La fraternidad motera

Esperando para embarcar en el ferry a Helsinki.

Esperando para embarcar en el ferry a Helsinki.

Ni temprano ni tarde, desde mi hotel en el centro de Tallin me encaminé a los muelles a tiempo de coger un ferry de la línea Eckerö a mediodía, que me costaba treinta y cinco euros por la moto y yo. La competencia entre las compañías que sirven la ruta Helsinki-Tallin es grande, sus horarios flexibles y abundantes, y las tarifas, como se ve, bastante asequibles.

Lucía un cielo magnífico, sin una sola nube, y mientras esperaba para embarcar estuve conversando un poco con los otros moteros que se agrupaban junto a la rampa. Al cabo, cuando nos dieron vía libre, llevamos en enjambre nuestras cabalgaduras hasta el sitio designado en la bodega, donde habíamos de sujetarlas con las trincas, para que no volcasen con algún bandazo del barco, caso de mala mar. Nunca había usado yo antes ese tipo de trincas y tuve que pedir ayuda a uno de los marineros que andaban por allí, para que me explicase cómo se ajustaban, ya que tienen su truquillo.

El primer viaje de Rosaura en la bodega de un ferry.

El primer viaje de Rosaura en la bodega de un ferry

Cual si se tratara de un crucero, había un ambiente festivo en las diversas cubiertas, que los pasajeros llenaban luciendo alegres ropas veraniegas. Algunas mujeres aprovechaban para enseñar pechuga o piernas, algunos hombres para hacerse los machitos; todos en nuestro papel; la humanidad no cambia, por mucho que haya quien insista en que sí. Por mi parte, yo representaba al viajero solitario y curtido. Les había perdido la pista a los otros moteros y, acodado en la regala sobre la maniobra de popa, me dediqué a observar el trajín del desamarre, que me recordó a mis ya muy lejanos, casi olvidados tiempos de marino.

Ambiente sobre cubierta, patrocinio de Lapin Kulta.

Ambiente sobre cubierta, patrocinio de Lapin Kulta

Y a causa precisamente del encuentro con otros jinetes motociclistas en el muelle, a lo largo del trayecto me dio por meditar sobre esto de la supuesta comunidad motera. Es vox populi –me dije a mí mismo– que los motociclistas nos saludamos unos a otros por la carretera, que nos ayudamos mutuamente, hacemos peña y mostramos una gran solidaridad, hermanados por nuestra común afición. Sin embargo, en parte eso no era más que un mito. Cierto es que solemos saludarnos al cruzarnos en ruta (a menudo –dicho sea de paso– con mucha desgana) y que, en caso de averías o problemas, es quizá más probable que otro motero se pare a ayudar; pero de ahí a una fraternidad, a una comunidad, una cohesión, ya va un mundo. Y no lo digo como crítica, ni mucho menos; pero… ¿por qué  habríamos de tener, entre nosotros, más cosas en común que con cualquier otro? Conducir una moto nos aúna tanto como lo haría el pasear una mascota; es decir, bien poco. Y esto lo tengo comprobado a la hora –por ejemplo– de encontrarse por azar en un restaurante, en un área de descanso o –sin ir más lejos– en la cola del ferry: al menos en mi experiencia no he visto, las más de las veces, que unos moteros y otros confraternicemos precisamente mucho. Nos limitamos a un saludo (a veces ni eso) o a cruzar unas frases de cortesía, para a continuación seguir cada uno a lo nuestro. Y aunque hay, desde luego, ocasiones en que se establece un contacto más cercano y prolongado, o incluso una amistad duradera, vengo observando que tales casos son más bien la excepción que no la regla.

La presente ocasión, por ejemplo, fue una de esas raras ocasiones en que el encuentro no quedó sólo en los saludos. El viaje en ferry, que duró poco más de dos horas, se me había pasado en un suspiro, y el ferry estaba ya atracando en el céntrico muelle de Hietalahti, en la ciudad de Helsinki. Mientras liberaba a Rosaura de sus trincas, se me acercó uno de los moteros que había visto en la rampa de embarque, un finlandés delgado y largo como un día sin pan que atendía al nombre de Andrej, para proponerme que me uniese a un encuentro que él y otro amigo iban a celebrar en una playa muy cercana con idea de intercambiar información sobre rutas y carreteras; y yo, no teniendo planes que me lo impidiesen, acepté de buen grado su iniciativa.

Sin preocuparme en absoluto de a dónde íbamos, seguí a Andrej por las calles de Helsinki hasta llegar a una playa cuya elevada concurrencia me llamó la atención, por estar en plena ciudad y tratarse, además, de un mar bastante frío como es el Báltico; si bien es cierto que los escandinavos, únicos europeos que se alegran del calentamiento global, aprovechan cada hora de sol como si fuese la última de sus vidas. Una vez allí, mientras esperábamos a su amigo, me dijo que él venía de regreso de un breve (en tiempo) pero intenso (en quilómetros) viaje por Europa central, y se encaminaba ya a su hogar, en Vaasa, una bonita ciudad sobre el litoral. En cambio el que faltaba por llegar, Johannes, era un motero belga que paraba un par de días en Helsinki, en ruta hacia Murmansk (Rusia), la ciudad más septentrional del globo.

Johannes no se hizo esperar mucho y, cuando llegó, desplagaron ambos allí mismo, en el arenoso suelo bajo la sombra de un pino, sus mapas de papel. Sobre ellos, Andrej nos hizo unas cuantas recomendaciones referentes a zonas, rutas y otros detalles de interés motero en Finlandia, desde el Báltico hasta Laponia; recomendaciones que anoté en mi móvil (a falta de cuaderno) y de las que habría de servirme en los días que siguieron, aunque no todas me fueron de utilidad.

Mirando mapas con Andrej y Johannes.

Mirando mapas con Andrej y Johannes

Y no hubo, por el momento, ocasión para más. Allí nos habíamos encontrado y allí habríamos de separarnos media hora más tarde, porque aunque no necesariamente incompatibles, nuestras rutas y tiempos casaban poco, que es lo que suele suceder en los encuentros con otros viajeros. Lo lamenté, porque me habría gustado disfrutar de alguna compañía aunque sólo fuese por unas horas, pero cada uno nos dirigíamos hacia rumbos diferentes: Andrej tomaba al noroeste para llegar ese mismo día a su hogar en Vaasa, Johannes se encaminaba al nordeste, en busca de la frontera con Rusia, y yo cabalgaba hacia el norte, a Tampere, una ciudad donde tengo algunos conocidos y que, en tiempos, había significado mucho para mí; de manera que, finalizado el briefing e intercambiado que hubimos los emails, nos hicimos la foto de rigor y nos dijimos adiós… o hasta la vista.

El momento de la despedida.

El momento de la despedida

Poco había durado el agradable encuentro y nada más se me perdía ya en Helsinki, una capital a la que, por lo demás, sólo me unen algunos viejos recuerdos de gélidos días invernales, hace ya varios lustros; así que sin más pérdida de tiempo escapé de la urbe por una vía rápida y, una vez hube dejado atrás el cinturón industrial, tomé la primera carretera secundaria que pude. Cuando vi que ya rodaba a través de los frondosos e inacabables bosques de este país de los mil lagos, me sentí como en casa.

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Acerca de The Freelander

Viajero, escritor converso, soñador, ermitaño y romántico.
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2 respuestas a La fraternidad motera

  1. Artur dijo:

    Pablo, as usual a very interesting post. It’s already like reading a book, a book from your travel, a book about You. Take good care!

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