Decadencia

Tranvía en Contractova.

Enseguida Ucrania me recordó un poco, con esa característica semejanza de todos los países pobres, a Centroamérica; pero especialmente a Cuba, con el aire peculiar e inconfundible del abandono y la decadencia: no se trata de la pobreza natural, consustancial con el pueblo al que cualifica y que no necesariamente la sufre, sino una pobreza sobrevenida, padecida; donde abundan estructuras, inmuebles o semovientes que en su día funcionaron y resplandecieron pero que ahora decaen y renquean: el pavimento irregular de las calles y acerados, los alabeados raíles del tranvía, la red de catenarias que dibuja siempre contra el cielo una grasienta y celular tela de araña, los postes, los deteriorados edificios con sus trasnochados sistemas de evacuación de basuras que nadie mantiene ya, los viejos y cochambrosos trolebuses… Es el típico aspecto que presentan los países que han abandonad una ineficaz economía comunista, en la que el Estado se encarga de todo, para abrazar prematuramente el prometedor libre mercado, el capitalismo para el que, sin embargo, no estaban preparados: sin la legislación adecuada, sin las entidades necesarias, asociaciones de vecinos, comunidades de propietarios, empresas de servicios, mantenimiento; ni siquiera un buen sistema de recaudación de impuestos. Y este atolondrado cambio resulta en sociedades caóticas y muy poco eficientes, donde a veces las cosas funcionan sólo gracias a la inercia, otras veces de puro milagro, y las más de las veces no funcionan. La mentalidad de los habitantes no puede cambiarse en diez años; necesita generaciones; y por tanto la población no está preparada para hacerse cargo de lo que hasta entonces, aunque mal, se le había dado resuelto.

A cambio, aquí la gente parece que conserva aún esa inocencia o solidaridad de las sociedades en las que, participando todos de una misma pobreza, ayudarse unos a otros resulta una pauta habitual y casi cotidiana. Por ejemplo, para pagar el pasaje en los siempre abarrotados minibuses, los viajeros se pasan el dinero unos a otros hasta que llega al conductor, y el cambio regresa por el mismo camino al pagador, sin que nadie se fije tan siquiera en los billetes que están transfiriéndose, ni piense en apoderarse del dinero ajeno. De vez en cuando alguien no paga, y se asume que es porque no puede: rara vez el conductor reclama los pasajes no abonados.

Bajante para las basuras

El edificio donde vivía mi anfitriona no podía ser más lóbrego y deprimente: un paralelogramo de ladrillo que un día fue blanco, cuya puerta blindada se abre sobre un vestíbulo que parece siempre en construcción, y del que arrancan unas oscuras y maltrechas escaleras que no se han fregado probablemente en años, y que alojan un grueso, puerco y algo hediondo bajante con una trampilla en cada rellano por donde se arrojan las basuras, que irán a parar a un infierno de inmundicias en algún sótano que da escalofríos imaginar. Cada planta consta de un único, lúgubre y largo pasillo flanqueado por oscuras, macizas y hostiles puertas metálicas que serían, hoy día, inaceptables incluso en el centro penitenciario más anticuado de Europa Occidental; como también lo serían, por sus reducidas dimensiones, las auténticas celdas a que, con el pretencioso nombre de “apartamentos”, dichas puertas dan paso. Por suerte, el de mi anfitriona era un pequeño oasis de color y limpieza en aquel desierto gris, viejo y sucio.

Acerca de The Freelander

Viajero, escritor converso, soñador, ermitaño y romántico.
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