Russia II: Raduzhniy, ciudad prohibida

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Iglesia rural de Raduzhniy

 

El suburbano de Moscú es complejo e intrincado; sus indicaciones, sobre todo para un forastero, no siempre están claras; y allá donde coinciden dos líneas, sus respectivas bocas de metro pueden, y suelen, distar mucho entre sí. Por eso, al confundirme de salida en la tarde que había de coger el tren para Raduzhniy, emergí en la terminal equivocada. Las vecinas estaciones de ferrocarril de Yaroslavskiy y Kazhanskiy forman el principal nudo de comunicaciones del Moscú oriental, y yo habia ido a parar a la primera en lugar de a la segunda, que es donde tenía que ir. Y como, ignorante de esta duplicidad y posible problema, había salido de casa sin mucha antelación, ahora el tiempo se me echaba encima, estaba totalmente desorientado y hubo Lyuda de venir a rescatarme a toda prisa desde Kazhanskiy, donde me esperaba hacía un rato; así que sólo tras una difícil y angustiosa carrera, siguiéndole los talones entre la abigarrada muchedumbre que a todas horas bulle entre las dos terminales, fuimos capaces de subir, apenas dos minutos antes de que partiera, al intercity para el que ya teníamos comprados los billetes.

Era un tren bastante aceptable, amplio y climatizado, que invirtió dos horas y media en salvar los doscientos quilómetros hacia oriente que dista Moscú de Vladimir. Pero no era éste nuestro destino, sino que aún teníamos que hacer otro tramo hacia el sur para llegar a la fea, extraña y desconocida localidad de Raduzhniy; no una ciudad propiamente dicha, aunque tampoco se pueda considerar un pueblo, sino más bien una especie de urbanización, pero con la peculiaridad de que no se halla a las afueras (entendido al modo español) de ningún otro núcleo urbano, sino aislada en mitad del campo; concretamente en un claro que, en su día, abrieron en el bosque a tal efecto. Su creación –casi podría decirse que su invención– fue totalmente artificial, ya que fue construida en los años de la guerra fría a base de deforestar quince o veinte hectáreas y desparramar allí, a la buena de Dios, unos cuantos bloques de apartamentos (de austera y notoria fealdad) para alojar a los trabajadores de unas instalaciones (coetáneas a la propia urbanización y, de algún modo, inherentes a ella) destinadas a investigar y desarrollar lentes, espejos y otros componentes ópticos con fines astronómicos y quién sabe si, también, militares. En la actualidad, constituyen Raduzhniy tres o cuatro amplias y desnudas calles que más bien son carreteras, las abandonadas y condenadas instalaciones que en su día le dieron sentido, los kwartel (distritos) Uno y Tres con sus feas viviendas, y algunas construcciones para dar servicio a la población: escuela, tiendas, polideportivo, iglesia, etc. Nada más. Alrededor, sólo leguas y leguas de bosque. No tiene industria ni riqueza alguna. El abandono de la carrera espacial por parte de las dos grandes potencias puso fin a la investigación telescópica y ahora Raduzhniy es tan sólo una ciudad dormitorio de Vladimir, separa de ésta por más de quince quilómetros de sembrados y bosque. (Por cierto: si algún lector se ha preguntado por la inexistencia del kwartel Dos, sepa que, al parecer, no se debió a ningún capricho urbanístico ni a una superstición de los responsables ni a desastre alguno que lo destruyese, sino que su construcción, planificada al mismo tiempo que la de los otros barrios, ni siquiera llegó a iniciarse, sin que nadie sepa a ciencia cierta el por qué.)

Conserva, sin embargo, Raduzhniy una peculiaridad anacrónica que, hoy en día, resulta tan absurda como inútil: y es que continúa siendo, tal como fue concebida (por razones, es de suponer, de seguridad y espionaje industrial), una “ciudad restringida”; es decir que, en teoría, sólo sus habitantes o personas debidamente autorizadas pueden entrar en ella y, a tal efecto, aún mantiene el gobierno una barrera con garita de control policial en la única carretera que le da acceso, aunque enseguida se verá por qué he calificado de “inútil” su existencia, y cómo es que yo pude burlar dicho punto de control.

