Santa Comba

El tejado de la quinta se recorta, negro, contra la luz ya fría del crepúsculo, y  unas nubes grises desde el poniente, opacas, avanzan despacio por el cielo para fundirse, allá en el este, con la oscuridad del anochecer. La brisa mueve suavemente la copa del ciprés, sombría y muda, y sólo el goteo del agua sobre el cristal de la fuente perturba el silencio del patio, acentuando la quietud del momento. Muere el día en Santa Comba.

Llegué aquí por casualidad, sin proponérmelo, con intención de pasar una noche y continuar camino, pero llevo ya casi una semana. Es de esos raros alojamientos donde lo hacen a uno sentir como en casa, y la paz que se respira contribuye a que el huésped apetezca prolongar su estancia. Sin otros planes y con tiempo por delante, yo he podido permitirme ese lujo. También la suerte ha colaborado, pues es raro que pueda improvisarse una estadía más larga sin tropezar con que para alguno -o varios- de los días esté todo reservado.

La quinta es antigua, del siglo XVII, y según me cuenta Jorge Campos, el hijo del dueño, ha sido siempre propiedad de la misma familia. Imagino que no la han dedicado a hospedería por capricho, sino porque la era de los terratenientes y latifundios pasó a mejor vida, y a muchos hacendados les resultaría imposible conservar sus tierras y alquerías sin contar con nuevas fuentes de ingresos. Pero los Campos, padres, aún viven aquí, en la casa grande, quizá porque han sabido darle al negocio una atmósfera acogedora e íntima que enseguida se contagia a los inquilinos y que -quiero suponer- les permite a ellos hacer más llevadero el hecho -por lo demás, insoslayable- de que tienen su casa permanentemente llena de extraños.

El sitio destila abolengo por los cuatro costados, desde los blasones de la fachada hasta la pequeña iglesia contigua al patio; y muchos de los elementos de la quinta, mobles o inmobles, atestiguan que hace tal vez un siglo esto hervía de vida: el enorme pilón con seis piedras para fregar; la barrica gigante, que hoy, destripada, preside un pequeño museo; las alas laterales del edificio, donde se abren, al patio, varias habitaciones que, en su día, debieron de ser viviendas; la vasta cocina, con un gran fogón de hierro que, seguramente, tendrá más de cien años…

A sólo un par de leguas de Barcelos, la ciudad más próxima, Santa Comba está lo bastante cerca para ir allí a diario, quien así lo quiera, y lo bastante alejada como para disfrutar de una calma casi total; sobre todo de noche, que no se oye una mosca. Durante el día hay más trajín, como es natural, porque además de los alojados que van o vienen y entran o salen, no deja de acudir gente para una cosa u otra, empleados y mozos, comerciantes y proveedores, sobre todo en relación con el adiestramiento de canes, a los que encierran en las perreras de un edificio anejo. He visto también por ahí un par de caballos, que tal vez se puedan alquilar, porque algo escuché a un huésped decirle a su hijo. Pero, en general, está aquí uno tan tranquilo que casi podría hacerse una cura de reposo: resulta fácil relajarse y, al mismo tiempo, socializar con otros clientes, porque todas las habitaciones dan al patio ajardinado y cada una tiene, delante, una mesa con un par de sillas, de modo que las charlas ocasionales entre vecinos surgen espontáneamente; aunque el momento social del día es, sin duda, el desayuno, que tiene lugar en las mesas del espacioso comedor y la larga galería cubierta que da al norte. Salvando las diferencias, esto me evoca un poco el ambiente descrito en La montaña mágica, esa inolvidable obra de Thomas Mann.

Durante uno de esos desayunos trabé conversación con un matrimonio irlandés, y después hemos compartido, espontánea y desenfadadamente, alguna botella de vino juntos. Mañana nos vamos los dos: ellos, para coger el ferry en Santander de regreso a su verde Eire; yo, para seguir este viaje mío de las carambolas, rebotando de un lugar a otro según me van aconsejando los lugareños. Pero una cosa tengo clara: a Santa Comba, volveré.

Acerca de The Freelander

Viajero, escritor converso, soñador, ermitaño y romántico.
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2 respuestas a Santa Comba

  1. Philippe dijo:

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