Yo era apenas un quinceañero cuando, junto con unos amigos bajo la fiebre intelectual que, a principios de los ochenta, contagió algunos sectores de la clase media española, fuimos hasta un improbable cineclub en un dudoso barrio de Madrid, bastante alejado del nuestro, para ver una película titulada Stalker -del llamado “cine independiente”-, al parecer de ciencia ficción y dirigida por un exótico y desconocido -para nosotros- cineasta ruso apellidado Tarkovski.
Huelga decir (al menos a quien la haya visto) que, acostumbrado como yo estaba al ritmo de acción de las películas europeas o USAmericanas que copaban nuestras carteleras (igual ayer como hoy; nada ha cambiado en ese aspecto) y canales de televisión, Stalker me pareció excesivamente lenta, bastante aburrida y casi del todo incomprensible; y puesto que yo esperaba ciencia ficción “de verdad”, quedé además decepcionado.
Sin embargo, tenía el filme un algo de interesante que no habría sabido definir: no era sólo que, siendo totalmente distinta a cualquier otra película que yo hubiese visto hasta entonces, me obligara a revisar y ampliar el concepto de lo que yo entendía por cine, sino algo más. Pese a mi ineducado gusto de aquel tiempo y a mi poco conocimiento del mundo en general y del espíritu soviético en particular, tuve la impresión de que Stalker contenía algún mensaje que valía la pena aprehender; que implicaba cierto modo de arte que valía la pena conocer.
Mas los años pasaron, las décadas volaron y, aunque siempre tuve en mente verla otra vez “en alguna ocasión”, al cabo del tiempo lo único que podía recordar de ella era su oscura e inquietante temática y su angustiosa lentitud.
Sólo hasta hace un mes no me descargué la película para esa durante tantos lustros propuesta segunda intentona, animado ahora por el impulso de mi voluntaria inmersión en la lengua y cultura rusas; y debo decir que, esta vez, la experiencia fue bastante mejor. Al estar mucho más familiarizado tanto con el modo soviético de hacer cine como con la realidad social de Europa del este, y siendo yo mismo más maduro (al menos, puedo certificar que mi adolescencia quedó atrás), pude entender bastante mejor lo que estaba sucediendo en escena y en qué idioma simbólico Tarkovski intentaba hablar a su público. Me di cuenta, entre otras cosas, de que no era tanto una película de ciencia ficción como un ensayo psicológico o quizá filosófico; y de que, pese a ser algo pretenciosa, contiene al menos una invitación al escepticismo respecto a sí misma, cosa siempre de agradecer: los propios personajes discuten entre ellos la posibilidad de que todo el enigma en que está envuelta esa misteriosa Zona y esa aún más intrigante Habitación no sea más que una patraña para que cuatro impostores, los famosos stalker, hagan negocio a costa de la credulidad y auto-sugestión de los escogidos visitantes.
De todas formas, no es una reseña de la película lo que vengo hoy a intentar aquí, sino dar cuenta de una especie de coincidencia que tuvo lugar hace apenas unos días, cuando pasaba una semana en la peculiar y ambivalente ciudad de Odessa, sobre el mar Negro.
En compañía de otras tres personas del tipo poco corriente, de ese tipo que podría, de hecho, encajar en una película de Tarkovski, y guiado por dos de ellas que eran de allí, nos subimos a una improbable mashrutka –esos ajados minibuses que proporcionan la mayor parte del transporte local en el mundo ex-soviético– y, al final de su recorrido, llegamos hasta un dudoso lugar en las afueras de la ciudad; za gorodom, como dicen en ruso. En cuanto me apeé del vehículo, pude sentir la inquietante naturaleza de aquel sitio. Próximos a la orilla de una muy salada y poco profunda laguna de supuestos lodos medicinales, y en mitad de un descampado cubierto de hierbas, se erguían a un lado tres torres de apartamentos totalmente deshabitados y en franco deterioro y, al otro, el bajo edificio de un viejo balneario abandonado y la olvidada estatua de su fundador. Más lejos, podía verse la cúpula plateada de una pequeña iglesia ortodoxa en medio de ninguna parte, y la antaño amarillenta tubería de una línea superficial de gas parecía subrayar, con su trazo oxidado, la extraña naturaleza de aquel lugar y ponerle una nota de irrealidad. La escena había adquirido, para mí, cierta dimensión onírica en la tarde soleada y soñolienta.
A la sombra de un árbol junto al decadente balneario, un tramo de escalones junto a la pared subía hasta un hueco sin puerta, cuya oscuridad engulló a mis amigos. Yo los seguí, y no bien hube pasado el umbral me sentí como si yo mismo fuera un stalker colándose ilegalmente en la Zona en busca de la mítica Habitación. El interior del viejo establecimiento parecía haber sido vandalizado y rapiñado, lleno de escombros y con los tabiques echados a perder de lo que debieron ser las estancias que lo componían. Desierto y sin vida, reinaba una quietud absoluta sólo perturbada por el sonido de nuestros propios pasos; pero inmediatamente pudimos sentir el lugar con tanta fuerza como si aún estuviera impregnado de las miles de voces de todas las personas que alguna vez usaron aquellas instalaciones; y me pareció que podía ver sus vidas, sus movimientos, sus ilusiones y pesares. Allí, en aquel edificio habitado por un expresivo silencio, de pronto la película Stalker cobraba sentido y resultaba tan fácil de comprender que me quedé sorprendido. Ya no hacía falta interpretarla, sino que sencillamente todo encajaba como caen en su lugar los cubos de un tetris bien resuelto: acababa de experimentar y aprehender a Tarkovski.