En un descriptivo —y bastante plañidero— pasaje del cuarto libro, Sodoma y Gomorra, de su obra magna En busca del tiempo perdido, Marcel Proust, que algo sabía de homosexualidad —pues tal era su natural inclinación— escribía lo siguiente:
[El señor Charlus] Pertenecía a la raza de esos seres […] cuyo ideal es viril precisamente porque su temperamento es femenino. […] Amantes, en fin, [que] se enamoran precisamente de un hombre que no tiene nada de mujer, de un hombre que no es invertido y que, por consiguiente, no puede amarlos; de suerte que su deseo no se vería nunca satisfecho si el dinero no les proporcionara verdaderos hombres y si la imaginación no acabara por hacerlos tomar por hombres verdaderos a los invertidos con los que se han prostituido.
Cuando yo era jovencito, mucho antes de que se inventara lo woke, antes también de popularizarse lo LGBT, cuando el término “homosexual” se consideraba una cursilería, un eufemismo por “marica”, y el anglicismo “gay” aún no nos había llegado, me entretenía pensando que si a los sarasas les gustaban los hombres porque ellos se sentían mujeres, y si a las lesbianas les sucedía lo mismo pero a la inversa, ¿por qué no se juntaban los unos con las otras para formar parejas entre sí? Pues si a un marica —razonaba yo— le gustan los hombres “de verdad”, los que lo son no sólo biológicamente sino también en espíritu, en temperamento, y que por consiguiente aman a las mujeres “de verdad”, las que lo son en cuerpo y alma, ¿cómo iba a encontrar aquel invertido uno de estos verdaderos hombres que lo quisiera? E idéntico razonamiento, pero al revés, cabía hacer respecto a las marimachos. El remedio me parecía evidente: que los hombres cuyo instinto es de mujer se emparejen con las mujeres cuyo instinto es de hombre. Así tanto los unos como las otras podrán satisfacer sus deseos, pues amarán y serán correspondidos por alguien que obedece a su ideal; al menos en la faceta psíquica, la que atañe al carácter, a la índole personal. La faceta física es, desde luego, una exigencia que mi remedio no solucionaba, pero, bien pensado, quizá sea menos importante que la anterior. Por un lado, los hombres de Sodoma suelen ser ahembrados en conducta y aspecto, como son viragos las mujeres de Gomorra, de suerte que unos y otras se aproximan relativamente al ideal de su contraparte. Y por otro lado, a la hora de mantener relaciones sexuales, ¿importa mucho, en realidad, quién tenga el órgano cóncavo y quién el convexo? Lo principal es estar con la persona amada y que el acoplamiento físico sea posible y placentero. Si mediante un hechizo fuera factible pegarles el cambiazo a dos personas cualesquiera durante la copulación, de modo que sus elementos reproductores se intercambiasen, es probable que, con la excitación del momento, no se diesen ni cuenta o, al menos, que les trajera sin cuidado. ¿Hay comunión emocional y sentimental? Sí. ¿Hay sexo? También. ¿Y orgasmo? Haylo. Pues entonces ya está.
Así conversaba yo conmigo mismo, de joven, por puro ejercicio intelectual. Pero como no soy homosexual, ni hablé jamás de tales temas con ninguno que lo fuese, nunca supe cómo piensan al respecto; y pues veía además que muchos de ellos no cesaban de quejarse amargamente y de hacer cada vez más ruido para llamar la atención de la sociedad, acababa por convencerme de que algo erróneo tendría mi razonamiento, algo debía escapársele a mi apreciación del tema, para que maricas y tortilleras no adoptaran de manera universal mi propuesta de emparejamiento, que quizá incluso fuera un despropósito. Sin embargo, muchos años después me dio por leer a Proust y, para mi sorpresa, en el mencionado libro encontré, aparte del pasaje ya citado, el siguiente, también referido a los invertidos:
Unos, sin duda los que tuvieron una infancia más tímida, no se preocupan apenas del tipo material de placer que reciben con tal de que puedan asociarlo a un rostro masculino. Mientras que otros, seguramente por tener más violentos los sentidos, asignan a su placer material localizaciones imperiosas […] Para ellos las mujeres no están del todo excluidas, [y] buscan a aquellas a quienes les gustan las mujeres, porque ésas pueden [ser para ellos como] un joven, aumentar el placer que sienten con él; más aún, [estos invertidos] pueden, de la misma manera, sentir con ellas el mismo placer que con un hombre. […] En las relaciones que tienen con ellas, representan, para la mujer que ama a la mujer, el papel de otra mujer, [en tanto que ella] es para él casi un hombre…
Pese a que en este párrafo (abreviado para dejar sólo lo esencial) la alambicada prosa de Marcel Proust no ayuda precisamente a exponer con claridad el meollo de la cuestión, creo que éste se entiende de todas formas: en suma, el escritor viene a decirnos que —al menos para una parte de los habitantes de Sodoma, aquellos que tienen más violentos los sentidos— una habitante de Gomorra puede ser una compañera válida, y viceversa; lo cual confirma el acierto de aquellos pensamientos míos de juventud: no iba yo tan descaminado ni eran tan disparatadas mis ideas, visto que ya no es mi ignorancia quien habla, sino la autoridad de un verdadero experto.
