasmonte y aparco junto a la iglesia. Ya he expresado en algún otro lugar de este blog la admiración que no deja de causarme el frenesí constructor que ha mostrado la Iglesia Católica durante dos mil años. Aunque sólo sea por esto merece ya mi respeto. No hay aldea ni pueblo apartado, barrio ni pedanía, en región alguna española (de la España con mayúscula) donde la Iglesia no haya erigido una parroquia, una basílica, un monasterio, una catedral, una seo, una humilde ermita, una capilla. No puedo ocultar mi admiración e incluso mi envidia: ¿qué fe no habrá alimentado a ese ímpetu! Y es igual que se trate de una fe absurda y sin fundamento (¿acaso toda fe no lo es?) porque, quienes la hayan tenido, nunca pueden haberse sentido vacíos, como a menudo me siento yo. El párroco local, el obispo de turno, el cura, el prior, el abad, el simple monje… ninguno de ellos sintió -quiero pensar- la loca necesidad que a mí me empuja de viajar hacia Ninguna Parte: todos ellos supueron quiénes eran, todos creyeron -equivocados o no- en su labor, rara vez los inmovilizó la duda; vivieron y murieron donde pensaron que Dios los había puesto, y sus vidas significaron algo para ellos mismos.
Los rincones de los pueblos ejercen sobre mí un magnetismo con frecuencia irresistible, y allá donde atisbo una casa antigua, un techo de teja árabe, una pared de adobe, una puerta de madera, allá me encamino como hipnotizado. Tras la iglesia de Pinilla hay este romántico rincón, dos o tres casas que quizá no ha más de tres décadas estaban aún habitadas por viejos matrimonios que también supieron quienes eran, cuyos huesos reposan ya -sin duda- en algún descuidado cementerio rural invadido por las ortigas.
Y ahí está ella, mi “fiel” Rosaura, cual montura embridada que espera con paciencia a que su jinete acabe la breve visita al pueblo.
Pero Pinilla no será más que una -y no la más bonita- de las varias aldehuelas que jalonan mi camino hasta Silos. Una legua hacia el este llego a Santa María del mercadillo, donde soy bien acogido: los paisanos son amables, serviciales, y se sienten honrados por la visita; hablan conmigo, me preguntan, me indican, me sugieren. Hay en una loma detrás del pueblo un antiguo cementerio, muy antiguo y pequeño, circundado por recio murete de piedra, en cuyo interior la hierba, muy crecida, cubre casi por completo la única cruz, herrumbrosa, que ha pervivido al paso de los siglos. Subo y allí me detengo un momento a meditar. Es una melancólica imagen la de esa cruz, olvidada y solitaria en su recinto sagrado, medio caída sobre la mies que el viento arremolina, aguardando aún el día del juicio final.
Encuentro, además, otros pequeños detalles en este pueblo que me emocionan, que me transportan a mi más tierna infancia, vivida en una España profundamente -casi primitivamente- rural y sin complejos, cuando las escuelas no necesitaban instalaciones especiales, cuando los profesores se llamaban maestros y no precisaban, para enseñar, más que un encerado, un puñado de tizas y una recia regla de madera, y cuando a las calles podía aún ponerse el nombre de José Antonio sin que viniera ningún gilipollas a llamarte nazi.
Acabada mi visita (me habría quedado a pernoctar si hubiese habido hospedería) me despido de los hombres –vayan ustedes con Dios, les digo al estilo antiguo, y me miran algo extrañados-y, subiendo a la moto, arranco y continúo camino.
Los neumáticos de Rosaura han de cruzar aún las breves calles de Cieruelos y Brihongos (de Cervera); el aire refresca, las zonas de arboleda menudean, el paisaje se hace soberbio ya cuando enlazo con la panorámica ruta que lleva desde Aranda hasta Silos: doquiera que dirijo la mirada es un regalo para la vista; y, por fin, casi en llegando a mi destino, como un heraldo del recinto natural al que precede, se abre la puerta gigante y magnífica de La Yecla, el desfiladero que sirve de entrada meridional al valle del Mataviejas.
El paso entre ambas crestas rocosas es tan angosto que no da para el ancho de la carretera, que ha tenido que ser excavada en la piedra.
De hecho, el paso natural es en algunos puntos tan estrecho que puede tocarse cada lado con una mano sin apenas estirar los brazos. Sólo el agua, con su fuerza erosiva y por disolución, a lo largo de millones de años se ha abierto camino aprovechando una fractura en la piedra; pero un camino estrecho por donde no puede discurrir más que ella.
