IX. Pueblos que sestean sobre el litoral

Continuando hacia el norte junto al Atlántico francés, al cabo de una larga y pesada etapa lluviosa, llego por fin, tras varios intentos fallidos de buscar alojamiento, a un agradable pueblecito llamado La-Faute-sur-Mer, pequeño y tranquilo –no por abandono, sino por aislamiento–, que ofrece tres o cuatro hotelillos y media docena de restaurantes. Junto con L’Aiguillon-sur-Mer, forman prácticamente un único pueblo, separado en dos mitades sólo por un puente sobre una estrecha ensenada donde, con la marea baja, apenas quedan unos charcos de agua. Hay un bonito paseo entre ambos núcleos urbanos, y sospecho que voy a frecuentarlo durante los días que voy a quedarme por aquí.

L'Aiguillon-sur-mer

L’Aiguillon-sur-mer

Parece que, a falta de playa propia, en L’Aiguillon se han ubicado las pequeñas tiendas de la vida local, pescaderías, panaderías y otro comercio por el estilo, más o menos necesario, mientras que en La Faute, más cerca de la playa, están los restaurantes, bistros, heladerías y las tiendas de artículos playeros; pero tanto en un lado como en otro se respira paz y esa lentitud soñollienta de los pueblos que sestean, donde la prisa no encuentra cabida.

Llego a La Faute bien pasado el mediodía, y el primer hotel que pruebo está cerrado por descanso de sobremesa. En la puerta, un letrero indica que el recepcionista vuelve a las seis. Caminando un poco, pasado el puente sobre la ría, veo otro hotel, también cerrado, pero sin letrero. ¿Abrirá también a las seis? Unos cientos de metros más hacia el mar, en el último grupo de casas antes de la playa, encuentro un tercer hotel, cuyo encargado también descansa; así que no me queda otro remedio –convencido, a estas alturas, de que estoy en el pueblo que venía buscando– que dar un paseo por la orilla del Atlántico mientras espero a que el pueblo despierte de la siesta.

A mi regreso, lo encuentro ya abierto. Es una construcción de dos plantas y poca calidad, en la que mis pasos resuenan a madera hueca y a conglomerado. Descuidado y sin mantenimiento, me recuerda a esos hoteles donde me hospedaba con mi hermano durante nuestros viajes por Centroamérica y el Caribe, dirigidos a una clientela poco exigente que iba en busca de sol, restaurantes y playa, pero a quienes el lujo importaba poco. Éste tiene lo esencial y, aunque la limpieza brilla por su ausencia, sirve a mis necesidades de reposo, al extremo de una calle peatonal que no soporta tráfico ninguno.

Está prácticamente vacío, y escojo una de las habitaciones económicas, con vistas a un patio, dado que desde las otras, que supuestamente “miran hacia la playa”, en realidad tampoco se ve: simplemente están orientadas a poniente, pero una duna se interpone las ventanas y el mar. En la planta baja, regentan los mismos dueños un restaurante no muy bueno, sin embargo, tiene más clientela que los otros de la misma calle, supongo que por su ubicación y sus horarios algo más extensos; aunque, de todas formas, aquí a las nueve de la tarde ya está todo cerrado.

