Bielorrusia. Cap. 3: Brest

BREST

Con más de trescientos mil habitantes, Brest es la capital del oblast (condado o región administrativa) al que da nombre, uno de los seis en los Bielorrusia se subdivide. Situada junto a la frontera con Polonia, esta ciudad -como la mayoría de ellas por este lado del mundo- es muy amplia y espaciosa: Rusia, Ucrania y Bielorrusia son países con baja densidad de población, donde el terreno es barato; de modo que las avenidas son anchas, con abundancia de plazas, parques y espacios públicos, edificios en general bajos, de tres o cuatro plantas, rara vez más de seis salvo en las urbanizaciones de los ensanches, y aun ahí la distancia entre unos bloques y otros suele ser grande, con árboles o zonas ajardinadas entre medias y generalmente sin vallados ni obstáculos al paso (lo cual resulta extremadamente conveniente para los viandantes a la hora de hacer atajos). Aquí no existen nuestras impenetrables manzanas de bloques adosados uno a otro sin solución de continuidad. La inmensa mayoría de los edificios no comparten una medianera con otro. No es raro, por otra parte, encontrar en el mismo centro de estos núcleos urbanos algún que otro barrio entero de casas unifamiliares, con frecuencia de madera, cada una en mitad de su parcela o pequeña huertecilla (al estilo Galicia), y en el que las calles son a veces de tierra, sin asfaltar: tales barrios son el testimonio vivo del origen rural de la localidad, las zonas a las que la presión especuladora -por aquí mucho menor que por Occidente- no ha llegado, y que se mantienen tal como eran hace cien años.

Brest, además, al servir en cierto modo -por su ubicación- de escaparate de Bielorrusia hacia Europa, está muy limpia y cuidada; sobre todo en el centro: calles y aceras bien pavimentadas, autobuses y trolebuses relativamente nuevos, parques y jardines arreglados con esmero, edificios bien mantenidos, modernos servicios públicos, etc. Además, hay abundancia de bares, cafés, restaurantes y hoteles. Nada que ver con lo que yo me había imginado siempre acerca de este país, hasta que lo conocí.

Lo primero que hice, una vez que me hube acomodado en el hotel, fue conseguirme una línea para el móvil. Como en casi cualquier otro lugar del mundo, aquí las telecomunicaciones han ocupado un puesto esencial en la vida cotidiana, y ya no se puede ir por ahí sin una conexión a internet. El trámite me llevó apenas diez minutos porque ya lo conocía de la vez anterior: diez euros por una SIM con llamadas y datos ilimitados por treinta días. Hay tarifas más baratas, pero están restringidas a los residentes. Y lo segundo que hice fue cambiar dinero. Me quedaban algunos rublos de mi anterior estancia, pero eran apenas suficientes para los gastos de un día, así que me acerqué a un banco que ya tenía identificado como el que ofrecía mejor cambio y vendí mil euros. En Bielorrusia, como a continuación explicaré, el dólar y el euro circulan tanto como la moneda nacional, si no más, y los tipos de cambio tienen unos márgenes mínimos. De hecho, es el mejor país (quizá junto con Rusia) para cambiar directamente entre euros y dólares, porque los bancos ofrecen esa posibilidad sin tener que pasar por el rublo.

DE RUBLOS Y EUROS

Después llamé a Tatiana y me dijo que me acercase por su casa, ya que, casualmente, ese día era el cumpleaños de Valentina (una amiga suya en cuyo apartamento estuve alojado la vez anterior durante unos cuantos días) y estaban celebrándolo. Así que allí me presenté con una botella de champán y otra de vodka. Tatiana es una mujer muy agradable, bastante lista y con una lucidez especial para comunicarse con quien no conoce bien el idioma: sabe siempre escoger las palabras más sencillas, pronunciar con claridad y acompañar lo que dice con gestos que facilitan la comprensión. Es, además, franca, directa y racional. Tiene casi la misma edad que yo, y es viuda. Lástima que no sea mi tipo. Su marido, creo recordar, era militar, pero no sé si murió en acción de guerra o por alguna enfermedad. Valentina, por contraste, no sabe comunicarse con extranjeros; es emocional e impulsiva, aunque bastante resolutiva, por no decir “demasiado”, ya que no piensa en las consecuencias de sus rápidas decisiones.