A efectos prácticos, para llegar a Raduzhniy no hay más que dos posibles medios de transporte: autobuses o coches particulares. En cuanto a los primeros, todos los que entran son retenidos en la barrera, donde los viajeros han de mostrar sus autorizaciones… salvo que el autobús vaya tan lleno que haya pasajeros viajando de pie, en cuyo caso se ordena bajar a éstos últimos, se controla únicamente a los que van sentados y, tras volver a subir los otros, el vehículo continúa su ruta, ya “intramuros”, por así decirlo. Una de las maneras, pues, de acceder a la ciudad clandestinamente es coger un autobús en hora punta y subir el último para garantizarse la carencia de asiento (y, por consiguiente, la exención de ser controlado), si bien se corre el riesgo de que algunos viajeros se apeen en paradas intermedias y el autobús llegue a Raduzhniy con asientos libres. Bastante menos arriesgado es, por tanto, el otro medio: entrar en un vehículo particular, ya que éstos sólo son sometidos a control si no muestran en el parabrisas el pase pertinente, mientras que si lo llevan no tienen siquiera obligación de detenerse en la barrera: se les franquea el paso directamente, sin comprobación alguna.

Así que Lyuda y yo, tras apearnos del tren en la estación de Vladimir, nos dirigimos al arranque de la carretera que iba hacia Raduzhniy y probamos suerte primero con el autobús; pero, tras esperar el paso de un par de ellos, no cogimos ninguno porque no había pasajeros suficientes para asegurarnos que los guardias nos franquearan el paso al llegar a destino, de modo que luego intentamos tomar un coche particular. Existe en Rusia la bendita, confiada y popular costumbre, entre una gran proporción de los conductores, de hacer de taxistas eventuales; o, si se prefiere, es una especie de socorrido y frecuente autostop de pago: el aspirante a pasajero extiende la mano al borde de la acera y nunca transcurren más de dos o tres minutos sin que algún conductor se detenga junto a él y le pregunte su destino. Si le conviene, acuerdan un precio (que en ocasiones está ya casi “fijado” por la costumbre) y el transporte se lleva a cabo. De hecho, hay en Rusia quien se gana así la vida: recorriendo con su coche las principales avenidas de las ciudades grandes y dando pasaje a todo el que lo solicite. (Inciso: supongo que esta costumbre se basa en la solidaridad y confianza mutua derivadas del aún no lejano comunismo, en las leyes de la simbiosis y –sobre todo– en la escasez de vehículos; pero me temo que, al igual que el autostop, tiene sus días contados. En efecto, el llamado progreso, juto con el consiguiente individualismo de las sociedades “avanzadas”, se encargarán de generar la desconfianza suficiente para acabar con esta práctica; que, por otra parte, será además menos necesaria cada vez.)

Y tan popular es esta costumbre que, allí donde estábamos, existía una “parada” invisible, cercana a la del autobús y establecida por el uso, donde la gente hacía cola para diversos destinos y donde los conductores se detenían sin necesidad de que nadie extendiese la mano. Y a pesar de que sólo una parte de los vehículos que se prestaban a hacer de taxis mostraban en el parabrisas el pase para entrar en Raduzhniy (que Lyuda, por ser de allí, conocía a la perfección), no tardamos mucho en encontrar quien nos llevase. Era una mujer que volvía a su casa tras el trabajo; conducía un coche bastante nuevo y limpio, llevaba puesta una música agradable y durante el trayecto casi me quedé dormido. Veinte minutos más tarde, entrábamos sin el menor problema a la ciudad prohibida. Al bajarnos, le alargamos a la mujer un billete de cien rublos y ella protestó con sincera honestidad que aquello era más de lo acostumbrado para ese trayecto; pero nosotros insistimos más y por fin aceptó.

En realidad, la entrada clandestina a Raduzhniy era sólo necesaria por lo que a mí tocaba, ya que Lyuda era de allí y tenía autorización. Y esta es la respuesta a la pregunta que algún lector puede haberse planteado a estas alturas: ¿qué es lo que me llevaba a visitar un lugar tan carente de cualquier atractivo? Pues la pura curiosidad de conocer el lugar donde ella se había criado y de habitar el mismo apartamento familiar donde sus padres habían vivido desde su lejana llegada de Kyrguistán (en tiempos de la URSS) hasta su triste y reciente defunción, casi simultánea. Él había sido, precisamente, uno de los varios ingenieros ópticos que trabajaron en el diseño de las lentes para cuyo desarrollo las autoridades soviéticas “inventaron” Raduzhniy. Por estas novelescas connotaciones me resultó muy curioso quedarme unos días en aquel pequeño piso tan genuinamente socialista, del que el sabor a tradición eslava, a vida simple y modesta, aún no había desaparecido: el suelo de madera en el salón y el dormitorio, la cubierta de plástico en cocina y aseo, despegada en las esquinas; las manchas de humedad en el ajado papel de las paredes; madera maciza e hinchada en puertas y ventanas; tuberías de agua y gas a la vista, y enormes radiadores, repintados media docena de veces; los antiguos electrodomésticos, amarilleando de puro viejo; unos muebles forrados de formica con el feo diseño, algo cubista, de los años 70; baño y retrete en minúsculos habitáculos separados; baratos adornos de plástico en las pareces, unos iconos y cruces ortodoxas, algunas fotografías en sepia; varios estantes llenos de literatura rusa y abundantes libros de ingeniería; dos viejos sillones de brazos desgastados por el excesivo uso, un televisor de tubo y hasta una vieja radio de válvulas. Indicios de una vida monótona, rutinaria y sencilla, aunque probablemente feliz.

