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Con el suelo de tablero y las paredes de papel, todas las pisadas en el caro y ruidoso hotel de Le Veurdre se oían tanto como el cachondeo de mis vecinos por la noche. Aunque admito que, en el fondo, el principal problema es mi insomnio. Menos mal que, al menos, la mañana amanece estupenda, radiante, con apenas unas nubes en el horizonte.
La infatigable Rosaura de pies alados me lleva hoy por un tramo de carretera que, entre Montluçon y Aubusson, me recuerda a mi Extremadura natal: una calzada estrecha y revirada, con ese firme viejo que, pese a lo castigado, resiste como un campeón el paso de las décadas. Para mayor parecido, tiene esta comarca una vegetación muy al estilo de la dehesa, aunque los árboles no sean mis queridas quercus ilex, las encinas.
Aubusson, en la céntrica región de Aquitania, es un pueblo de cuatro mil almas conocido (desde finales de la edad media) por sus tapices y alfombras, aunque esa artesanía decayera mucho hace algo menos de un siglo, al popularizarse el papel pintado.
Al llegar, dejo la moto en una plazoleta llamada Espagne, frente a un bar y una farmacia del mismo nombre que me llenan de asombro. ¿Una plaza y dos comercios dedicados a España, con lo que siempre nos han despreciado y detestado los franceses? Mucho me extraña. Por más que personalmente los admire, no concibo que en todo el país nos dediquen ni un sólo rincón. Para despejar la incógnita, entro al bar y se lo pregunto al camarero, que se apresura a explicarme que este Espagne ninguna relación tiene con España, sino que fue un general francés así apellidado; lo cual ya me encaja mucho más.
Al recorrer a fondo el pueblo, que a primera vista me ha causado buena impresión, voy descubriendo, según paseo sus calles a pie, que estoy en una de las localidades más bonitas que he visto nunca. Magníficamente conservada, presenta un aspecto dieciochesco asombroso y no hay esquina que no ofrezca una estampa irreprochable. ¡Con qué buen gusto han adaptado la vida moderna a este escenario pretérito! Una vez más me quito el sombrero: Francia ha elevado a la categoría de arte la preservación de sus pueblos.
Junto a uno de los varios puentes sobre el río La Creuse me siento al sol en la pequeña terracita del Café des Artes para tomarme un kir, aperitivo muy popular a base de vino blanco y licor de grosella negra. Esta gente es muy aficionados a los aperitivos y tienen variedad de ellos, aunque confieso que mi elección, el kir, obedece a razones muy prosaicas: es fácil de pronunciar y lo tienen en todas partes.
Al asomarme sobre el pretil del puente observo con curiosidad que el río trae idéntico color oscuro al de las aguas fluviales finlandesas y escocesas. Será que aquí el terreno también contiene mucha turba.
El camarero y otros dos clientes que hay en el bar resultan -¿a quién puede extrañarle ya?- gente muy agradable, y enseguida entablamos una amistosa charla sobre un tema predecible: las diferencias entre nuestros países. Si bien esta vez, al exponerles esa apreciación mía -que no puedo quitarme de la cabeza cuando viajo por Francia- de que los españoles no sabemos ni queremos conservar la belleza de nuestros pueblos, me entusiasma y reconforta hallar un eco en sus voces. En efecto, opinan igual; y brindo con ellos por esta coincidencia. Es más: no deja de ser llamativo -me dicen- que tanto Francia como Portugal se tomen tan en serio preservar la autenticidad y el aspecto de sus lugares mientras que en España tenemos una enfermiza obsesión por derribar y construir nuevo. Y he dicho antes “me entusiasma” porque, hasta ahora, creía ser la única persona del planeta que reparaba en esos detalles; no había encontrado aún a nadie… no ya que pensara como yo al respecto, sino que tan siquiera le interesase el tema.
Unos últimos quilómetros de carretera me llevan hasta Peyrat-le-Château. Me habría gustado avanzar un poco más para poder dormir mañana ya cerca de la frontera española, pero al comprobar bien las distancias me doy cuenta de que tendría que pegarme una pechá de carretera tanto esta tarde como mañana, sin disfrutar ni un día ni el otro; de modo que doy aquí la jornada por concluida.
Entre las varias opciones de alojamiento escojo L’hirondelle du Lac, chambres d’hôtes; y creo que he acertado de lleno. El dueño, un hombre muy amable de gestos algo afeminados, ofrece cuatro habitaciones decoradas con un gusto exquisito, todas diferentes (todas vacías hoy) y a cual más atractiva: los muebles antiguos, las toallas a juego con la pintura y con los motivos en puertas y paredes, todos los detalles muy cuidados. Dos dan a la carretera (que parece muy tranquila) y dos al lago; éstas con las mejores vistas, claro, aunque las otras tampoco están mal: se ve la casa de enfrente en piedra, el tejado lleno de musgo y un trozo de campo. Pero escojo una de las otras, algo más caras, para garantizarme el silencio, porque la señal wifi es mejor y -aspecto muy importante- porque tienen contraventanas, con lo que la luz del amanecer no me despertará mañana. En el colmo de la amabilidad, el hombre saca su propio coche del garaje privado para que yo pueda dejar mi moto; un gesto que le agradezco en lo que vale.
Toda esta región es de una gran belleza, y si Aubusson me ha resultado precioso, Peyrat-le-Château no le va ni mucho menos a la zaga, en su estilo bastante más rural: situado junto a un idílico lago, todas las casas son viejas construcciones en piedra, madera y teja; hay un antiguo molino, con su canal de roñosas compuertas de hierro, la hiedra trepando por los muros, junto a unos gruesos y añosos robles, sobre una pina ladera por donde el agua se quiebra en pequeñas cascadas; las ovejas y las cabras, retozando por la verde pendiente, completan un romántico cuadro, propio de una postal navideña o de las bucólicas acuarelas y óleos del s. XIX.
Como aún me sobra luz, me acerco con la moto para darme por una caminata por el lago La Maulde, una preciosa zona de recreo con varias rutas de senderismo. Escojo una corta, de siete u ocho quilómetros, que recorre la isla Vassivière, a la que se accede por un istmo artificial. El día va quedándose igual que amaneció: magnífico, templado, los cúmulos que se desarrollaron a mediodía se disipan sin lluvia y dejan paso a unos fotogénicos cirros y a un atardecer ideal para disfrutar de un paseo campestre por estos parajes tan impresionantes. No creo estar exagerando si digo que Peyrat-le-Château me parece, verdaderamente, un trozo de paraíso.