Fue una de las tardes más tristes de mi vida, creo.
Paseábamos en silencio por el caduco parque Bernardskiego y, como quien se desangra, con cada paso que dábamos una mayor lasitud nos vaciaba. Era como un tácito adiós.
En la tarde anaranjada que moría, fuimos a sentarnos sobre las gradas de piedra, medio en ruinas e invadidas por la hierba, de un centenario campo deportivo. Allá, al otro extremo, unos hombres jugaban al balón y sus voces dispersas, indistintas, acentuaban el silencio y nos aislaban incluso de nosotros mismos.
La alegría de la víspera subrayaba aún más el aciago fracaso de aquella jornada: habíamos acordado pasar unos días juntos para volver a intentarlo por última vez; pero, como siempre, pasada la excitación y el entusiasmo de las primeras horas, aquella mañana habíamos discutido y durante todo el día un vacío elocuente y pertinaz, cargado de nostalgia e impotencia, se instaló entre nosotros dejándonos indefensos. Demos un paseo, había propuesto ella para escapar de aquel infierno de sentimientos muertos.
Amparados por las voces de los jugadores, perdidas en la nada nuestras miradas, veíamos caer los minutos como campanadas de duelo. Le dije te alejas de las personas que te quieren porque crees que no mereces ser feliz. Le dije pero no has de expiar ningún pecado, tienes tanto derecho a la felicidad como cualquiera. Ella me miró con una sonrisa llena de ternura pero tan triste como la vida, y entonces vi, con total desolación, cómo su amor se iba ocultando segundo a segundo -el sol poniente de la tarde que nos amparaba- tras aquellos grandes ojos claros; cómo su cariño se me escapaba, cual gorrión huye de la mano, sin sin poder hacer nada para detenerlo.
El silencio habló por nosotros aún algunos momentos, hasta el final del crepúsculo. Entonces, ella se inclinó para besarme en la mejilla: por las suyas, dos gruesas lágrimas, derramándose desde sus largas pestañas, dejaban el rastro brillante y salado del desamor.