Una vez contemplada y recorrida -a pie- la pequeña maravilla de la naturaleza que es Yecla, sólo una legua me resta por hacer en esta completa jornada antes de llegar, por fin, a Santo Domingo de Silos.
Nada más entrar, a la derecha, está la valla del monasterio y, pasando su cancilla, me veo -treinta años más tarde- en el patio con el recordado abeto centenario.
Mi intuición, de la mano de mi instinto viajero, me hacen descartar los tres primeros hoteles de sugerente aspecto que, al borde de la carretera, abren sus puertas al turista. Sigo apenas cien metros y, doblando la esquina de la iglesia aneja al monasterio, a mi derecha, desciende una calle adoquinada que remata en un pequeño arco, al otro lado del cual y pasando el río se ve un hotel, al pie mismo de una verde loma a la que el sol de la tarde enciende con los colores más hermosos y relucientes que puedan desearse. El conjunto me enamora con un flechazo de amor verdadero: la calle empedrada, el pequeño hotel algo apartado, el arco de piedra, una acequia que vierte sus impacientes aguas al Mataviejas, la colina verdecida, la ermita de piedra ocre que se yergue en su ladera… todo, cada uno de esos elementos, parece haber sido puesto allí por encargo expreso de mi gusto.
En el hotel me atiende un hombre sencillo, que se conduce con naturalidad, tan sin pretensiones como el hotel que regenta. El precio de las habitaciones me cae bien al presupuesto. Le pido que me enseñe una de ellas y, al subir y mirar por la ventana, esto es lo que veo:
Pedir más sería un delito. Allí me quedo. Estoy feliz: he acertado en todo durante este día, que remato de manera intachable. Aparco la moto junto al hotel, subo las maletas, me cambio de calzado y lo primero que hago, libre ya de impedimenta, es subir por esa ladera con su ermita que están llamándome a gritos desde que les he echado el ojo. ¡Dios mío, qué bien se está! ¡Qué delicia de temperatura, qué silencio! Tan sólo se escuchan unas esquilas en la lejanía, las voces distantes de unos niños y, a ratos, una campana dando los cuartos sin alboroto.
Sobre la hierba de la ladera, al pie de la ermita, hay un via crucis de piedra que parece quiere decirme algo. Al mirar hacia atrás, el monasterio, el pueblo, el valle entero me sonríen, reflejando el sol en los tejados, en la piedra, en los árboles y en las mieses.
Me llego hasta la ermita, dedicada a la virgen del Camino; nombre muy adecuado, pues -casualidad o no- se sitúa junto al camino por donde pasó, yendo hacia su destierro, don Rodrigo Díaz de Vivar. Sólo contemplarla allí, en su ladera, con los ojos de sus ventanas mirando hacia el sol poniente, como llamando a la esperanza, es una vista que alegra el corazón.
En su flanco sur, a resguardo del vientecillo norte que sopla fresco, y asoleada por este día radiante, hay una piedra de tamaño regular, con la superficie algo cóncava de tantos miles de posaderas que allí han descansado. Ahí me acomodo, cierro los ojos y me dejo llevar un largo rato por el sueño y el ensueño, reposando la nutrida jornada…
A medida que va el sol acercándose al horizonte la tarde refresca y, aunque estoy a sotavento, empiezo a sentir frío. Es hora de bajar y buscar algún sitio donde pueda cenar algo. Paso primero por la habitación para echarme una cazadora por los hombros y luego me encamino al “centro” del pueblo. Según voy llegando al flanco de la iglesia, mi vista se posa sobre un enorme mural que no advertí al llegar. Un mural devoto que, teniendo en cuenta mis pensamientos desde que di comienzo este viaje, entre todos los visitantes del pueblo parece estar hablándome exclusivamente a mí:
Sí, esa fe… ¡ah, quién la tuviera?
Pese a no ser un buen cámara, pareces haber captado en cada fotografía el espíritu del lugar
¡Buf! Si hubieras estado allí habrías visto hasta qué punto las fotos no les hacen justicia a los lugares. ¡Pero se agradece el cumplido!
Te agradezco el traerme a la memoria miles de recuerdos y la evocación de sentimientos muy paralelos a tu añoranza y la descripción realista, puesta a conocimiento de ciertos turistas que prestarán interés en conocer rutas que espero visiten, quizás es más conveniente medir en kms. no en millas.
¡Gracias por tu sentido comentario! Con sólo una persona que disfrutase y compartiese, en el fondo de sí, cada uno de mis artículos, me daría por contento.
¿Dónde has visto lo de las millas? En la versión en español siempre pongo km, y en la inglesa casi siempre (salvo cuando la milla me suena más lírica). Gracias.