Memorias de Tampere, añoranzas de sauna

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Mi estancia en Ranta-Hölli, que al final se alargó hasta cuatro días, me sirvió a modo de cortas vacaciones para renovarme física y espiritualmente, como si de un balneario se tratase. Allí coincidí con un ciclista que venía haciendo un largo viaje, pedaleando en una de esas bicis que arrastran un pequeño carrito sobre dos ruedas, donde se lleva el breve equipaje, tienda y saco. Llegó un día después que yo y coincidimos en el embarcadero flotante del B&B, sobre el lago Kirkköjarvi, a un centenar de metros del edificio principal. Yo había bajado para nadar un poco, si bien al final sólo me di un chapuzón, porque amén de negruzca el agua estaba turbia, con cantidad de materia orgánica en suspensión, y de su fondo limoso se elevaba una melena de algas cuya caricia suele producirme una repulsión que nunca he sabido superar. Él venía para usar la sauna, que –como es habitual– se ubica cerca del embarcadero, y me invitó a acompañarlo, pero decliné porque el día era caluroso y el lago parecía una sopa. No obstante, encendido que hubo la estufa con la leña que allí había preparada al efecto, estuvimos conversando mientras esperaba a que se calentase la sauna.

Como motorista, admiro profundamente a los ciclistas “de altura”, a quienes atribuyo un mérito casi heroico. Pero este, además, era un tipo curioso e interesante, que trabajaba como agente de aduanas en una de las fronteras maritimas de Finlandia, la de Turku. Me contó sobre el comercio de drogas, la inmigración ilegal y el contrabando, lamentando que en su destino hubiese muy poco movimiento, pues la mayor parte del tráfico marítimo que llegaba eran ferrys provenientes de la civilizada Europa, y que por tanto han pasado ya otros filtros. Los únicos barcos que les daban algún cuidado, según me dijo, eran los que venían de Rusia; cosa que, desde luego, a nadie ha de sorprender; en concreto, las líneas que hacen el trayecto San Petersburgo-Turku.

Puesto que su conversación me resultaba amena y parecía, además, disfrutar igualmente de la mía, mientras se pegaba el primer round yo me di otro chapuzón en el lago, para seguir luego la charla. Por cierto que, como el tiempo se nos había ido volando, se recalentó la sauna y el hombre salió de ella rojo como un cangrejo, sin que pudiera, para colmo, beneficiarse del lago, ya que el agua estaba casi templada y no refrescaba lo bastante (lo cual, por otra parte, era de esperar). Eso me confirmó mis propias preferencias: que la sauna ha de ser con frío.

Durante esos días fui varias veces andando hasta el pueblo, Sahalahti, que quedaba a cuatro quilómetros por un camino de tierra. Allí había un par de restaurantes donde podía comerse caliente, y también tomar una cerveza para amenizarse uno un poco, pues por muy pequeño que fuera el pueblo siempre había alguna clientela.

El ciclista tenía pensado marcharse en la madrugada de su segundo día, porque –según dijo– le aguardaba una larga etapa y quería pedalear aprovechando al máximo las horas más frescas; pero cuando yo me levanté, a media mañana, él aún estaba allí. Una de las ruedas de su bicicleta estaba muy baja de aire y no había manera de inflarla. Me pidió ayuda y estuve un rato intentando echarle una mano, hasta que averigüé que el problema no era de la bomba, como pensábamos, sino de la válvula, que estaba estropeada; pero no tenía el hombre un neumático de repuesto. Son, empero, tranquilotes en general estos finlandeses y el tipo no parecía apurado en lo más mínimo; parecía confiar en que Dios proveería. Y de algún modo así fue, pues, como aquí la gente es bastante servicial y relativamente desinteresada, la anfitriona se las había arreglado para buscarle transportista hasta Kangasala, a unos quince quilómetros, donde pudo comprar el recambio que necesitaba y arreglar así la bici, aunque para cuando quiso partir era ya lo más caluroso del día. Quienes nos quedamos lo compadecimos, pero en realidad, ¿qué puede asustar a un joven de treinta años? No hay mal trago que el vigor físico y una mente sana no puedan superar.

