No exagero al decir que, últimamente, a veces me confundo con estos dos políticos, Albert Casado y Pablo Rivera. Y los confundo no sólo porque, físicamente, se den un aire –al cual su adecentado aspecto y envidiable juventud vienen a acentuar–, ni porque sus timbres de voz sean lo bastante anodinos como para que resulte difícil distinguirlos al escucharlos por la radio, sino principalmente –y cada vez más– porque sus discursos políticos son tan semejantes, tan llenos de los mismos buenos pero mudables propósitos –demagogia ni más ni menos–, los mismos atractivos pero inverosímiles programas; tan escrupulosos ambos con la corrección politica: candidato o candidata, ganador o ganadora, presidente o presidenta; tanto, en fin, se me antojan parecidos e intercambiables, que nada perderíamos los españoles si fundieran en una sus dos personas y, también en uno, fusionaran sus dos partidos –cosa que, por cierto, quizás ocurra si el PP continúa su descenso hacia la irrelevancia política.
Pero aún hallo una última y determinante similitud entre Pablo Albert y Rivera Casado, y es que ambos son igualmente prescindibles como alternativa electoral para cualquier votante que aspire a una España donde vuelvan a imperar el cumplimiento de la Ley, la igualdad efectiva y la libertad. Libertad no sólo de acción sino también de pensamiento.