Fotos familiares

Lyuda se había quedado completamente huérfana estando aún en sus treinta y, como era hija única, no le quedaban más parientes que una indiferente abuela, malhumorada y mandona, que vivía en Ucrania, más un tío en la cercana Vladimir. Sin apenas amigos, su vida transcurría en la más gris, desamparada y estoica soledad. Durante mi breve estancia en Raduzhniy, dimos juntos un paseo por el bosque circundante, infestado de mosquitos hasta el punto de hacernos desistir de una segunda vez; fuimos, como en los cuentos, a por agua a un venero entre los árboles, del que manaba en un pequeño chorro debilitado por la sequía; y caminamos arriba y abajo, repetida y melancólicamente, por las feas, desoladas y austeras avenidas-carretera de la ciudad medio en descampado, sin aceras, sin ajardinar, sin un mal banco donde sentarse. Allí no había nada que hacer, ni un cine donde matar un par de horas al crepúsculo, ni una cafetería donde saborear tranquilamente una taza de té, ni un bar decente donde tomarse una cerveza. Sin embargo, conservo grato recuerdo de esos días.

Uno de ellos visitamos la cercana y milenaria ciudad de Vladimir, que tuvo su edad de oro durante el s. XII e incluso, pese a la invasión y destrucción tártaro-mongola que sufrió bajo las hordas de Batu Khan, gozó de cierta preeminencia hasta el s. XIV. En aquellos tiempos, fue una de las capitales de Rusia y también sede episcopal, pero en nuestros días tan sólo se caracteriza, aparte de por el turismo relacionado con sus edificios y su importancia histórica (es una de las ciudades que conforman el denominado “anillo dorado” de Moscú), por ser un centro industrial, energético y militar de mediana categoría. Y, aunque la afean las omnipresentes chimeneas de la central térmica, su centro histórico es bonito y más o menos acogedor: ubicado en una colina, abunda en majestuosos edificios, viejas iglesias, grandes y antiguas mansiones de madera, amplios parques y elegantes jardines. Desde su límite sur, el más elevado y despejado de altas edificaciones, se pueden divisar interminables leguas de bosque.

Aprovechamos nuestra estancia en Vladimir para llevar a cabo el trámite burocrático de mi registro, esa entelequia soviética que aún domina la vida y las gestiones administrativas de rusos y visitantes. Se trata de una gestión cuyo objeto es informar a las autoridades gubernativas del paradero oficial tanto de nacionales como de extranjeros, en teoría obligatoria, aunque en la práctica no pasa de ser una concesión que la ley hace a la arbitrariedad de los policías, quienes tienen ahí una disculpa para sobornar a la gente a su antojo so pena de conducción a una comisaría. Nosotros realizamos el papeleo en una vieja oficina de correos, un amplio local muy luminoso, de grandes ventanas, con suelo, mostradores, mobiliario y ventanillas de madera, y cuyas funcionarias holgazaneaban parloteando sin el menor pudor mientras los pacientes ciudadanos esperaban con resignación a que les concedieran el favor del turno. Yo me limité a pagar la tasa, sentarme en una silla y observar, porque la gestión corrió enteramente a cargo de Lyuda.

Finalizada nuestra breve estancia en aquellos pagos, nuestro regreso desde Raduzniy a Moscú fue algo accidentado e, igual que a la ida, subimos al tren por los pelos: primero, porque la mashrutka que cogimos para ir hasta la estación de Vladimir se estropeó a mitad de camino y tuvimos que esperar a la siguiente (por supuesto pagando un nuevo billete, ya que los conductores de esos pequeños autobuses semiprivados jamás devuelven un pasaje salvo que se les monte una trifulca que nosotros no podíamos permitirnos); y segundo porque luego nos encontramos con un largo atasco a la entrada de Vladimir, pues era hora punta, circunstancia que no habíamos valorado al calcular la hora a la que teníamos que salir de casa. De modo que, entre una cosa y otra, llegamos al andén con el tiempo justo.