Al día siguiente partí yo hacia Tampere, a poco más de media hora de distancia. Me había sentido tan a gusto en Ranta-Hölli, era un lugar tan apacible, que me despedí de su dueña con esa sensación de que volveré a verla algún día. Quizá uno de estos inviernos, cuando el frío permita disfrutar al máximo la sauna. Por cierto, me llamó la atención saber que, en invierno, la factura de la luz ascendía a ochocientos euros mensuales. No le arriendo la ganancia al negocio en tal época. Y es que, por muy bien aisladas que estén esas casas y muy de madera que sean, Ranta-Hölli tiene mucho volumen que calentar y el invierno finlandés es mucho invierno, pese a que el calientamiento global ha suavizado bastante los rigores de este clima.

El mítico Laukontori a orillas del Tammerkoski

El mítico paseo Laukontori a orillas del Tammerkoski, en Tampere

Desde que, hace ya casi una década, pasé en Tampere un año inolvidable, siempre me gusta volver, pues fue aquí donde aprendí a conocer al país y a su gente. Tuve para ello buenos profesores de la vida; como Ilkka, que me proporcionó un apartamento en el más majestuoso edificio de la ciudad, Pyynikinlinna (castillo de Pyyniki), la casa palacio que había sido residencia de Emil Aaltosen, el más importante industrial de la ciudad, a principios del siglo XX; uno de esos hombres, este Emil, que se hacen a sí mismos, con una fe inquebrantable en su destino y una inagotable energía emprendedora; y también de los que hacen algo en la vida y creen en su propia obra, aunque ahora esté criando malvas como nos tocará a todos algún día. Empezó como zapatero y acabó, tras levantar la mayor fábrica de calzado del país, construyendo locomotoras. Perteneció a ese tipo de gente a la que, ignoro el por qué, no soy capaz de imaginar carentes de fe religiosa.

Pyynikinlinna, en cierto modo mi hogar durante un año

Pyynikinlinna, en cierto modo mi hogar durante un año

A Ilkka lo había conocido yo durante un viaje que hice a Japón, y a raíz de la incipiente amistad que surgió fue él quien me invitó a visitar Tampere, ciudad de la que jamás antes había escuchado hablar. Joven escéptico, excéntrico e inteligente, tocaba la guitarra en un conjunto regional y se ganaba unas perras con proyectos medioambientales en países extranjeros, cuando no era beneficiario de alguna beca universitaria. A día de hoy, aún no sé si cree en su propia especialidad, de la que unas veces se burla y otras parece tomarse en serio.

Otro de mis “tutores” en Finlandia había sido Pascal, francés de origen y finlandés de adopción, amante de la naturaleza, guía de campo y seductor profesional. A él le debo haber hecho un inolvidable viaje a Inari, en Laponia, lugar al que, en sus descripciones, Pascal envolvía en cierta magia que a su decir tenía; y también estaba Jussi, cuyo padre había trabajado en la industria zapatera del señor Aaltosen y lo había conocido personalmente. Paradigma del finlandés flemático, Jussi era dueño de una de las pocas casas de madera que aún quedaban en el centro mismo de la ciudad y poseía, en un área comercial de las afueras, un pequeño negocio de venta de cocinas que le iba malamente. Al cabo del tiempo se deshizo de él y, hasta donde yo sé, pasó varios años sin hacer nada; mas aún es el día en que no sé cómo iba viviendo, ni recuerdo haberlo visto jamás preocupado, malhumorado o sin una franca sonrisa en los labios. A menudo fuimos compañeros de correrías, hasta que por último se echó novia, con la que años después se fue a vivir al campo, donde se construyó una casa con sus propias manos; y una muy buena casa que es, por cierto. Un hombre algo fuera de lo corriente, buena persona, muy afable, de grata compañía y buen amigo de sus amigos.

En mi apartamento, con mis amigos de Tampere

En mi apartamento, con mis amigos de Tampere

Pero mi mejor maestro y compañero para todo durante aquel año fue sin duda Reijo Seppanen, quizá uno de los personajes más notables que han pasado por mi vida; un verdadero carácter. Poco a poco, sin apenas darme cuenta, fue enseñándome mediante la práctica todo lo que puede saberse sobre la sauna; y aún me parece estar viéndolo, en el marco de la puerta, el día en que asomó por mi apartamento para invitarme a la sauna que había allí mismo, en el sótano del castillo (como llamábamos al Museo Emil Altosen en que se había convertido la vieja residencia del industrial, donde nosotros vivíamos). Para mí aquello iba a ser algo totalmente nuevo y me asustaba un poco no ser capaz de soportar el calor, pero tenía entonces fe en mi mismo y acepté. Y la experiencia me gustó tanto que me hice un entusiasta; no en las instalaciones del castillo, cuyo uso estaba más bien restringido y, de hecho, no volví a usarlas nunca, sino en la popular Rauhaniemien Kansankylpylä, una sauna pública bastante concurrida a orillas del lago Näsijärvi, no demasiado lejos del centro, a donde solíamos ir una o dos veces por semana.

