Paisajística ruta desde Torata hasta Omate

26 de julio, Omate

Después de todo, mi dormida en el Complejo Turístico no estuvo nada mal. La calma fue tan completa que, en algún momento, el propio silencio me despertó, extrañado (supongo) mi subconsciente por no escuchar absolutamente nada; y además no pasé frío ninguno: la larga edificación de una sola planta, calentada por el sol a lo largo del día, se mantuvo templada durante la noche. Por la mañana me levanté con tiempo sobrado para bajar hasta el grifo (como llaman en Perú a las gasolineras) de Torata y esperar allí al bus de Omate, que vino con media hora de retraso y prácticamente lleno; pero gracias a Dios me habían respetado la plaza que reservé por teléfono la tarde anterior; si bien, para variar, me tocó ir al lado de un gordo, hecho que me veo inclinado a atribuir a alguna sobrenatural influencia diabólica, dado que hasta ahora he visto muy pocos gordos en Perú y es, por tanto, estadísticamente improbable que tan a menudo me toque sentarme junto a uno de ellos.

El viaje, de más de 100 km, no tuvo desperdicio. Durante el primer tramo la carretera asciende hasta casi 3000 m de altitud, y el pasajero que tenga la suerte de ir en el lado correcto del vehículo puede disfrutar de unas vistas impresionantes de las sierras, superpuestas unas a otras y que, perpendiculares al sentido del recorrido, discurren en dirección SO-NE. Después, pasado Otora, la ruta empieza a descender y el paisaje se hace más extraño, con caprichosas formaciones geológicas y variados colores del suelo: ya no presenta el monótono beige de los primeros quilómetros ni el predominante marrón parduzco de toda la región, sino que empieza a mostrar tonos rojizos, amarillos y cúpricos; a la vez que la orografía se hace más laberíntica, con abundancia de cañones e incluso desfiladeros que, de pronto, se abren en cañadas de asombrosa anchura.

No conociendo esa geología y sin haber puesto jamás el pie sobre ese suelo, me resultó a veces difícil –por no decir imposible– averiguar de qué estaba compuesto, a qué reino (vegetal o mineral) pertenecía la capa que lo cubre o a qué tipo de terreno corresponden los sucesivos estratos que lo forman, expuestos a la vista, aquí y allí, gracias a fallas naturales, a desprendimientos o a la acción de los ingenieros de caminos. En muchas partes era visible la roca firme, pero abundaban también los terrenos de aluvión y extensas laderas de piedras (acumuladas por sucesivas avalanchas que forman inverosímiles pendientes) que parecen querer derramarse en cualquier momento sobre el autobús para sepultarlo; cosa que, seguramente, debe de ocurrir con cierta frecuencia, pues a menudo se veían restos de desprendimientos sobre el camino. En algunos lugares, a pocos metros de la carretera, podía observarse cómo una parte del terreno había cedido (imitando a procesos geológicos de muchísima mayor envergadura pero similares en su esencia, pues la naturaleza parece imitarse a sí misma a diversas escalas, como los fractales) y creado un corte que exponía varias capas delgadas de distinta composición; y a veces una de éstas parecía como de una arena blanca, cuyas aristas brillaban, a la luz del sol, en una miríada de pequeños destellos, como polvo de diamante. En otras zonas la roca aparece, a parches, cubierta por una capa color pajizo que recuerda un pan churruscado untado con mantequilla o crema de cacahuete. Con todo, y pese a la extrema aridez de esta región, no dejan de verse cactus u otros arbustos bajos, así como extensas áreas con una suerte de vegetación seca (que debe de ser verde en otra época del año), más abundante en los valles y cañadas, donde incluso hay algunos sembrados; y tampoco es raro que las cuencas lleven agua. Es decir, un paisaje menos yermo que el visto en Chile, donde a veces durante centenares de quilómetros no se percibe ni un atisbo de vegetación.

Salvo las primeras leguas con buen pavimento, a medida que la carretera se adentra en zonas más inhóspitas y deshabitadas su calidad va degradándose poco a poco hasta que, sin darse uno cuenta bien del cuándo, se convierte en accidentado firme de tierra y piedras, por el que transitamos ya el resto del viaje hasta el mismo Omate. La ruta dibuja sobre el mapa un constante zigzag para salvar acusados desniveles o faldear laderas empinadas, a menudo al borde de vertiginosas caídas, y es a veces tan estrecha que sólo cabe un vehículo grande; si bien apenas nos cruzamos con ninguno, pues el camino está muy poco transitado: los únicos que vi eran de la minería, o bien maquinaria de construcción. Aquí es esta irregular línea de autobuses, en la que he venido, la encargada de llevar mercancías y paquetes, quizá también el correo y, si hace falta, algún animal.

Pese a lo remoto y pequeño que es Omate, hay en la zona lugares habitados que lo son aún más; y así nos desviamos de la carretera cosa de una legua, por un camino polvoriento, para dejar algunos pasajeros y bultos en Quinistaquillas, apenas un caserío en mitad de la nada; y aunque parezca mentira, ese camino sigue adentrándose bastantes leguas en la sierra para comunicar otras aldeas todaía más lueñes, que quedan ya en plena cordillera. Hubo quien se apeó, literalmente, en mitad del páramo, es de suponer que cerca de alguna granja aislada. Me resulta esperanzador ver que todavía el campo no ha quedado completamente abandonado, que hay quien habita y puebla estas regiones tan desoladas.

Quinistaquillas

Como las altitudes por las que discurre el trazado de la carretera oscilan entre 1500 y 3300 metros, el cambio térmico es grande, así que a veces hacía fresco y a veces un poco de calor. Lo único constante era la polvareda que levantaban las ruedas a su paso, sobre todo al cruzar el encañonado río Tambo (que ahí discurre entre dos paredes verticales de piedra) en el desvío a Quinistaquillas, donde había una zona de obras en la que el constante trajinar de la maquinaria había reducido la tierra a finísmo polvo, en medio del cual se erigía el campamento permanente de los operarios (ya que no hay ningún otro lugar cercano en el que puedan hacer noche).

Los últimos diez quilómetros antes de llegar a Omate transcurren cauce arriba del río homónimo, cuyas vegas son relativamente fértiles y permiten la presencia de numerosas huertas y no pocas arboledas. Curiosamente, el pueblo está más o menos a la misma altitud que Torata (2200 m) y las temperaturas en ambas localidades son muy similares. Supongo que los habitantes de todas estas regiones han ido buscando de modo natural, durante siglos, las mismas condiciones de habitabilidad para fijar sus asentamientos. En esta parte del continente, la franja de tierra que hay entre el océano y la cordillera de los Andes tiene, por término medio, unos 100 km de ancho, pero sólo la mitad de esa anchura ofrece temperaturas óptimas: más cerca del liboral soplan vientos fríos a causa de la corriente de Humboldt, y ahí son las frecuentes nieblas, los persistentes cielos nublos; mientras que por el lado de las montañas el terreno es demasiado árido y las temperaturas, por la altitud, excesivamente bajas.

Acerca de The Freelander

Trotamundos, apátrida, disidente y soñador incorregible
Esta entrada fue publicada en Chile y Perú. Guarda el enlace permanente.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *


Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.