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Béhasque, Sauveterre de Béarn, Jaureguia… Familiares topónimos de prehistóricos matices y resonancias montañosas: es la Vasconia francesa, que se parece y no se parece a la española. El urbanismo y la arquitectura de sus pueblos guardan cercana semejanza, como también la gastronomía y algunas costumbres: se ve, por ejemplo, más gente en la calle y ese tapear e ir de chiquitos tan típico español; o la tipografía de los rótulos, que delata las raíces comunes con nuestro País Vasco. Pero el homo vascus parece aquí más domesticado, menos silvestre, y no oigo hablar vascuence por la calle. Parece que esta gente tiene más clara la diferencia entre folclore y Estado, y no mezclan ambos conceptos. O quizá es que este país no se anda con tonterías con el francés, que para ellos es sagrado, y parece que las señales en ambas lenguas fuesen la única concesión que le dan al vascuence.
Mi noche en Navarrenx fue inmejorable, gracias a Dios. Un respiro al insomnio. Frente a Rosaura y a mí, las Pirenaicas, como decía una mi bisabuela. Y al atravesar la cordillera (por una de las rutas más reviradas y menos frecuentadas, por cierto) observo una notable diferencia a ambos lados de la frontera: por la vertiente francesa encuentro mucha menos industria y el entorno está más cuidado; lo cual no es ninguna sorpresa conociendo el admirable respeto que Francia tiene por su medio ambiente, frente a lo secundario que es en España. La riqueza del País Vasco francés parece basarse en el campo antes que en las fábricas o la minería, y si acaso hay polígonos industriales, deben de estar fuera de la vista o mucho mejor integrados en el paisaje.
La noche la paso en Vitoria, donde estuve viviendo dos años antes y donde aún tengo algunos conocidos con los que quedar y pasar un rato estupendo entre noticias, tapas y risas. Mucho vino y buena conservación. ¡Saludos, Merino y Cuquejo! Y al regresar a la pensión, que está ya cerrando el bar, tengo un tropiezo con los empleados porque, por despiste, les he pisado en lo fregao y me han echado la bronca de muy malos modos; así que hemos tenido unas palabras que me causan un malestar muy inoportuno. Es lo malo de esta España llena de chulos y maleducados. En cuatrocientos cincuenta días de viaje no he tenido el menor tropiezo (excepto con unos bronquistas en Polonia), pero basta que vuelva “a casa” para que me encuentre con algún imbécil.
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Y es un nuevo día. Entre unas cosas y otras he pasado una mala noche, aunque no peor que algunas recientemente. Quizá mi subconsciente acusa ya el fracaso, la esterilidad de este Viaje hacia Ninguna Parte que acabaré mañana sin haber ido, en efecto, a parte alguna. Quizá esta certeza, esta sensación de tiempo perdido es la que me empeora últimamente la ansiedad. Pero hay, además, otra causa (aunque acaso sea la misma): en tanto la ancha Europa se extendía delante de mí, sin saber yo a dónde dirigirме cada día pero viviendo con la vaga ilusión -infundada pero real- de que todo estaba aún por suceder, me resultó más fácil esquivar el pesimismo que la monótona incertidumbre de mi vida me provoca; pero cuando ya el horizonte de rumbos se reduce y el final se acerca, otros pensamientos más oscuros empiezan a cercarme como lobos que presintieran la debilidad de una presa.
La mañana ha salido nublada, pero mientras me tomo un café en compañía de otros dos ex-compañeros (¡saludos Rico, saludos Teo!) el cielo va despejando un poco, y al cabo de un rato queda ya el día soleado.
Desde Vitoria tomo en dirección sur por las familiares carreteras del Condado de Treviño, que tantas rutas me vieron hacer durante el año que viví aquí. El alto de Herrera, rozando la divisoria burgalesa y frontera natural entre Álava y Logroño, me ofrece una de las panorámicas más impresionantes del ubérrimo valle alto del Ebro, la Rioja de afamados vinos.
No bien cruzo el límite provincial, me desvío hacia la derecha para coger la N-111 hacia Soria, que es una de las carreteras más espectaculares de nuestra piel de toro. Tanto, que habría que pararse cada medio quilómetro para hacer todas las fotos que sus fascinantes paisajes merecen; razón por la cual decido no detenerme ni una sola vez, porque de lo contrario no llegaré nunca a mi destino.
