Resistencia ucraniana

Estamos en Kiev. Los pasos subterráneos de los principales cruces y los pasillos de acceso al metro están atestados de campesinos y babushkas que intentan vender sus míseros productos a una indiferente muchedumbre de apresurados viandantes que apenas reparan en ellos ni en la mercancía que extienden ante sí: la magra y dispar producción de sus huertas o sus cocinas, unas pocas patatas, un ramillete de aburrido perejil, un saquito de semillas de kasha, una docena de grasientos dulces, acumulando las toxinas de cien mil pulmones, el polvo de cien mil zapatos.

Me resulta triste, conmovedora y admirable la abnegada vida de estos reclusos en la moderna catacumba urbana que esperan durante largas horas de sus días sin luz, al dudoso abrigo de las insalubres galerías, acaso al tibio calor que emanan los túneles del metro, a que la suerte les depare alguna ama de casa que advierta sus productos al par que recuerda que necesita unas zanahorias,  media docena de huevos o un litro de compota.  Pero las más de las veces estos siervos de la pobreza habrán de recoger al final de la jornada su raquítica mercadería casi intacta y llevarla de vuelta a sus lejanos hogares para volver a intentarlo de nuevo al día siguiente, las espinacas aún más mustias, los pepinillos más resecos y arrugados. Toda una muestra de aguante y resignación.

Acerca de The Freelander

Viajero, escritor converso, soñador, ermitaño y romántico.
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