El tren, en esta ocasión, era de menor categoría que a la ida: más sucio, sin aire acondicionado, con asientos más incómodos, más lento y con más paradas en su recorrido, así que tuvimos tres horas y media de largo, caluroso y cansado viaje. Pero al menos esta experiencia me sirvió para ser testigo de uno de los milagros de la ingeniería rusa: las ventanas anti-ventilación: pese a que, debido al calor de aquella tarde, todas las ventanillas del vagón iban abiertas, no entraba por ellas ni un soplo de aire, tanto estando parados como en marcha.

Por otra parte, ni que decir tiene que en este tren, por ser más barato, abundaban pasajeros de más dudosa catadura, sobre todo los típicos vagabundos sucios y borrachos, los característicos jovenzuelos descamisados e irrespetuosos, también borrachos, y alguna que otra mujer repintada, entrada en carnes y oliendo a alcohol. Mientras trataba en vano de descabezar un sueñecito, oigo justo a mi espalda una voz que, en inglés, preguntaba al aire algo así como: “disculpa, me ha parecido que hablabas inglés”. Quien sea –me dije–, no puede estar dirigiéndose más que a mí. Los asientos daban respaldo contra respaldo y, sin mover los hombros, medio giré la cabeza hacia atrás para encontrarme, a apenas unos centímetros de distancia, otra cabeza medio girada cuyos ojos miraban en una dirección que quería ser la mía, pero que no se esforzaban en enfocar mi cara ni en cruzarse con mi propia mirada. Respondí, como hablándole a la ventanilla, que, en efecto, hablaba inglés. La voz volvió a preguntar: “¿pero es el inglés tu lengua materna?”. No tenía yo muchas ganas de una charla a cabeza doblada con un tipo que me interpelaba de forma tan poco ortodoxa e incómoda, así que me alegré de responderle que no, y que además mi inglés era bastante pobre. Sin embargo, no pareció importarle; aquella pregunta había sido sólo una forma de romper el hielo y, a continuación, me hizo saber que sólo quería practicar su inglés, el cual tenía al parecer muy olvidado desde que, tiempo atrás, pasara dos años trabajando en Estados Unidos. “Un pelma”, pensé. Sin embargo, muy pronto me ganó la naturalidad que mostró cuando, tras preguntarle a mi vez de qué había trabajado allí, me respondió con un punto de humor: “fregando platos”. Esto me hizo bajar la guardia y decidí disfrutar de la experiencia.

Era un joven simpático y despabilado que andaría cerca de los treinta. Para no haber practicado inglés en mucho tiempo lo hablaba con bastante fluidez y un acento más que aceptable. Me habló un poco de su experiencia en Norteamérica: que había ido junto con un grupo de otros trabajadores, que se habían empleado en labores diversas con notable rendimiento, y que él se había quedado más tiempo que los demás. Quizá, no lo recuerdo, me contó también algunos otros detalles de su vida y, supongo, me preguntaría por mi oficio y por las razones de mi estancia en Rusia. Al cabo de un rato, casi con la misma desenfadada brusquedad con que me había interpelado, me agradeció la charla y dio la conversación por terminada. Unos minutos después, dos borrachos se sentaron a mi lado y Lyuda me conminó a que nos cambiásemos de asiento. Obedecí silencioso, pese a que no quería que mi nuevo amigo pensara que su iniciativa me hablía molestado hasta el punto de mudarme de sitio, pero mis temores se disiparon cuando unos minutos más tarde nuestras miradas se cruzaron y nos dirigimos una sonrisa mutua. Cuando se apeó del vagón, dos o tres estaciones antes que nosotros, nos dijimos adiós con la mano. ¡Qué lástima que el mundo nos haya hecho tan recelosos del prójimo que temamos incluso hablar con un desconocido compañero de viaje!

Por fin, sudorosos y cansados, llegamos Lyuda y yo a un Moscú vespertino, inmerso en una estática atmósfera que guardaba con celo el calor diurno recibido del ladrillo, el asfalto y el cemento. Aún había claridad en el cielo cuando traspasamos el umbral de nuestro caldeado apartamento. Abrimos las ventanas, pero no entró ni una brizna de aire.

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Acerca de The Freelander

Viajero, escritor converso, soñador, ermitaño y romántico.
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