Una de las cosas que les pregunté fue cómo podía comprar una vivienda, en caso de que quisiera quedarme en Bielorrusia por más tiempo del que permite un visado turístico; y es que aquí, si tienes derecho de propiedad sobre una casa o un piso, puedes obtener el permiso de residencia temporal por un año, renovable cuantas veces necesites. Aunque parezca una opción extremada, no lo es tanto, ya que el precio de la vivienda, según dónde, puede llegar a ser irrisorio: he visto anunciadas multitud de casas, en pueblos y aldeas, por menos de quinientos euros. Y de cara a obtener el permiso no importa el estado en que esté el inmueble, ni hace falta gastarse un duro más en él: basta con tener el título de propiedad. Ambas mujeres me confirmaron, por otra parte, que en efecto había casas baratísimas, pues un conocido suyo acababa de comprarse una, en un pueblo no muy lejos de Brest, por una suma ridícula.

Y fue durante esta conversación cuando comprendí por qué el euro y el dólar tienen márgenes de cambio tan favorables (menos de un 0’5% entre la compra y la venta), y sin embargo el zloti polaco no: resulta que en Bielorrusia, pese a la manifiesta hostilidad de Occidente y a ser -supuestamente- un satélite de Rusia, los precios de los bienes caros (coches, viviendas, empresas, negocios al por mayor) se fijan en una de aquellas dos monedas, supongo que debido a la relativa inestabilidad o poca relevancia internacional del rublo. La ley obliga a que cualquier contrato de compraventa se consigne en rublos, pero no prohíbe a los contratantes hacerlo con referencia a una cantidad determinada de euros o dólares, estableciendo para ello una cláusula de conversión. O sea: que el bien se valora en alguna de esas dos monedas, aunque formalmente la transacción se haga según los rublos que correspondan conforme al curso del día en que se efectúe el pago (o los pagos, si es que se han acordado plazos). De hecho, el vendedor suele preferir recibir euros o dólares antes que rublos: con ello se ahorra la conversión, ya que probablemente utilice ese dinero para efectuar, a su vez, otras compras o ir al extranjero.

Así que la economía bielorrusa está, en la práctica, basada en la moneda yanqui o en la europea: la nacional sólo se usa para las compras del día a día. Según me dijeron mis anfitrionas, aquí nadie quiere tener rublos, y mucho menos zlotis polacos, aunque sean países vecinos y haya un considerable tráfico de personas y mercancías entre ambos, hecho éste que debería, por lógica, hacer que el cambio entre ambas monedas fuese frecuente, sencillo y barato; pero no es así: cuando viajan entre un país y otro, cogen sus euros o dólares (de los que aquí todos tienen) y los cambian en destino por la moneda local. Esto también explica por qué, cuando quise comprar en Biala Podlaska rublos con mis zlotis, me encontré con que ninguna oficina de cambio ofrecía aquella moneda: no es por antipatía hacia Bielorrusia (que también, y mucha), sino porque los polacos no compran directamente rublos: si los necesitan, traen sus euros y los cambian aquí; y viceversa.

Más aún me ha sorprendido el hecho de que en Bielorrusia ni siquiera está bien cotizado el rublo ruso, pese a que ambos países son casi uno solo. Supongo que sus ciudadanos no se fían de sus propias monedas, que las consideran demasiado inestables y prefieren guardar sus ahorros en alguna que les resulte más segura.

Todo lo cual explica también, claro está, por qué cuando vas a un banco bielorruso a abrir una cuenta lo primero que te preguntan es en qué moneda va a ser. Al contrario de lo que ocurre en nuestro entorno europeo, y más concretamente en España, donde abrir una cuenta en dólares es poco habitual (y además los bancos se ceban con las comisiones y los márgenes de cambio), aquí todo el mundo tiene, como mínimo, dos cuentas en distintas monedas. Y del mismo modo explica por qué los depósitos en rublos están, hoy por hoy, remunerados al trece por ciento anual, mientras que los abiertos en euros sólo rinden el uno y pico por ciento: la volatilidad del rublo es mucho mayor.

Acerca de The Freelander

Viajero, escritor converso, soñador, ermitaño y romántico.
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