Estuario entre L'Aiguillon-sur-mer y La Faute-sur-mer

Estuario entre L’Aiguillon-sur-mer y La Faute-sur-mer

El binomio L’Aiguillon – La Faute es un lugar tan tranquilo que parece un balneario. Unos pocos turistas, franceses, probablemente muy de la zona, animan sus dos únicas calles durante las horas centrales del día, y al caer la noche queda todo como desierto. Imagino que muy pocos pernoctan aquí. Justo frente a la playa –que, inacabable, se extiende desde la punta de esta pequeña península hasta perderse en otros pueblos bastante más al norte– hay varias mejilloneras, que consisten simplemente cientos de estacas formando filas y columnas, clavadas en el fondo marino y que, según esté la marea, sobresalen uno o dos metros del agua. Sobre ellas una subespecie de mejillones pequeños y negros se adhieren y crecen, de modo que los pescadores no tienen más que ir por sus “canales” con una barca, poste por poste, a cosecharlos. No es de extrañar, pues, que el principal plato en el menú de los restaurantes sobre este litoral, desde el Golfo de Vizcaya hasta Bretaña, es mejillones al vapor, que con diversos aliños e invariablemente acompañados por patatas fritas, sirven en un gran cuenco por un precio bastante uniforme, alrededor de doce euros.

Un poco hastiado de la falta de limpieza del hotel, donde no tienen un detalle de higiene ni se molesten en cambiarme las toallas, al cabo de dos días me mudo a otro en L’Aiguillon, el primero que había visto, más decente, amplio, limpio y encima a mejor precio, aunque casi acabo arrepintiéndome porque la wifi, en cambio, funciona mucho peor.

Durante estos tres días, mantengo la sana rutina de desayunar el casi obligado croissant con un café, que en Francia deja bastante que desear; darme un largo paseo por la playa, tomarme una que otra cervecita y luego cenar en algún restaurante. Se está bien aquí, entregado a esta apacible indolencia, a esta vida de balneario. Pero no puede uno abandonarse, durante este tipo de viajes, al dolce fare niente durante mucho tiempo: si se quiere llegar a alguna parte y seguir conociendo nuevos lugares, hay que continuar. Así que dejo atrás este pueblo doble que, como algunas estrellas, orbitan uno alrededor del otro, y emprendo una nueva etapa, siempre hacia el norte, fiel al trazado de la costa.

No tengo suerte esta vez, y aunque durante mi estancia en La Faute – L’Aiguillon no ha caído ni una gota, el día que decido partir amanece bastante lluvioso, y así se mantiene toda la jornada, hasta que, cansado de agua, vengo a recalar en un pueblo sin atractivo alguno, Bouin, donde encuentro un bed & breakfast bonito y barato, aunque inundado del más desagradable olor a tabaco frío que he tenido que soportar en muchos años. Los regentes son: ella, una holandesa que apenas sabe una palabra de francés ni de inglés; y él, un gabacho que habla en alemán. La recepcionista, en cambio, es una guapa joven a la que tienen contratada en prácticas, y me dice la intuición que deben de pagarle muy poco… si algo le pagan. El único otro morador del albergue es un perro enorme, calmado y silencioso, que vaga por el lugar como un león por su sabana. Mi habitación, que por suete no huele a tabaco, es pequeña y muy coqueta; pero la atmósfera de la casa me resulta extraña, fría, poco hospitalaria. Da la sensación de que el matrimonio no está de acuerdo en el modo de llevar el negocio, porque él procura hacer las cosas fáciles para mí mientras que ella insiste en complicarlas.

Quiero, por cierto, dejar aquí constancia, para beneficio de la numerosa descendencia que algún día tendré, de que los accesos a internet en Francia son una mierda. En todos mis viajes por este país, no habré estado en más de uno o dos hoteles que tuviesen una conexión decente. La mayoría no sólo tienen la señal muy débil, sino que te obligan a pasar por una o dos páginas intermedias de autorización, permisos, restricciones, registros, publicidad y demás. En concreto, la de este albergue en Bouin está siendo la peor de todas, tan mala que resulta prácticamente inutilizable. ¡Principiantes!

Esta etapa sólo me la alegra un poco la cena, que hago en un pequeño bistro (lo único que hay abierto en el pueblo) con aspecto de poca calidad calidad pero donde, para mi sorpresa, una encantadora mujer me ha servido una ensalada y una pizza muy sabrosas y de generoso tamaño. No siempre sirve fiarse de las apariencias.

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Acerca de The Freelander

Viajero, escritor converso, soñador, ermitaño y romántico.
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