Cualquiera que sea la ruta que el viajero haya elegido para adentrarse en el corazón de Laponia, ha de pasar casi necesariamente por Sodankylä, donde convergen todos los caminos para luego volver a separarse. Tanto quien vaya hacia el popular Nordkapp como quien se dirija al inolvidable Inari, lo mismo quienes suben hacia el encantador Vadso como hacia la hostil Murmansk, o aquéllos que tan sólo buscan perderse en las profundidades de los inmensos parques naturales lapones, todos han de encontrarse aquí, en Sodankylä, la puerta del Gran Norte.
Siendo el principal nudo de carreteras del círculo polar (en Finlandia, se entiende), aquí se dan cita todo tipo de viajeros antes de seguir cada uno su particular rumbo, y con razón abunda esta localidad en bares, hospedajes, kahvilas, tiendas y restaurantes, amén de otros importantes servicios como gasolineras y talleres. Con sus escasos nueve mil habitantes, Sodankylä es algo más que un pueblo y, aunque no llegue a ciudad, tiene más de lo segundo que de lo primero. Está viva, es alegre y activa; pero al mismo tiempo resulta entrañable y cercana, familiar, extrañamente acogedora.
Yo he llegado dando un amplio rodeo, acercándome desde Salla hasta las proximidades de la frontera rusa y subiendo luego por Savukoski para empalmar finalmente con la E63, que sube –nada menos– desde Jyväskylä, más de ochocientos quilómetros al sur. Sabido es que me gustan las carreteras secundarias y tranquilas. Por cierto que en Savukoski me he parado a almorzar en una cafetería donde había una familia alemana, padres e hijo, que venían desde su país en una moto con un gran sidecar cubierto, muy original. Al verlos en la terraza con sus trajes de moto me dirigí a ellos para entablar conversación, y se mostraron receptivos, también con ganas de charla. Hablamos un buen rato de las cosas de siempre y, al preguntarles por su destino, no me sorprendo al saber que se dirigen a Nordkapp; ellos mismos, al decírmelo, lo dan casi por supuesto. Parece ser que en esta zona, entre los moteros, existe el sobreentendido de que todos vamos al cabo Norte. En cuanto amí… no lo tengo yo tan claro.
Al despedirnos les pregunto dónde piensan llegar hoy, y sin mucha seguridad me dicen que a Sodankylä. Quizá nos veamos allí, entonces, o más adelante, en cualquier punto de la ruta. Hace calor mientras, junto a la acera, preparamos nuestra impedimenta: chaqueta, guantes, casco; esos pequeños preparativos tan rutinarios que nos hacen sentir, a los moteros, un poco como jinetes. Pese a la elevada latitud, aún no han remitido estos excesivos calores veraniegos. Subimos a las motos y arrancamos casi a la vez; antes de separarse nuestros caminos nos dirigimos un último saludo: ellos toman por una carretera y yo por otra.
Quiere la casualidad que, noventa quilómetros más tarde, lleguemos a Sodankylä al mismo tiempo: justo mientras espero en el cruce de la entrada, ellos entran por la perpendicular. Nos saludamos otra vez, pero ya no nos paramos a charlar y no vuelvo a verlos.
La ocupación hotelera está alta. Pregunto en las tres o cuatro hospederías más asequibles, pero no hay plazas. Sólo en el hotel Karhu (palabra que significa oso) tienen hueco, pero el precio se me va de presupuesto, así que al final me quedo en el camping Nilimella, al otro lado del río Kitinen, a un quilómetro del centro del pueblo, donde alquilo la ultima cabaña disponible. Me gusta el lugar, espacioso y muy verde, con todo el terreno cubierto de bien cuidado césped. La cabaña que me ha tocado en suerte está junto a los árboles de la linde, y al abrir la puerta noto el interior muy recalentado: lleva dándole el sol todo el día y eso es mucho tiempo, pues en esta época estival del ártico los días son larguísimos; y tanto más cuanto más al norte. Está amueblada la choza con lo básico, pero es agradable y cómoda. Dejo la puerta abierta mientras me aseo en las duchas comunes, para que se airee; espero que no me roben nada, pero aquí confío en la honradez de la gente. La verdad es que en este país hay una sensación de seguridad muy de agradecer, comparada con la Europa de más al sur.
Por el recinto me cruzo con gente de varios países. Hay una pareja de moteros españoles con una pegatina separatista en la matrícula, pero curiosamente no hablan en catalán; quizá al estar en el extranjero no creen necesario hacer el paripé, y asoma el español bajo la piel; hay también un grupo de moteros italianos y algunas rulós holandesas. Junto a unos chalecitos, también en alquiler, hay un coche con matrícula francesa y otro de Alemania. Más tarde, por el pueblo, escucho a unos jóvenes hablar inglés con acento norteamericano y veo bastantes grupos de moteros de diversa procedencia. Mucha de esta gente se dirige al cabo Norte, que –a juzgar por lo que estoy viendo– debe ser una atracción turística de primera magnitud; bastante más de lo que habría imaginado.