Hace un década viví un año en Soria, de la que conservo hermosos, plácidos recuerdos. La querencia y la nostalgia me llevan sin duda a alojarme en la que fue mi residencia durante aquella época: la Casa Diocesana, una pensión al estilo antiguo como quedan ya pocas en España. ¡Qué bien me acogísteis y me tratásteis siempre, amigos míos! Fuisteis un poco mi familia, y la Casa un poco mi hogar. La paz que aún se respira en este céntrico pero tranquilo edificio es total, y siguen teniendo el buen gusto de no poner televisores en las habitaciones (¡el primer hospedaje que no los tiene, en todo el viaje!) Raro lujo hoy en día, aunque no faltará quien piense justo lo contrario. Por lo demás, venía temiendo que el tiempo hubiese deteriorado esa entrañable atmósfera de recogimiento, pero veo con alegría que sigue siendo el lugar acogedor que entonces era; aunque ya no esté la buena de Basilia; me dicen que se jubiló. En el corazón te llevo, Basilia. ¡Con qué afecto me acogías en la cocina cuando allí me sentaba a comer con vosotras! Que no se entere don Tomás. Pilar por allí anda aún, y también el director y alguien de recepción. Incluso al tarambana aquél de Luis, borrachín y mentecato aunque quizá buena persona, aún siguen dándole cobijo por caridad.
A la tarde me doy un largo paseo hasta la ermita de San Saturio, tras la curva de ballesta que traza el Duero a la que tanto cantó mi poeta Machado, buscando rescatar algunos recuerdos del zurrón de la memoria para regalarme con el sabor agridulce de la añoranza. Recuerdos no de aquel lejanísimo viaje a Soria en mi adolescencia, con la clase, cuando el mundo era joven y la nieve cubría la ciudad, sino de mi estancia más reciente.
Las orillas del río están radiantes, llenas de hojas amarillas, bajo la cálida luz de la tarde otoñal. Y a mi regreso, al pasar por el cementerio, me detengo unos minutos junto a la tumba de Leonor de Machado y, aunque no soy creyente, rezo en mi interior una breve oración por ambos. ¡Qué poco tiempo disfrutaron de su vida juntos!
Por la noche salgo a tomar un par de vinos, una ración de croquetas, y luego me acuesto. Me habría gustado cruzarme con algún viejo conocido por la calle o en los bares, pero no he visto a nadie. Los compañeros con quienes solía andar se marcharon hace tiempo, y con los otros nunca tuve mucha confianza. Me siento un poco como un extraño.
17 de octubre, última jornada del periplo europeo. Hoy doy por concluido este viaje a Ninguna Parte. Dentro de dos horas llegaré a Madrid, y ésta es mi última anotación en el diario. El día está medio despejado y ventoso.
Estoy entre Almazán y Atienza, cruzando los campos tristes y áridos de la pobre tierra soriana, donde sólo crecen unos girasoles raquíticos y cenicientos. ¡Estériles campos de hierro calcinados por el sol, azotados por el viento, sois quizá como el alma mía..!
Dear Pablo,
thank You for sharing this journey with us, with me, thank You for letting us be a part of your journey, somehow. I have to say I really enjoyed it, although maybe “enjoy” is not the best description for it, “experience” is actually much better. You took us far to the North, far into your soul. Are You a different man now?
This journey never ends and I bet You know it very well.
You’re right, dear Artur. I’ve tried to make it “shareable” rather than enjoyable. I wanted to say all the truth and nothing but the truth. I didn’t want to tell a pretty story about adventure travelling, nor contribute to people’s wrong assumptions about the life of a wanderer. I know my story is boring for the average reader. Some friends have told me it’s tedious, and I acknowledge that. But I don’t care, since this story is not targeted for the average reader. Not for the person who wants to read an adventure book. I’m no match for Rudyard Kipling or Jack London; I can’t compete with them; and it wasn’t my aim anyway. This is for only a few ones who, like you, want to look and see into the deptsh of a soul. Your compliment is worth ten times, because that’s precisely what I expected to achieve: to share my journey with the reader; to get him walk in my shoes for a while, try to make him see things from my point of view, the bright and the dark sides of journeying like that, the inside and the outside of the experience.
Hearfelt thanks for having made me company throughout all these many chapters. Now I can hence call you “travel companion”.