Pocas novelas he leído tan profundamente conmovedoras, de ésas cuya alma lo es todo; y si la del lector armoniza con ella, sentiráse tocado en la médula misma del ser, en su fibra más natural y salvaje. Es una historia que susurra al oído del hombre indómito y libre que algunos llevamos dentro, y sólo por él –por este hombre primitivo, algo supersticioso e ingenuo– puede esa voz ser escuchada y aprehendida.
Escrita en un estilo sencillo y poético, con un lirismo cautivador lleno de metáforas que ligan el hombre a la tierra, al campo sin más dueño que quienes de él viven y en él trabajan, y en un tono algo autobiográfico que nos acerca los personajes, haciéndonos sentirlos familiares y próximos, Ricardo Güiraldes recoge la antorcha del Martín Fierro y ensalza aún más la figura del gaucho; despojándolo de sus atributos más pedestres, y visto a través de los ojos de su ahijado, hace de Don Segundo Sombra un mito que quizá no tenga parangón ni entre los héroes de las tragedias clásicas. “Aquello que se alejaba era más una idea que un hombre.” Hasta ese punto el autor confiesa su idealización del personaje del gaucho, ya de por sí romántico.
Sin embargo, en ningún momento el lector (al menos, este que os habla) lo siente un personaje irreal, inverosímil o imaginario. Ese hombre “baquiano”, ese iletrado de profunda sabiduría y labrada experiencia vital, que sabe siempre estar en su sitio, que conoce bien sus oficios y por todos se hace respetar, ha existido quizá en todo tiempo y lugar, aunque no haya abundado. Por otra parte, no nos presenta Güiraldes a un hombre imposible y perfecto, exento de defectos y dechado de virtudes (“yo no me puedo quedar mucho en nenguna estancia porque enseguida estoy queriendo mandar más que los patrones”), sino uno que a la perfección representa el prototipo de aquellos hijos de una época y una tierra, los gauchos que escogieron –o acaso se vieron obligados a escoger– su libertad personal, vital, por encima de cualquier otra cosa.
Y para presentárnoslo en toda su grandeza y “altura”, se narra la historia a través de los ojos de un “guacho” (niño huérfano o abandonado) que se cruza a don Segundo en su vida y que, admirándolo desde el primer instante, se le queda prendido y lo sigue en su vida nómada: “…en su paso por mi pueblo me llevó tras él, como podía haber llevado un abrojo de los cercos prendido en el chiripá.” Este joven guacho, apenas un chaval de catorce años, conocerá la vida en la pampa y aprenderá los oficios de resero (el vaquero español, el cowboy norteamericano) y de domador bajo la tutela de don Segundo, del que enseguida se hace ahijado, dándole el apelativo de “padrino”. Es de la mano de esta relación como Güiraldes nos describe un estilo de vida ante todo libre, muy apegada al campo y al ganado (casi siempre “cimarrón”, salvaje), de lejanos horizontes bajo un cielo cuya bóveda se nos antoja infinita, y con frecuencia inclemente. En contraste con el mundo de hoy, aquellos hombres (pues sólo para hombres era buena la pampa) eran la antítesis del materialismo; sus valores: la baquía, la destreza “p’al cuchillo”, la acción más que las palabras, el aguante sobre la silla, la resistencia para los arreos; y, fuera de su “tropilla” de potros para recambio y sus “pilchas” y su “recado” de montar, el dinero sólo era bueno para gastarlo en peleas de gallos durante una feria, o en carreras de caballos. Lo mismo lo ganaban que lo perdían sin importarles gran cosa, pues toda la pampa era suya. “¿Cuándo, en mi vida de gaucho, pensé andar por campos ajenos? ¿Quién es más dueño de la pampa que un resero?” Poco importaba, para nuestro narrador, lo que figurase “en los planos, pero la pampa de Dios había sido bien mía, pues sus cosas me fueron amigas por derecho de fuerza y baquía”.
Así poco a poco, guiados por el guacho que se va haciendo gaucho junto a don Segundo, imperceptiblemente la novela nos cautiva y sumerge en aquel mundo –ya desaparecido– tan sencillo y atractivo, de conceptos tan básicos y sólidos, que llegamos a añorarlo sin haberlo conocido, y hasta a cuestionarnos verdaderamente la absurda complejidad de nuestras vidas actuales. Desde su época (hace más o menos un siglo), Güiraldes nos propone una silenciosa pregunta cuya respuesta tendrá que buscar cada lector dentro de sí mismo. El último capítulo de esta inolvidable novela es una bellísima y sentida reflexión sobre la amistad, un canto emotivo y sublime a la libertad personal, a la vida errante sin propiedades ni ataduras, cuyo paradigma se nos dibuja –se nos desdibuja, más bien– de modo muy gráfico y evocador: don Segundo Sombra.
“Y fue el compás conocido de los cascos trillando distancia: galopar es reducir lejanía. Llegar no es, para un resero, más que un pretexto de partir.”