Epílogo: el Círculo dorado

 

Aquella mañana de nuestra quinta y última jornada de viaje estaba radiante: el sol brillaba sobre el manto de nieve que cubría el campo y acentuaba, por contraste, los demás colores del paisaje: el intenso azul de un lago cercano, la oscura línea gris del mar hacia el sudeste y el neblinoso azur del glaciar en las alturas del oeste. Probablemente tan buena ubicación y entorno fue lo que inspiró a los granjeros del albergue Hvoll para abrir un negocio que se les daba tan mal. Un buen lugar es, con frecuencia, el único recurso de un oportunista.

Gracias a Dios la nieve en la carretera estaba compacta y pudimos alejarnos de Hvoll sin preocupaciones. Y aún nos dio tiempo a hacer dos o tres paradas para sacar algunas fotos, y otra para almorzar algo, antes de que, ya en Vik (el último pueblo del solitario sur), el cielo se encapotara y empezasen los chubascos, ahora de agua, ahora de nieve.

Cascadas congeladas

Cuenta la leyenda que había en Vik tres trolls llamados Skessudrangur, Laddrangur y Langhamar, los cuales, habiendo encontrado en el mar un navío de tres mástiles, intentaron arrastrarlo hacia tierra firme durante la noche, pero antes de llegar asomó la aurora y un rayo de sol sorprendió a los trolls, convirtiéndolos en piedra; y allí permanecen hasta nuestros días, petrificados frente a las costas de Vik: son el grupo de peñascos llamado Reynisdrangur, y es la principal atracción turística que tiene el pueblo. Por cierto que esos peñascos ofrecen una vista muy llamativa desde la desolada playa: en primer término la nieve recién caída, de un blanco purísimo, luego la chocante franja de negra arena volcánica, más allá la espuma blanquecino-azulada que forman las precipitadas olas al romper, y por último la oscura silueta de Reynisdrangur recortándose contra el cielo gris.

Reynisdrangur

No fue tan sencillo como suponíamos encontrar una wifi abierta en Vik, para mirar el tiempo. En la tienda–uno de esos acogedores lugares, frecuentes en las regiones poco poblacas, que hacen de todo: centro social, gasolinera, bar de carretera, cafetería, souvenirs, sopa casera, trato cercano, ambiente relajado–en la tienda, digo, no había internet, y nos remitieron a la estafeta de correos; pero ahí cobraban caro por el servicio, así que fuimos al youth hostel, donde suponía que no tendrían inconveniente en ayudarnos. Y no me equivoqué: la recepcionista nos dejó muy amablemente que usáramos su wifi.

El pronóstico para el resto del día era de cielo nublado con chubascos de nieve ocasionales, y temperaturas algo más altas que la víspera. Nada que temer, salvo quizá hallar tramos de nieve húmeda en la carretera. De hecho, había una marcada como “intransitable” por el eficaz equipo de información vial islandés, pero no nos preocupó mucho, porque se trataba de una carretera en pleno Círculo Dorado –o Triángulo Dorado–, que como es muy turístico los quitanieves pasan con frecuencia.

Unas pocas leguas al oeste de Vik está la catarata Skógafoss, que con veinticinco metros de anchura y sesenta de altura (como un edificio de veinte pisos) resulta una de las mayores de Islandia, y a causa de la espuma que levanta, siempre que brilla el sol puede verse un arco iris frente a ella. Hace decenas de millones de años, el agua de esta cascada caía directamente sobre el océano, pero el fondo marino se ha elevado desde entonces en lo que ahora son las tierras bajas del sur de Islandia.

Skógarfoss con su perenne arco iris

Dice otra leyenda (el folclore islandés está lleno de ellas) que el primer colono vikingo de esa región ocultó un tesoro en una cueva tras la cascada, y que años después los habitantes encontraron el baúl que lo contenía, pero que apenas alcanzaron a agarrar su asa lateral, éste desapareció. El asa fue entonces engastada en la puerta de su iglesia, como picaporte. Una leyenda bastante sosa, la verdad. Yo creo que podría haberla inventado mejor.

