Avatares moteros: por el hechizante litoral de Troms

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Los casi trescientos quilómetros que separan Alta de Tromso suponen, con diferencia, la etapa más larga en los ochenta días que dura ya este viaje en moto; y una de las más sorprendentes también. Aunque no lo digo, desde luego, por Talvik, un poblado sami que encuentro a la orilla de la carretera apenas quince minutos tras emprender esta jornada en Kvenvikmoen, y que se reduce a una docena de cobertizos donde la pequeña comunidad de mestizos que aún conservan alguna sangre de los antiguos sami exponen, armados hasta las cejas con terminales inalámbricos de cobro electrónico, sus artesanías, amuletos y otros productos supuestamente tradicionales a precios exorbitantes para corazones sensibles y bolsillos poderosos. Una turistada.

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Rosaura en Talvik, un mercadillo sami

Nada más lejos de mis sentimientos que regodearme en la desaparición de pueblos y culturas; soy un nostálgico incurable; pero quizá por eso prefiero no llevarme a engaño, pues la realidad es que, al igual que tantas otras minorías étnicas, los sami han desaparecido casi por completo del globo; los últimos habitantes de estas tierras del norte con pura raza indígena y modo de vida tradicional debieron morir hace bastantes décadas y, con ellos, su folklore y medios de subsistencia. Los que quedan hoy son apenas buenos para justificar algún documental sensacionalista o poético.

Pero volvamos a la carretera. La ruta E6 hacia el suroeste continúa bordeando el litoral a la vez que ofrece toda una colección de espléndidos paisajes que, a medida que deja uno atrás Finnmark, van tornando hacia otra geología y otra vegetación; así como también, al avanzar por el condado de Troms –cuyas costas baña la corriente del Golfo– el clima experimenta un cambio, aquí más lluvioso y húmedo, menos frío que en el nordeste junto al mar de Barents, del que las aguas cálidas ya se alejan. Me pregunto si tendrá algo que ver con esto el color del mar, en Finnmark azul turquesa, azul marino en Troms; aunque eso bien puede deberse a la diferente profundidad, ya que aquí las costas son más escarpadas y las aguas más hondas.

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La corriente del golfo baña el litoral de Troms

Cien quilómetros al este de Talvik, cuando paso frente a las islas de Skorpa y Noklan, me echo a un lado de la carretara, paro el motor y contemplo la belleza que se extiende a mis pies. El mosaico de islas y fiordos que a veces forma este sinuoso litoral puede resultar asombroso. Nunca antes había viajado por un país tan rico en vistas panorámicas.

Frente a las islas de Skorpa y Noklan

Frente a las islas de Skorpa y Noklan

Una hora más de viaje me proporciona otra nueva e impactante sorpresa: los glaciares. Sabía que los había en Noruega, pero mi ignorancia los situaba más al sur, en las montañas por donde discurre la frontera con Suecia. Al encontrármelos ahora así, inesperadamente, al doblar una curva pasado Djupvik, pego un tirón de ambas manetas y me detengo otra vez. Los llaman los Alpes Lyngen, y toman el nombre del fiordo que hay a sus pies. ¡Qué imponente el inconfundible blanco azulado de las lenguas glaciares, como asomándose al mar sobre la roca sombría bajo el dramático cielo nublado! Un salto de la memoria me transporta a Islandia, donde por primera vez vi algo semejante, hace ya años.

Los Alpes Lynden

Los Alpes Lynden

Pero hace frío y me queda todavía un buen rato de viaje; no sé cuánto en realidad, porque me propongo llegar a Tromso y para eso he de coger dos ferrys que ignoro con qué frecuencia zarparán; así que hago la foto de rigor, me calo casco y guantes de invierno, meto primera y a zurrar.

