(Viene del capítulo uno: “El tour más estúpido de mi vida“)
Así que allí estábamos, Sauce y yo, mirándonos el uno al otro con el estupor pintado en el rostro, pensando “¿eh?” Durante unos minutos no supimos ni qué decir, hasta que asumimos que ya no había nada que hacer ahí, y que no cabía sino coger uno de los autobuses al centro de Hong Kong y buscar alojamiento; al menos para mí, ya que ella trabajaba el día siguiente temprano y quizá era mejor que se volviese a Shenzhen esa misma noche. Eran entonces cerca de la una del mediodía, así que al menos podíamos pasar unas cuantas horas juntos e intentar encontrar alguna solución, improvisar algún plan B, si bien el contratiempo me había pillado tan desprevenido que no se me ocurría ni cómo enfocar el problema.
Bueno, me refiero a ese problema en concreto, el de mi visado, porque enseguida nos encontramos con otro mucho más perentorio: como se suponía que estábamos en China, ninguno de los dos llevaba encima dinero de Hong Kong; y, para colmo, no había ningún cajero automático en aquel aislado puesto fronterizo, ni oficinas de cambio. Sólo teníamos los euros que yo había traído, y un billete de 50 yuan que tenía Sauce: moneda china, como unos 60 dólares de Hong Kong. El autobús costaba sólo 11 HKD por cabeza. ¿Podíamos pagar con el billete de 50 yuan? Sí, podíamos -nos contestó el conductor-, pero no podía darnos cambio. ¡Y eso que Hong Kong pertenece a China!
Como no teníamos elección, dejamos caer con tristeza el billete en la caja, con lo que Sauce se quedaba sin un céntimo en el bolsillo; aunque por suerte esto no sería un problema durante mucho rato, porque el autobús llevaba al centro -o al menos eso me confirmó Sauce-, donde encontraríamos un cajero con el que reponer nuestros bolsillos. El conductor arrancó, y nosotros fuimos en silencio un buen rato, rumiando cada uno sus propios pensamientos.
Llegamos a la última parada del trayecto mucho antes de lo que yo esperaba. Me sorprendió: no podía ser que estuviésemos ya en el centro. Y, en efecto, aquello no era el centro. De hecho, según mi GPS, estábamos aún muy lejos del centro. Por suerte había una boca de metro al lado, pero ahora ya no nos quedaba dinero con el que pagarlo; ni podíamos cambiar mis euros porque por allí no había oficinas de cambio, según nos dijo un transeúnte. La única opción era sacar de un cajero; pero, para eso, antes tenía que activar mi tarjeta de crédito. Era una tarjeta nueva que me había mandado el banco unos días atrás y que, precisamente en prevención de pérdidas o robos durante la ida, había preferido no activar aún.
Por suerte, tenía instalada en el móvil una aplicación para operar con mi banco, así que me puse manos a la obra, pero enseguida me topé con un nuevo obstáculo: resulta que mi compañía telefónica (Jazztel, dicho sea para que conste su descrédito) no ofrecía servicio alguno de roaming, como más tarde supe. Bueno, afortunadamente soy un hombre muy previsor y había traído otras tres SIM de distintos países, que había comprado en otros viajes; aunque no tan previsor, porque al meter la SIM alemana recibí un mensaje diciendo que no tenía crédito, de manera que esa no me servía. Una segunda SIM española me dio señal de red, pero ahora fue el teléfono quien falló (Windows Phone 8, dicho sea para que conste su descrédito), pues el sistema operativo no fue capaz de configurar adecuadamente el punto de acceso a datos. Menos mal que la última SIM, de una compañía polaca, funcionó; y cuando por fin pude conectarme con mi banco y activar la tarjeta, no pude leer el PIN porque Windows Phone no reproduce adecuadamente el contenido Flash de las páginas web. ¡Mierda puta!
En fin, no pasa nada -me dije-; aún me quedaba un último recurso: había traído una segunda tarjeta de crédito por si acaso, que había preferido no usar porque tiene comisiones sensiblemente mayores; pero… ¿qué coño importaba ya? Y esta vez sí que sí: la tarjeta funcionó, y con indescriptible alivio vi salir los billetes por la trampilla del cajero. Por fin teníamos unos cientos de dólares con los que pagar decenas de billetes de metro. Así que bajamos las escaleras mecánicas, pagamos nuestros billetes y nos dirigimos hacia la estación Causeway Bay, la más cerca al hostal.
A todo esto, y para estar en contacto mutuo a precios razonables, Sauce había traído una SIM china para mí, pero no pude insertarla en mi móvil porque el zócalo sólo acepta las micro-sim. Desde luego, hombre previsor como queda dicho, había traído yo por si las moscas un segundo móvil que usa tarjetas normales, pero éste hube de prestárselo a Sauce porque el suyo estaba casi sin batería; de modo que, después de todo, si necesitábamos hacernos alguna llamada tendríamos que pagar los abusivos precios de roaming.
Sí, toda una lamentable cadena de contratiempos. Pero aún habían de llegar otros peores: al hacer el primer transbordo camino de Causeway Bay, antes de subir al otro tren dudé unos instantes frente a las puertas abiertas del vagón mientras leía las estaciones en un panel; cuando vi que era el tren correcto, le dije a Sauce “¡vamos!”, y entré al vagón en el último segundo; ella, en cambio, algo lenta de reflejos, no tuvo tiempo y se quedó en el andén, con lo que se nos puso a ambos una gran cara de bobos al ver cómo las dobles puertas se cerraban entre nosotros…
Según el tren arrancaba, le indiqué a Sauce por la ventanilla que cogiera el siguiente -que era lo lógico, además-, pero ya cuando nos distanciábamos ella hizo otro gesto con el que, creí entender, me decía que regresara para recogerla. Sin saber bien qué hacer, me bajé una estación más allá y esperé al tren siguiente, en la confianza de que Sauce me habría entendido y de que, como es tan obediente, habría seguido mi indicación; pero me equivocaba: al montar en el siguiente metro comprobé que ella no estaba allí; de modo que ahora el dilema era doble: si volvía a bajarme para desandar lo andado con intención de encontrarnos en la estación donde ella se quedó, para cuando yo llegase tal vez Sauce ya no estuviera, habiendo a su vez seguido tras mi pista; si, en cambio, continuaba mi camino, corría el riesgo de que ella hubiese optado por seguir esperándome. Decidí continuar hasta Causeway Bay y esperarla allí, pues tarde o temprano -pensé-, viendo que no volvía en su busca, ella tenía por fuerza que comprender lo que debía hacer; al fin y al cabo sabía a dónde nos dirigíamos.
¿O quizá no lo sabía..?
Entre tanto, había intentado varias veces contactar con ella por teléfono, pero sin éxito: ni respondió a mis mensajes ni daba señal de llamada ninguna de sus dos líneas. Mas voy a darte, lector, un descanso, porque a estas alturas debes estar ya hasta la coronilla de mis adversidades o, si eres de los que empatizan, a punto de cortarte las venas. Te espero en el tercer capítulo… ¿o bien me esperas tú allí?
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Ok….on my third shot of Jack Daniels