Las últimas horas de nuestra vuelta a Islandia las empleamos en turistear el renombrado Círculo dorado, nombre con que llaman al conjunto de varios lugares de interés que, a un par de horas al este de Reykjavik, se agrupan en un perímetro relativamente pequeño. Primero visitamos Gulfoss, un salto de agua en dos etapas sobre el río Hvítá: primero cae en tres escalones longitudinales al eje del río y luego, abruptamente, se hunde en una grieta de veinte metros de anchura. treinta y dos de profundidad, y dos quilómetros de longitud. Cuando se aproxima uno a la catarata, la grieta no se ve, y da la sensación de que las caudalosas aguas del río son limpiamente tragadas por la tierra.

La poderosa Gulfoss

Junto al mirador de Gulfoss hay un pabellón que contiene, entre otros, una tienda de souvenirs y un espacioso restaurante donde se puede tomar la mejor sopa de cordero del país. Todo un clásico, muy recomendable, sobre todo teniendo en cuenta que, en el precio, va incluido repetir cuantas veces se quiera, así que por poco dinero se puede disfrutar de un almuerzo nutritivo, reconstituyente y sabroso.

Flores de algodón de nieve

Después le tocó el turno al géiser, palabra que viene de Geysir, que es el nombre propio de uno de ellos, ya que hay varios en la zona, cada uno bautizado con un nombre por la tradición; pero como Geysir fue el primero que apareció dibujado e impreso, y por tanto el que primero conocieron los europeos, adoptaron la palabra para denominarlos a todos en un claro ejemplo de metonimia, o acaso de sinécdoque, ¡vaya usted a saber! A su vez, Geysir quiere decir “borbotar, manar a chorros”. La mayor parte de los géiseres que hay en el Círculo dorado brotan sólo una vez cada varios años, cuando no décadas, y el único que lo hace cada pocos minutos es Strokkur, y por tal razón es, claro, el más fotografiado. Pero como es bastante doloroso tener que esperar, con las manos congeladas y la cámara aprestada, a que Strokkur suelte uno de sus borbotones y se le pueda sacar una buena foto, no nos tomamos muchas molestias al respecto. Pero creáme el lector: es todo un espectáculo.

El géiser Strokkur en reposo, entre erupciones

Lo que sí encontré, en cambio, muy interesante y más retributivo fue lo de asomarme al interior de estos agujeros, hacia lo profundo de estos calderos sin fondo, pozos que son de agua cristalina, humeante y azufrosa. Y al mirar hacia dentro de uno no pude evitar un escalofrío de vértigo al pensar que estaba, en realidad, viendo el borde de una sima a través de una lupa acuática, como si fuera un ojo de buey por el que el magma mostrase sus tripas. O acaso es el magma quien nos mira a nosotros a través de estos ojos. ¿Hasta qué profundidades llegará ese agua? ¿Alcanzará a besar los labios de la lava? ¿Cómo sería sumergirse por ahí hacia el corazón del volcán que hay debajo? Y aun otra pregunta me hice algo más metafísica: ¿cómo puede tanta vida caminar por esta frágil y delgada corteza que es la superficie terrestre, inconscientes u olvidados de la pavorosa bola de fuego sobre la que existimos? La propia Islandia no es sino una grieta en dicha corteza por la que el planeta nos muestra sus ígneas e incandescentes entrañas. Y es éste un pensamiento en verdad desconcertante.

Por último, visitamos el Thingvellir, el viejo parlamento, donde los primeros pobladores hacían sus consejos legislativos, o más bien reguladores, hasta que siglos después se sometieron, ya islandeses, voluntariamente a la Corona de Noruega; y aún antes de que se fuera del todo la luz pudimos bordear el escénico Thingvallavatn, el lago más grande del país, aunque para entonces ya los objetos nevados habían perdido su relieve.