Veinte quilómetros más adelante estoy en Olderdalen tomándome un perrito caliente junto al muelle para entonarme el cuerpo y llenar el estómago mientras llega el ferry que me llevará hasta Lyngseidet, diez millas náuticas al otro lado del fiordo. He tenido suerte y apenas me va a tocar esperar un ratito, aunque de todos modos el horario es bastante nutrido. Mientras tanto, observo la explanada desde el caldeado interior de la tiendecilla donde engullo la salchicha empanada. Veo cómo poco a poco otros vehículos van formando una pequeña cola, y cómo siete moteros llegan y se colocan al principio, que al parecer es la costumbre. Mucho están mirando a Rosaura y, al fijarme en sus matrículas, comprendo por qué: son españoles. Salgo del cobertizo al frío nórdico en busca de un poco de conversación.

Esperando al ferry en Olderdal

Esperando al ferry en Olderdal

De estos siete fantásticos (la partida motera española más numerosa con que me he topado en lo que llevo de viaje), dos se muestran muy agradables y nos ponemos a charlar. Según me cuentan, han ido desde Barcelona hasta cabo Norte dándole mucha caña, haciendo largas etapas a toda pastilla, y ahora van de regreso un poco más tranquilos. Se sonríen cuando les digo que mi velocidad media no llega a setenta y que conduzco tres horas al día. Cosas de la vida. Van escribiendo un blog a modo de diario, sobre la marcha, donde relatan su viaje y cuelgan algunas fotos bastante bonitas.

A todo esto, siendo costumbre entre moteros echar un vistazo mutuo a las respectivas máquinas, me doy cuenta de que el abrasivo asfalto de las carreteras noruegas se ha comido el dibujo que le quedaba a la goma delantera de Rosaura en tan sólo un par de días. Pensaba estirarla hasta los 20.000 km, cuando hubiera salido ya de Noruega, pero no va a ser posible: tiene 18.000 y está en las últimas. No me queda más remedio que cambiarla en Tromso y encomendarme al Cielo para que el sablazo no sea muy gordo, aunque más caro me va a salir es esperar hasta el lunes para hacerlo, porque hoy es viernes, cuando llegue ya estarán los talleres cerrados, y mañana no abren porque da la coincidencia de que este fin de semana se celebra allí un campeonato internacional de ajedrez y, además, llega el Arctic race, la vuelta ciclista que me persigue desde Olderfiord.

Cuando llega el ferry nos dan paso en primer lugar a los motoristas y llevamos nuestras cabalgaduras hasta la bodega. La tarifa es muy asequible, cosa de cien coronas o menos. El trayecto es breve, como una media hora, y lo paso haciendo fotos y sumido en mis pensamientos mientras los otros moteros hacen camarilla hablando en catalán.

El fiordo Lyngen desde el ferry

El fiordo Lyngen desde el ferry

Salimos casi juntos, como en enjambre, por la rampa de la bodega cuando llega el ferry a Lyngseidet, pero enseguida me toman la delantera. No por mucho tiempo, eso sí, porque la península de Lyngen se cruza en un abrir y cerrar de ojos, apenas veinte quilómetros hasta Svensby, donde hay que coger un segundo barco. Ambos están sincronizados para que hasta los vehículos más lentos puedan hacer la conexión.

El segundo trayecto es más corto incluso que el primero, unas tres millas marinas, y este rato lo paso charlando de nuevo con dos de los moteros españoles; uno de ellos el organizador de la expedición; un tipo majo. Pero antes de que nos demos cuenta estamos ya en Breivikeidet, poniéndonos la indumentaria y arrancando motores. Me despido, ahora sí, de ellos porque, con toda probabilidad, no me los volveré a encontrar; no, al menos, en este viaje.

Cincuenta quilómetros después, Rosaura y yo cruzamos por fin el emblemático puente Bruvegen, de casi mil metros de longitud, para desembocar en el centro mismo de la ciudad de Tromso. Amarrado a uno de sus muelles, vigilando los pilares del puente gigantesco, el ubicuo Trollfjord de la Hurtigrutten, el mismo barco que me encontré hace tres días en Kjolle, parece estar dándome la bienvenida. Hola de nuevo, amigo mío.

El Trollfjord sobre las calmas alguas del Tromsoysundet

El Trollfjord sobre las calmas alguas del Tromsoysundet

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Acerca de The Freelander

Viajero, escritor converso, soñador, ermitaño y romántico.
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