Allí aprendí a templar los nervios y a domar el pánico del calor, a verter con es debido el agua sobre las piedras candentes y controlar así las sucesivas oleadas en que, luego, se extiende la flama por el techo de la sauna, a respirar sin abrasarse las fosas nasales, a darles optimizar los intervalos dentro y fuera, cuando sale uno para refrescarse en el lago, a resistir la mordedura de las gélidas aguas a varios grados bajo cero, cuando en lo más duro del invierno la gruesa capa de hielo superficial amenaza con cerrarse sobre ellas cada día; aprendí también que hay un tipo de cerveza ad hoc, de baja graduación alcohólica; y que durante una sesión el cuerpo pierde un litro de agua por transpiración; descubrí que puede uno sentir calor aun estando en bañador bajo una copiosa nevada, y que al acabar las piernas se sienten tan ligeras que, más que caminar sobre el suelo, parece uno estar pisando un colchón de aire.

En elguna ocasión me invitaron a saunas privadas, en casa de quien fuese, experiencia en esencia similar pero con algunas diferencias, como lo de las salchichas, que se asan muy lentamente, envueltas en papel de aluminio, sobre las piedras de la estufa, o lo de verter en ellas un chorro de cerveza para aromatizar la atmósfera. En estos casos, al acabar los tres o cuatro rounds, suelen estar ya listas las salchichas, que se devoran luego con fruición, pues mucho abre la sauna el apetito.

Con dos amigos en Tampere, estilo Abbey Road

Con dos amigos en Tampere, estilo Abbey Road

Pero también me enseñó Reijo muchas otras cosas sobre las costumbres finlandesas, como que el plato nacional es la pizza (broma suya burlona), u otras peculiaridades culinarias, tal que el musta makkara, una morcilla negra que suele acompañarse con mermelada de arándanos, o las muchas formas de adobar el salmón ahumado. Así mismo, me llevó alguna vez a practicar la pesca de invierno, haciendo un agujero en el hielo del lago con un berbiquí especial, siempre evitando los lugares, que me enseñó a identificar, donde la capa helada es más fina y puede romperse con el peso del cuerpo. Aprendí también sobre la existencia de los ale pubi, que son bares donde la cerveza es barata; y a pronunciar correctamente el finés, aunque apenas memoricé los números y una docena de palabras útiles que ya he olvidado; o sobre la costumbre del bautizo de los graduandos, a quienes, dentro de una especie de canasta gigante sin fondo que cuelga de una grúa, sumergen en el lago, momento en el que brindan con champán; y tantas otras cosas.

Bautizo de los graduandos en el Tammerkoski

Bautizo de los graduandos en el Tammerkoski

De lo que nadie me habló, y tuve que aprender por mí mismo, tropezando y cayendo, fue que en Finlandia es bastante más fácil conseguir un ligue para una noche que una novia para una semana, pues las finlandesas son poco amigas de compromisos y tienen en gran estima su libertad.

Todo esto y mucho más, que no recuerdo ahora, había aprendido yo un par de lustros atrás en compañía de tales amigos, y también algunas amigas; y desde entonces me gusta regresar y hacerles una visita, saber cómo les va y disfrutar con ellos una tarde de sauna o una noche de bares. Ha sido con estos reencuentros (pese al desencuentro de la sauna, a la que ni me he acercado a causa del calor veraniego) como he pasado en esta ocasión unos días en Tampere. Ya es hora de continuar este mi viaje a ninguna parte; no sin antes dejar constancia de mi último conocimiento: y es que, al ser la primera vez que vengo con vehículo propio, hasta ahora no había aprendido que no hay por el centro de Tampere una sola plaza de aparcamiento que no sea de pago, y que los agentes no dan cuartelillo a los moteros, como en la mayoría de otros países: me han puesto una multa por aparcar a Rosaura en la acera. Me pregunto cómo tendrán pensado cobrarla, ya que yo no he pensado en pagarla…

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Acerca de The Freelander

Viajero, escritor converso, soñador, ermitaño y romántico.
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2 respuestas a Memorias de Tampere, añoranzas de sauna

  1. angel dijo:

    ¡POR FAVOR!, ¿un ser tan civilizado como tú, va a dejar de pagar una multa?

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