Thingvallavatn

Paisaje cerca de Thingvellir

Y este fue el circular colofón de nuestro circular tour por Islandia, por su única y famosa carretera anular, Hring Vegur. Pero antes de terminar este capítulo contaré sobre un mandado que teníamos que hacer. Resulta que a Benito le habían confiado en España una botella de vino con el encargo de entregársela a una señora en un pueblo no lejos de Reykjavik, en el distrito de Selfoss; pero no le habían dado ninguna dirección, sólo el nombre de la mujer y el del pueblo, que en Islandia, al parecer, es información suficiente. El problema fue que el nombre del pueblo debía de estar mal escrito, porque no fuimos capaces de encontrarlo en los mapas ni en internet, y ni siquiera la gente a quien preguntamos supieron darnos razón. Lo más parecido que vimos sobre el mapa fue un sitio llamado Skálholt, y como era el único candidado, allí nos fuimos con la botella. Era un pueblecillo minúsculo, y las luces de todas las casas estaban apagadas, como si la gente se hubiera ido a misa; todas menos una, y a su puerta llamamos. Nos abrió una señora mayor que no hablaba inglés (cosa rarísima en Islandia), pero que no era, como es de suponer–la destinataria del paquete ni parecía conocer el pueblo que buscábamos; de manera que, no teniendo ya tiempo para nuevas averiguaciones, nos dimos por vencidos y nos bebimos el vino aquella noche.

Tengo que decir que, en el trecho desde el Círculo dorado hasta Reykjavik, aún nos topamos con algunos montículos de nieve en la carretera, casi invisibles en la oscuridad, y de hecho estuvimos de nuevo a punto de quedarnos atascados. Pero a estas alturas de la historia el lector se habrá familiarizado con esos impertinentes obstáculos tanto como nosotros lo estábamos entonces, y leer una vez más sobre eso tendrá ya tan poco interés para él como lo tiene para mí el escribirlo. Bástele, pues, como colofón saber que, una vez en Reykjavik, sanos y salvos tras este accidentado viaje, nos dimos el lujo de invitarnos a la original y auténtica, la única e inimitable sopa de langosta de Saegreifinn.

Benito y yo tomando sopa de langosta en Saegreifinn, Reykjavik

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Acerca de The Freelander

Viajero, escritor converso, soñador, ermitaño y romántico.
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4 respuestas a Epílogo: el Círculo dorado

  1. Laisa dijo:

    ¿Islandia ha sido el lugar más silencioso en el que has estado? ¿O sopla mucho el viento?
    ¿Cómo suenan los géyseres? ¿Es como un silbido o como agua hirviendo?
    Sé que son unas preguntas idiotas, pero al ver las fotos y leer tus comentarios me asalta la curiosidad.

    • The Pabster dijo:

      Más que destacar por silencioso, llama la atención su lento ritmo de vida. Es como un balneario. Pero el viento es, por desgracia, una enojosa constante. Sobre todo en la capital, donde pegan de lleno los predominantes oestes.

      El géiser, cuando erupta, emite un sonido breve y algo opaco, como al sacudir una manta entre dos personas; si no estás atento o prevenido, te pega un pequeño susto. A este sonido, claro, sigue inmediatamente el del agua pulverizada y salpicada. Sin embargo, lo que a mí más me impresionó son los “latidos” del géiser antes de eruptar. Durante los cinco o diez minutos que transcurren entre una erupción y otra, si el silencio es absoluto (no turists, no wind), se siente dos o tres veces palpitar a la tierra como un golpe de bombo de muy baja frecuencia y poca sonoridad, hasta el punto que es muy difícil discernir si lo has escuchado con los oídos o lo has sentido a través de los pies.

      Eso, en cuanto al típico géiser de película. Luego hay otros más pequeñines que son como un caldero de agua hirviendo y burbujeando constantemente a muy poca altura, apenas unos centímetros, cual una marmita de brebaje que preparase una bruja bajo tierra.

      Espero que te satisfagan mis respuestas. :)

  2. Laisa dijo:

    Grace mile, Pabs.

    Curiosa la descripción del latido del geyser. Me han venido a la cabeza los comentarios de las personas que sufrieron el pasado terremoto de Japón: todas coincidían en que lo más escalofriante era el crujido de la Tierra durante los minutos que duró.

    Quizá el planeta sea más humano de lo que pensamos: late, chilla, gime, ronronea…

    • The Pabster dijo:

      ¡Calla, calla! No me humanices al planeta que entonces sí que la hemos jodío. ¡Pobre planeta, qué habrá hecho para merecer esa ofensa! ¿Si será, más bien, que los humanos somos más barro de lo que pensamos?

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