Aquarius

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Desde mi ventana, veo en el horizonte unas nubes teñidas de púrpura por un sol oblicuo, el mismo sol que arranca esquinas doradas a la nieve en los tejados y en la calle que se ve bajo mi alféizar. Ha estado nevando toda la mañana y ahora el cielo se ha abierto azul, espléndido y engañoso, dejándonos contemplar la fría gloria invernal. El líquido coloreado del termómetro se ha contraído varias rayas en la parte azul de la escala numerada.

Meto los cuatro avíos en una bolsa de plástico y salgo a la ciudad. Una bocanada de aire gélido inhalada con ímpetu me hace toser. Avanzo por la acera y la nieve saluda cada uno de mis pasos con ese crujido amistoso que, a un tiempo, encierra una muda advertencia, como si quisiera decirnos: no te confíes, este puede ser también el sonido de la muerte. En algunos tramos, la nieve se ha solidificado y endurecido en caprichosas esculturas que crepitan con un chasquido bajo la suela de mis botas, o se ha apelmazado en hielo y el hielo se ha pulido con el paso repetido de los viandantes en una costra resbaladiza y traicionera.

Mi taquilla habitual en los vestuarios está ocupada, así que elijo una vecina. Bajo la ducha, el agua caliente quema mis manos ateridas. Antes de salir al exterior me asomo al ventanal y estudio la piscina: hay una calle libre. Me dirijo a ella con premura y me zambullo sin pensarlo un segundo. El agua no está más que tibia, pero humea bajo la atmósfera subártica, fría y deshidratada. Mis brazos hienden la superficie líquida y me impulsan a través de ella con facilidad.

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Al acabar, me lo pienso un minuto mientras recobro el resuello y estudio el camino hasta la sauna: unos sesenta pasos. Miro de reojo las chanclas mojadas que dejé al borde: mientras nadaba, la humedad se ha congelado en ellas y aparecen cubiertas por una capa blanquecina y lechosa que me provoca un escalofrío. Salgo con presteza de la piscina, me las calzo y avanzo con dolorosa parsimonia hacia la siguiente etapa, acicateado por el frío pero venciendo el impulso instintivo de correr.

Se agradece el intenso calor de la sauna húmeda, con el familiar olor azufroso de las aguas termales volcánicas. Me siento y cierro los ojos, respiro despacio, pienso en lo que sea. Enseguida siento el sudor emanando de mis poros y derramándose a raudales piel abajo. Me gusta sentir el cosquilleo de las gotas en el cuero cabelludo, en la espalda, en los brazos. Oigo a otras personas que entran y salen o conversan en un idioma que por suerte desconozco.

Cuando ya no aguanto más, salgo a la intemperie y me siento sobre un banco escarchado. El viento seco evapora con salvaje crudeza la humedad de mi piel, haciéndome sentir un frío intenso. Estremece las carnes observar los carámbanos que, como guirnaldas navideñas, adornan el maderamen, las estructuras, los tejados. Pasados unos minutos empiezo a tiritar y, cuando me dirijo a la tina caliente, ya mis dientes castañetean.

Al principio, mi cuerpo aterido apenas acusa los cuarenta y cinco grados; repone calorías con avidez, absorbiendo energía por la superficie venosa, en especial por las manos. Pero pronto el balance térmico se restablece y, después, el calor empieza a hacerse sofocante; siento la tensión de las venas dilatadas en los antebrazos como si fuesen a reventar, y los saco parcialmente del agua para regular el equilibrio. Escaldado, emerjo por fin de la tina al frío de la tarde y comienzo un nuevo ciclo.

Y así voy templando el carácter como se templa el acero: con frío y calor.

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De nuevo en los vestuarios, me refocilo bajo una larga ducha final que saboreo casi con voluptuosidad. Me afeito y visto con parsimonia, poniendo atención en cada movimiento que hago. Por fin, al salir a la calle me parece ya levitar. He ahí la recompensa: notar cómo la sangre fluye por los vasos hasta el último rincón del sistema, una sensación de liviandad corporal y ligereza espiritual.

Por el camino, el frío muerde con saña mis mejillas y quiere con rabia llegar hasta mis orejas a través del gorro (como un mosquito que intentase picar atravesando el tejido de la ropa), pero cuando llego a casa aún conservo el calor y el bienestar de la sesión acuática.

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Acerca de The Freelander

Viajero, escritor converso, soñador, ermitaño y romántico.
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2 respuestas a Aquarius

  1. jac dijo:

    Un buen ejercicio descriptivo, pelín crudo, pero hermoso.

  2. The Pabster dijo:

    ¿Pero crudo de crudeza, o crudo de Falín?

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