Es una fría y soleada mañana de noviembre en alguna capital eslava. Las manos enguantadas buscando refugio en las faltriqueras del ajado abrigo, el hombre camina sin rumbo por las amplias avenidas de grandiosa arquitectura estalinista: gacha la cabeza, el corazón contrito, demolido por los golpes incesantes e inmisericordes de la fortuna, abrumado por una pena mayor de lo que su debilitado espíritu pudo soportar. Es aún joven; quizá en sus treinta; pero las profundas arrugas que un destino cruelmente aciago ha grabado en su rostro lo hacen parecer diez años más viejo. Está cansado; no de caminar, sino de padecer.
A mitad de la calle su paso parece vacilar; pero no se detiene; continúa, sabiendo acaso que si deja de avanzar puede que sea su última parada. Alza el rostro de famélicas mejillas sin afeitar y, al débil sol del otoño, hay un brillo de lágrimas en sus ojos. ¿Llora? Quizá sea sólo el frío.
Su caminar sin norte ni destino traza invisibles huellas en las aceras de la ciudad, siempre avanzando hacia ninga parte, dibujando en su deriva un absurdo mapa del dolor.