Como aún quedan varias horas de sol y el cuerpo me pide refrescarme, decido darme un baño en el río, aprovechando una pequeña playa que hay sobre la orilla este. En ella, algunos niños juegan a la pelota, unas chicas se broncean y un grupito de jóvenes parecen divertirse con las travesuras de su edad sobre el pequeño embarcadero; pero en el agua casi no hay nadie. Cuando me meto descubro el por qué: está bastante fría; mucho más que la última vez que me pegué un baño al aire libre, allá en Sahalahti, hace casi dos semanas (aunque parece que fuera un mes). Aquel lago estaba como una sopa. En esto sí parece que se notan los mil quilómetros de latitud que he ganado, no como en las temperaturas diurnas, que apenas han sufrido variación; salvo que la diferencia se deba a que aquello era lago y esto es río, ¡vaya usted a saber!
Tras el breve chapuzón me tumbo en la toalla y me quedo unos minutos adormilado. El sol, que ha perdido ya su azimut, calienta apenas lo justo para devolverme la energía que me ha robado el agua; tan justo que el propio fresco me impide seguir la siesta. Entonces cojo la toalla y regreso a mi chocita. Al pasar junto al pub que hay cerca de la playa leo un letrero anunciando música en directo esa noche. Me apetece, pero hasta que comience me queda tiempo de sobra para reconocer el pueblo y buscar un sitio donde cenar.
Hay muchos locales, casi todos con aspecto muy agradable, y me decido por Pälvin Kammari, una cafetería restaurante sobre Jäämerentie cuya soleada y concurrida terraza me gusta un poco más que las otras. Y es tal vez aquí donde, por primera vez en este viaje, tengo ocasión de cenar como Dios manda un buen plato de carne de reno, que es costumbre servir con mermelada de arándanos y guarnición de patatas y verduras. He pedido lo más caro del menú, sin escatimar en gastos, y me alegro de haberlo hecho. La carne está deliciosa, sabrosa y tierna como pocas. Para acompañar, cómo no, una Lapin Kulta, que es la cerveza de Laponia.
Es un momento tan agradable que me recreo en él durante largo rato. ¡Se está tan bien aquí! Sentado a esta mesa, saboreando un plato exquisito, bebiendo una buena cerveza y calentado lo justo, ni mucho ni poco, por un sol que quiere ponerse pero no se decide. Estoy tan a gusto que ni siquiera sé si echo de menos algo de compañía. Supongo que sí, pero no estoy seguro.
Cuando, ya bien cenado, regreso al pub junto a la playa, está a punto de comenzar la función. No hay mucha gente ni poca; en su punto de ambiente. Los músicos son dos –uno a la guitarra y voces, otro en los teclados– que tocan canciones populares con unos arreglos que les dan un toque personal. Me agrada; todo esto es muy finlandés: familiar y cercano. El entarimado lo han montado en la amplia terraza, pero a mitad de concierto, tras un descanso, lo trasladan todo adentro a causa de los mosquitos, que nos han expulsado de allí. Los hay a millares y no dan tregua. Éste es el único problema de Finlandia durante el verano: los mosquitos. Y ha sido un fallo de los organizadores no tenerlos en cuenta, porque bastante gente se ha ido agobiada por las picaduras; de modo que cuando han decidido mudarse al interior era ya tarde. Aun así, continuó la musica con canciones bonitas y bien interpretadas.
Ya es bastante tarde –pasan bien de las once– cuando los músicos cuelgan los micrófonos y empiezan a recoger. Entonces yo vuelvo a mi cabaña. Pese a lo avanzado de la hora el cielo conserva aún claridades, y en las nubes altas se puede leer el cambio de tiempo que se avecina; también en la temperatura, claro, que ha refrescado lo suyo. Quizá por fin vaya a acabar este agobiante verano, excesivamente cálido para estos países. La explanada del camping está silenciosa y el césped aparece ya con rociada. Ahora incluso da gusto sentir el calorcito que la cabaña de madera había conservado aún. Ni siquiera necesito dormir con la puerta abierta.
Son las dos o las tres de la madrugada cuando me despierto con ganas de orinar y, al salir a los aseos, el frío me hace tiritar. Echo la vista al cielo: está ya amaneciendo.
Dan ganas de conocer Sodankylä y el agradable camping a sus afueras. Por cierto, se hecha de menos un mapa de la ruta en los posts.
Sin duda uno de los mejores pueblos del viaje.
Lo de un mapa, sí, estoy considerándolo.