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Es una mañana de nubes bajas y medias, no muy espesas, con algunos desgarrones por donde se cuelan haces de sol. Junto a mí, ruido de coches y camiones que pasan. Me he detenido un momento, nada más dejar atrás Vilnius y su extrarradio, para tomar las primeras notas del día. Me dirijo hacia Marjampole para coger la E5, una de las carreteras más importantes de la Unión, istmo entre la Europa continental (por así llamarla) y el Báltico-Escandinavia; única ruta y cuello de botella que comunica una y otra mitad de nuestro espacio común; a ambos lados, se extiende el territorio prohibido, tierra bárbara y hostil: Rusia-Kaliningrado al oeste y Bielorrusia al este.
Por esta parte de Lituania hay mucho polaco; conductores que, con su innato espíritu de rivalidad (¿o es complejo de inferioridad?), hacen lo posible por no quedar de novatos junto a los lituanos, ases de la salvajada. Pero, aunque éstos son más cerriles, unos y otros pertenecen a la misma escuela de conducción: desprecio por las normas y los demás usuarios, por los límites de velocidad, prioridades de paso, señalización, adelantamientos, distancia de seguridad… nada les frena.
Casi en la frontera, Polonia me recibe con lluvia. Menos mal que Sejny, mi objetivo para hoy, está a tiro de piedra y llego enseguida, sin que haya tenido tiempo de calarme. Lo peor son las botas, estas camperas “de entretiempo” que me compré ex profeso para la moto y que han resultado ineficaces contra el agua.
Pero no puedo decir, como el príncipe Segismundo: Mal, Polonia, recibes a un extranjero, porque esta es casi mi segunda patria; ¡tan familiar! Me alojo en el Skarpa, el mismo hotel donde me quedé a la ida: agradable, genuino y muy barato (70 zlotis la noche); a dos pasos del parque, de la iglesia y de los cuatro restaurantes mal contados. No sé por qué me resulta entrañable este pueblo fronterizo, con su aire pueblerino y su larga historia de guerras e invasiones, de monjes y caballeros. Cuando pasé por aquí hace un par de meses estaban de feria; había orquesta tradicional, desfile con rubias majorettes y mucha animación. Hoy la atmósfera es bien distinta, otoñal, sin apenas gente por las calles; hace fresco y amarillean las hojas de los árboles.
Según la tradición viajera, no se debe pisar dos veces la misma senda. ¡Qué bellamente lo expresó León Felipe!
Pasar por todo una vez, una vez sólo y ligero…
Que no hagan callo las cosas ni en el alma ni en el cuerpo…
Que sean todos los pueblos
y todos los huertos nuestros.
Quizá, si es así, yo no sea un buen romero, porque me encanta volver sobre los lugares ya visitados; hollar los mismos parques, pasear las mismas calles y, si es posible, encontrar a la misma gente. Son cosas de mi alma, que siempre tiende a asomarse sobre el pasado.
Por la noche quedo con Ola y Paulina, que me llevan a un pub local decorado en madera; y a sorbos de cerveza van contándome algunas curiosidades de por aquí, como que los conductores lituanos tienen fama de suicidas (tarde llega el aviso), o que el río que pasa por Sejny se llama Marycha, que quiere decir marihuana. Su conversación desenfadada y su refrescante compañía me amenizan la velada y nutren un poquito mis necesidades sociales. Me llama la atención el apego que le tienen a su pueblo, cuando todo el mundo lo que quiere es emigara a la ciudad. Estudiaron una en Lublin, la otra en Bialystok, y han tenido suerte –me dicen– de encontrar trabajo aquí, porque no les gustaría irse. Pero aún son jóvenes; ya cambiarán de parecer.
Al marcharnos, pago la cuenta y ellas se dejan invitar de la manera más natural, sin darle importancia. Es una de las cosas que aprecio en estas sociedades del Este: que las mujeres aceptan ser invitadas sin mayor comentario. El hombre paga; es la norma y a nadie le parece mal. Sobre todo en los pueblos; porque en las capitales, como Varsovia y Cracovia, ya es diferente, todo más progre.
Paso una noche tranquila, sin ser visitado del insomnio (que me hará pagar cara esta afirmación), y amanezco a un nuevo día, soleado y espléndido. Cuando cargo los bultos sobre rosaura el termómetro indica 25 ºC, una temperatura ideal. Me despido de Sejny con un hasta la vista y muy tranquilamente, por la ruta principal, me voy hasta Bialystok, otra vieja conocida. Por el camino, mucho tráfico pesado y bastante aburrimiento; pero esta vez no había alternativa, porque las carreteras secundarias dan rodeos inasumibles.
Son las tres de la tarde. Al llegar, no sé cómo, encuentro –en pleno centro de la ciudad– un tranquilo y peculiar alojamiento: un centro cultural de la Diócesis Ortodoxa, en el que alquilan habitaciones a un precio muy asequible. Aun así, no hay más turista que yo, porque este sitio no figura en las webs hoteleras ni ostenta más letrero que una vieja placa de latón oxidado junto a la puerta donde se lee: POKUJE GOSCINNI (hospedería). Las habitaciones son cómodas aunque sencillas; las recepcionistas no hablan inglés, sólo ruso y polaco; pero nos hemos entendido.
Queda mucha tarde por delante y el tiempo invita a pasear, sentarse en una terraza y tomarse una cerveza. Me pongo a caminar sin rumbo definido y, cuando quiero darme cuenta, me doy de bruces con un recuerdo al que no esperaba; aunque… tal vez sí; quizá, después de todo, no haya sido casualidad que mis pasos me hayan guiado hasta aquí: seis años después, me hallo paseando por el mismo bosquecillo y, de entre sus muchos senderos, el mismo umbrío camino donde la besé por primera vez, bajo su paraguas, aquel día lluvioso de finales del verano. He vuelto a Bialystok otras veces desde entonces, pero no había regresado a este lugar. Y ahora el vivo recuerdo de aquella escena me ha sorprendido. Me detengo un momento a recobrarla: sus labios rosados y extrañamente húmedos, el celeste de sus grandes pupilas, su pálida tez salpicada de tenues pecas, y aquel vaporoso vestido azul…
Hoy, seis años más tarde, aún me acosa esa memoria.
Dear Pablo, that’s why it’s so important to create new memories and new experience as often as possible. But You know it for sure, that’s probably one of the reasons You travel so frequently. Living too much in the past can be dangerous, it’s like slowly approaching the very end of our life despite the fact this end is still far ahead, or maybe it lurks just behind the corner, comes one day at will?
Lots to talk about that, dear Artur. By having many new experiences, we risk burying our memories; we actually do bury them under the new staff. But maybe the key point is: I love memories. I am made off the matter of the memories. I am a product of memories. And I enjoy recalling them (though some are painful; other times it’s painful just realizing how many memories you have). I agree with you that it’s dangerous (or, rather, not clever), but that’s the way I am, and hang me if I know how to change that.
Miss you.