Mucho se ha comparado últimamente el caso del Donbass en Ucrania con el de Cataluña en España, equiparando a aquellos rusohablantes “separatistas” con nuestros secesionistas catalanoparlantes y asimilando Ucrania con España y el Donbass con Cataluña. Pero me parece a mí que tal comparación es bastante desacertada, pues los contextos y antecedentes en ambos casos son esencialmente distintos. En su lugar, yo defiendo una comparación alternativa, y para ilustrarla propongo al lector un pequeño ejercicio de imaginación.
Supongamos que Cataluña, en su ambición expansionista y aprovechando por enésima vez la patológica debilidad de los gobiernos centrales de España, consiguiera de uno de ellos, bajo cualquier pretexto histórico y con la indispensable palanca de nuestra ley electoral, que la Comunidad de Valencia pasara a formar parte de la autonomía catalana. Repito que es un suponer. Si tal evento llegara a darse, lo probable es que, vencidas las lógicas protestas y revuelos iniciales, a la larga se consolidaría el nuevo statu quo: una región habría crecido a costa de otra políticamente más débil, pero el territorio y la unidad española habrían quedado íntegros, que se supone es lo principal. Valencianos y catalanes seguirían siendo españoles, como antes, sólo que ahora formarían una única autonomía. Es probable incluso que muchos valencianos llegasen a encontrar ventajoso el cambio, al menos económicamente -pues ahora disfrutarían de todos los privilegios que tiene Cataluña- y se conformasen con él.
Imaginemos ahora que, unos años o lustros más tarde, por esos avatares históricos y revoluciones de color tan arteramente impulsadas por ciertos sospechosos filántropos, Cataluña lograse por fin su ansiada república independiente… llevándose consigo a lo que antes había sido Valencia; y que una de sus medidas como nación soberana fuese eliminar la oficialidad del español y el valenciano en todo su territorio, y que además enviase a su ejército a masacrar a los insurgentes que, con toda probabilidad, se sublevarían porque una cosa era ser español incorporado a la comunidad catalana y otra muy distinta dejar de ser español y adquirir, por tejemanejes políticos, una nueva nacionalidad.
Seguramente el lector avisado ya vislumbra por dónde voy, pero concluyo:
Imaginemos por último que dichos valencianos, ahora abiertamente discriminados, reprimidos y perseguidos por el estado catalán, quisieran volver a ser españoles, o independizarse de esa hispanofóbica Cataluña o, al menos, tener su propia autonomía dentro de la nueva república; y que esta situación se mantuviese durante largos años provocando miles de víctimas civiles entre los perseguidos, en una especie de genocidio a manos del ejército republicano catalán; y que esos infortunados que no hablan catalán solicitaran, año tras año, el apoyo y la ayuda de España… como lleva ocho años solicitando el Donbass la de Rusia.
Si esos viejos compatriotas nuestros se volviesen anhelantes hacia nosotros, ¿qué opinaríamos los españoles? ¿Nos sentiríamos muy inclinados a apoyar, en base a la legislación internacional y esas monsergas, la indisoluble unidad de Cataluña o, por el contrario, sentiríamos la mayor simpatía hacia los insurgentes valencianos, nostálgicos de su españolidad y víctimas del supremacismo de sus nuevos conciudadanos?
Y es que, aun con todas las diferencias y salvedades que quieran objetarse, el Donbass “separatista” que estamos conociendo por las noticias de las últimas semanas no es, ni mucho menos, “la Cataluña de Ucrania” como muchos piensan, sino la Valencia de la Cataluña que propongo en mi hipótesis: esa región más débil a la que los vaivenes políticos entre titanes despojaron de su verdadera nacionalidad. Y la Ucrania que ahora conocemos fue en su día, no hace mucho, “la Cataluña de Rusia”: esa autonomía que, en mi ejemplo, he pintado como ya independiente y que, por azares del destino, se llevó consigo un gran pedazo de España que no le correspondía. Esta es la comparación que creo más acertada, porque, se mire como se mire, hay más similitudes -y más notables- entre Cataluña y Ucrania que las que pueda haber entre el Donbass y Cataluña.
Ucrania, por ejemplo, es ese pueblo que jamás fue nación, sino parte de una mucho mayor, con la que formó unidad durante siglos y a la que incluso contribuyó a engrandecer hasta convertirla en imperio; ese pueblo que, no obstante, empezó en las pasadas décadas a querer diferenciarse y desgajarse hasta que de pronto encontró la oportunidad histórica para constituirse como estado propio (y además por intrigas de poderes supranacionales que sólo buscan dividir y debilitar a las naciones grandes); ese pueblo donde lleva gestándose en los últimos lustros un creciente sentimiento racista y de odio hacia quienes hablan el idioma ahora calificado de “opresor”, y a quienes algunos extremistas llegan incluso a considerar subhumanos.
Ucrania es también el país que, a raíz de esta aversión, al poco de la independencia decretó la oficialidad única del idioma antes regional, privando así de su lengua materna a nada menos que un tercio de su población, al que además un gobierno fascistoide discrimina y persigue con dureza si no aprende y usa dicho idioma.
Nota característica de Ucrania es, por otra parte, la sintomática -y casi enfermiza- preferencia por los colores de la bandera nacional, que no puede dejar de advertir, por poco observador que sea, quien visite el país: abundan por doquier, de manera bien visible, el azul y el amarillo: en los vagones de tren y de metro, en los tranvías, en las vallas, los puentes, los quioscos, en los periódicos, los productos nacionales y hasta en los proveedores de telefonía móvil. Hay allí en el ambiente esa obsesión nacionalista, esa hostilidad hacia el idioma ahora minoritario, ese afán por construir, en torno a unos colores y una lengua, una identidad propia a toda costa, y de imponerla en todo su territorio. ¿Le suena familiar algo de esto al lector?
El Donbass, en cambio, es esa región que, sin comerlo ni beberlo, se vio de pronto desgajada de su auténtica patria, como la Valencia de mi hipótesis, e integrada en un nuevo país por el que nunca tuvo interés; esa región cuyos habitantes no se consideran distintos en nada a los de la nación a la que siempre pertenecieron y a la que desean volver; esa gente que en ningún momento ha sentido el fervor nacionalista ucraniano ni ha visto “rasgo diferenciador” alguno, pero a quienes, de buenas a primeras, les dicen que ya su lengua materna no es válida y que tienen que aprender otra; y lo peor de todo: esa gente que sufre desde hace ocho años un verdadero genocidio (que los medios de comunicación occidentales han silenciado) a manos del ejército nacionalista por cometer el pecado de no aceptar la nueva identidad y de reivindicar su idioma natal, una autonomía o el regreso a la madre patria.
Creo que conviene pensar un poco en este tema antes de otorgar acríticamente, inducidos por la avasalladora propaganda atlantista y globalista, nuestras simpatías a uno u otro bando en el presente conflicto ruso-ucraniano, porque las cosas a menudo son muy distintas de como quieren hacernos creer.