Y una vez confirmado lo razonable de tal arreglo entre dos invertidos del sexo opuesto, nos encontramos con una pareja mixta que, paradójicamente, en nada se diferencia de cualquier otra en muchas facetas de la vida y que puede, por tanto, pasar desapercibida de cara a la sociedad. Además, como varón y hembra que son, pueden tener hijos propios sin necesidad de adoptar los ajenos —cosa no siempre sencilla para compañeros del mismo sexo— e incluso casarse por la Iglesia si es su deseo. Es probable, por otra parte, que tales invertidos se ahorren la inevitable frustración que aguarda a esos otros que, según Proust, tuvieron una infancia más tímida — y que no hallarán con facilidad heterosexuales dispuestos a amarlos; y cabe esperar así mismo que se sientan mucho menos inclinados a manifestar ese victimismo tan habitual entre los de su especie. Pero en realidad, si bien se mira, quizá esta paradoja sea más aparente que verdadera, puesto que si, para dar satisfacción a nuestra líbido, lo natural es que busquemos a alguien con una orientación sexual no tanto diferente como complementaria a la nuestra, como hacen los heterosexuales y es también el caso de las parejas formadas entre un habitante de Sodoma y una de Gomorra, entonces nada debería tener de extraño, en el fondo, que un hombre que se autopercibe como mujer y una hembra que se autopercibe como varón se atraigan mutuamente. De hecho, todos tenemos un lado masculino y uno femenino, de modo que tal vez la homosexualidad no sea más que una cuestión de grados. Con frecuencia ocurre —y así lo afirma también Proust en su obra— que los hombres de índole menos viril y las mujeres de temperamento menos femenino suelen ser del gusto mutuo. Lo que pasa es que sólo llamamos invertidos a quienes, en ese contínuo que va desde el carácter femenil hasta el varonil, se encuentran más hacia la zona que no corresponde a su sexo biológico.
De modo que, a fin de cuentas, quizá sea esa la única diferencia entre los considerados gays y el resto de la gente: cosa de estar ubicados en un punto u otro del espectro Marte-Venus, en el cual la “normalidad” no tiene unas fronteras nítidas. Y si esto es así, a lo mejor no es del todo acertada la metáfora proustiana que sitúa a los homosexuales en Sodoma y en Gomorra, aparte del resto de los mortales, como un grupo diferenciado; y también sería inoportuno considerarlos acreedores a una particular atención social. Una vez que las leyes dejaron de penalizar la inversión y prohibieron, además, toda discriminación basada en la orientación sexual, paréceme que el asunto debería haber quedado zanjado políticamente. ¿A qué, pues, seguir dando la matraca con él? Es más: creo no equivocarme mucho al pensar que si hoy en día existe alguna animadversión hacia los homosexuales, en buena medida es culpa de la insistencia institucional en mantener vivo un problema que se solventó legalmente, y con todas las garantías, hace décadas; una insistencia que, lejos de normalizar las relaciones sexuales del tipo que sea, quizá sólo contribuya a perpetuar o incluso empeorar, so capa de erradicarlo, el estigma que ha marcado a los invertidos durante siglos, aunque ahora la causa de ese estigma sea diferente; a saber: la percepción por la sociedad —o al menos una parte de ella— de la injusticia inherente a la “discriminación positiva” —ese cínico oxímoron— de la que es objeto el mundo gay y que, además, le cuesta un dineral al contribuyente: recursos médicos asociados al tratamiento de las disforias de género y a los cambios aparentes de sexo, gastos acarreados por las manifestaciones del “orgullo” y por todas las políticas LGBT, subvenciones y organismos públicos ad hoc, etcétera. Una insistencia, por último, acaso enojosa o incómoda para muchos homosexuales que sólo desean que políticos y medios de comunicación se olviden de ellos y no los expongan —y menos aún los exhiban— constantemente a la opinión pública para colgarse medallas a la tolerancia y la virtud.
Para justificar esta porfía institucional se dice a menudo que es importante concienciar a la sociedad de que los homosexuales necesitan especial consideración; pero rara vez se nos explica con claridad el por qué. La inclinación sexual es una preferencia personal como cualquier otra. Y la “identidad de género” es una percepción puramente subjetiva, psíquica, a menudo inducida por una excesiva e innecesaria exposición, precisamente, a esos mismos mensajes LGBT, los cuales generan en niños y adolescentes una incertidumbre sobre su propia sexualidad que, de no ser por dicha exposición, quizá no sentirían jamás. Es cierto que en ocasiones la identidad de género produce una disforia, y ésta, como problema de salud mental, ya cae dentro de las necesidades básicas; pero la disforia de género no es necesariamente más angustiosa que cualquier otra, un problema a ser tratado por los profesionales cuando sea preciso, pero sin prioridad respecto a otros pacientes, sin tanta publicidad y, desde luego, sin consumir unos recursos que podrían destinarse a curar problemas de salud bastante más graves y objetivos. Aparte de que, siendo mucho mejor prevenir que curar, la aparición de la disforia de género podría prevenirse con relativa facilidad sin más que dejar de provocarla mediante la propaganda woke, cuyos verdaderos impulsores no son precisamente los homosexuales y cuyo objetivo real dista mucho de ser ético o bienintencionado.
Aun así, quizá haya cierta inconsistencia en la retórica LGBT, pues por un lado insiste en que los invertidos no son enfermos mientras que, por el otro, cada vez exige más gasto público para su tratamiento psicológico, farmacológico o quirúrgico. Acaso deberían de aclararnos un poco esta contradicción. Marcel Proust, desde luego, nunca concibió —y he de estar de acuerdo con él— la homosexualidad como una enfermedad, sino como una inclinación natural, una querencia psíquicamente similar a otras aficiones y que no precisaba de la medicina, por mucho que le plantease al invertido —y continúa haciéndolo— problemas prácticos bastante peculiares y que lo deshonrase socialmente. Como queda dicho, él ya señaló un recurso bastante pragmático: el maridaje entre Sodoma y Gomorra.